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Juan Pablo II anuncia en Manila su deseo de viajar a la República Popular China cuanto antes

Juan Arias

El papa Juan Pablo II anunció ayer en Manila, de forma solemne, que tiene la esperanza profunda de visitar pronto China. Lo hizo en un importante discurso pronunciado a los representantes de las comunidades chinas de Filipinas. Inmediatamente después recibió al cuerpo diplomático, a quien aseguró que la Iglesia sería irresponsable si se saliera del cauce de su misión.

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Por la mañana, el Papa había tenido un encuentro con los jóvenes universitarios de la Universidad de Santo Tomás, y cuyo entusiasmo desbordante produjo el triste balance de cien heridos, aunque no graves, a causa de los apretujones. El momento más difícil fue la visita a los habitantes miserables del extrarradio de esta ciudad, los dos millones de personas que viven en condiciones inhumanas.El discurso sobre China lo hizo el Papa en un lugar muy cualificado, la nunciatura apostólica, que es como tierra vaticana. Ha sido la primera vez que Juan Pablo II ha hablado tan largamente y con tantos elogios al pueblo chino, dando a entender que las relaciones entre la Iglesia y el Estado de aquel país maduran con rapidez.

En el discurso, el Papa usó la fórmula reservada sólo para los momentos solemnes: «Yo, Juan Pablo II, obispo de Roma y sucesor de Pedro, os saludo a vosotros, mis queridos hermanos y hermanas en Cristo, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo». Afirmó que la Iglesia «no desea privilegios, no tiene miras políticas ni económicas ni una misión terrena». Habló de los errores del pasado, pero para precisar que «en este tiempo de crecimiento y de gracia, el Señor puede servirse de todas los sufrimientos del pasado para preparar cosas nuevas». Y añadió textualmente: «Cualesquiera que hayan sido las dificultades, pertenecen al pasado, y ahora debemos mirar sólo al futuro».

Hizo luego alusión a que en la historia de los católicos chinos hay, experiencias que en realidad él aún no conoce, y dijo sin ambigüedades: «Alimento una sincera y profunda esperanza de que pronto podremos unirnos». Recordó también que la Iglesia «anima a sus miembros a ser, al mismo tiempo, buenos cristianos y ciudadanos ejemplares, consagrados al bien común y al servicio de los demás y colaborando con su ayuda personal al progreso de su patria».

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Las cinco virtudes

Citó un refrán chino -«Entre los cuatro mares, todos los hombres son hermanos»-, para subrayar que Jesucristo ama a todos los pueblos, independientemente de su raza y cultura, de su condición social y política». Dijo además que todo buen católico debe practicar lo que los chinos llaman