Iguales ante la ley
LA SERENIDAD, la prudencia y la moderación deberían ciertamente guiar el comportamiento de todos los ciudadanos, incluidos los gobernantes, en este crítico periodo posterior al golpe de Estado frustrado. Al menos en teoría, este respiro tendría que ser aprovechado por el Gobierno no sólo para impedir cualquier posibilidad de repetición de actos sediciosos, sino también para garantizar a la sociedad española que no van a ser coladas de rondón en nuestro ordenamiento constitucional alteraciones políticas y legales destinadas a conceder por las buenas lo que los facciosos querían imponer por las malas.La elogiable tranquilidad con la que Leopoldo Calvo Sotelo se está comportando en las conferencias de Prensa y la imagen de que el poder civil tiene la situación bajo control contribuyen a que la opinión pública comience a recuperar el aliento y a albergar algunas esperanzas hacia el futuro. Sin embargo, el Gobierno y los dirigentes políticos cometerían un serio error si olvidaran el fortísimo trauma que ha supuesto para los ciudadanos de este país, a los que equivocadamente se había hecho creer que sus clases dirigentes eran tan europeas como las británicas, las holandesas o las suecas, la humillación del asalto al palacio del Congreso. Esa atroz estampa de república bananera, carente incluso del aura de riesgo e intrepidez de algunos pronunciamientos decimonónicos, ha causado heridas a la autoestima y al sentido de la propia dignidad de los españoles de difícil cicatrización.
Por esa razón las manifestaciones del presidente del Gobierno en favor de una democracia valiente y de una democracia vigilante no pueden quedarse en un estadio puramente, programático. Los ciudadanos necesitan hoy más que nunca que el Parlamento y el Gobierno les devuelvan la confianza perdida y los sentimientos de identidad como seres adultos y racionales mediante actos legislativos y ejecutivos de inequívoca significación. La serenidad no debe ser confundida con la apatía, ni la prudencia con la mediocridad, ni la moderación con el entreguismo. En estos momentos, millones de españoles miran inquietos hacia sus representantes políticos, con miedo de adivinar en sus retrocesos, sus vacilaciones y sus temores los signos de esa democracia cobarde y de esa democracia vigilada que darían a los golpistas la victoria.
A partir de ahora, el Gobierno no sólo tendrá que eludir las trampas de la provocación, tendidas desde la derecha involucionista, dedicada en cuerpo y alma a sembrar la cizaña en los cuarteles, sino que también deberá evitar la desmoralización de la sociedad civil y el derrumbamiento de los propósitos y de los compromisos expresados en las calles españolas el viernes 27 de febrero. Los golpistas habrían triunfado, sin necesidad de hacer un solo disparo, el día que los ciudadanos llegaran a la conclusión de que los centros de decisión situados a extramuros del Parlamento son los que hacen y deshacen las leyes. Este país, profundamente humillado, vejado, herido en su dignidad, despertado de un hermoso sueño para comprobar que la realidad es una pesadilla, necesita bastante más que palabras para recuperar las ilusiones y la confianza. Precisa comprobar que los discursos se materializan en hechos, en disposiciones, en actos de gobierno y en leyes, y que sus temores a una progresiva escalada desde la legalidad contra los principios y los valores democráticos carecen de fundamento.
En esta perspectiva, los procesamientos dictados contra los jefes y oficiales facciosos que dirigieron el brutal asalto al palacio del Congreso y secuestraron durante casi dieciocho horas a los diputados y al Gobierno de la nación bajo la amenaza de las metralletas no pueden ser considerados más que como actos jurídicos inexcusables. El procesamiento del teniente general Milans del Bosch, que alzó en abierta rebelión durante casi diez horas a la III Región Militar, merece el mismo comentario. Sin embargo, el principio de acotar las responsabilidades y la consigna de no transformar en una caza de brujas la indagación de las complicidades y encubrimientos de los golpistas no pueden ser utilizados para impedir la manifestación pública de interrogantes y extrañezas acerca de la marcha de los procedimientos iniciados por la jurisdicción castrense.
Cabe admitir que el carácter delicado y vidrioso de la indagación que le ha sido asignada obligue al general togado José María García Escudero a extremar la prudencia antes de dictar eventuales autos de procesamiento contra otros generales. Incluso se puede entender que se muestre benevolencia hacia quienes, por omisión, no cumplieron sus misiones oficiales de escolta y vigilancia en la tarde del 23 de febrero. Hasta se puede aceptar que la investigación de los confusos y contradictorios movimientos de tropas a lo largo de aquella jornada en unidades que finalmente no llegaron a pronunciarse sea aplazada o demorada. Sin embargo, resultaría difícil de metabolizar que los presuntos acuerdos con el teniente coronel Tejero antes de su rendición llegaran a ser esgrimidos para justificar la exculpación de los implicados en la toma del Congreso por las armas.
El eventual carpetazo a los expedientes de varias decenas de números de la Guardia CiviI que participaron en el asalto al palacio del Congreso tropezaría no sólo con la normativa penal, sino también con las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas aprobadas por el Parlamento a finales de 1978 y sancionadas por el Rey el 28 de diciembre de 1978. La polémica sobre el carácter militar de la Guardia Civil fue zanjada por el ministro de Defensa con la explícita y rotunda declaración de que ese cuerpo pertenece, efectivamente, a las Fuerzas Armadas. Pues bien, el artículo 34 de las Reales Ordenanzas establece taxativamente que «cuando las órdenes entrañen la ejecución de actos que manifiestamente ( ... ) constituyen delito, en particular contra la Constitución, ningún militar estará obligado a obedecerlas, en todo caso, asumirá la grave responsabilidad de su acción u omisión». La referencia a la Constitución se encuentra también en otros artículos de las Reales Ordenanzas. Así, el artículo 11 señala que la disciplina «tiene su expresión colectiva en el acatamiento de la Constitución, a la que la institución militar está subordinada», y el artículo 26 indica que «todo militar deberá conocer y cumplir exactamente las obligaciones contenidas en la Constitución».
Es imposible dudar de que los números de la Guardia Civil -militares profesionales- asaltantes del, Congreso tuvieron que percatarse antes o después, aunque fueran inicialmente llevados con engaño por sus jefes a esa cita, del significado de la operación en la que participaban. Los golpes e insultos al teniente general Gutiérrez Mellado, el trato injurioso al presidente del Gobierno y al ministro de Defensa y el encañonamiento de los diputados fueron actos demasiado inequívocos como para que alguien pueda llamarse a engaño. Sin duda que también existen circunstancias atenuantes -y quién sabe si eximentes en algún caso concreto- en los números de la Guardia Civil que intervinieron en el asalto por disciplina o por temor a sus superiores. Pero resultaría inexplicable sentar la doctrina antijurídica del aquí no ha pasado nada para exculpar una conculcación abierta del Código de Justicia Militar y las Reales Ordenanzas. Porque esa doctrina justificaría, en el futuro, a cualquier militar a participar en intentonas o aventuras delictivas con la cómoda excusa de que no hacía sino cumplir órdenes de sus superiores. Y rompería el principio constitucional de que todos los españoles son iguales ante la ley.
Finalmente, queda esa amplia zona de sombra ocupada por los civiles emboscados en la conjura, en espera de que el éxito del golpe de Estado les aupara a un alto cargo de la nueva organización administrativa y les devolviera los privilegios políticos y materiales perdidos con el establecimiento de la democracia. ¿Alguien puede afirmar, con la mano sobre el corazón, que Juan García Carrés era la única personalidad civil implicada en la intentona? ¿Se ha esclarecido el origen de los fondos que permitieron a los facciosos adquirir una flotilla de autobuses para trasladar a tropas rebeldes al palacio del Congreso? ¿Cómo se explica que en las vísperas del asalto tantos civiles estuvieran al tanto de la conjura? Son preguntas, estas y muchas otras, sin contestación que un pueblo soberano merece le respondan.
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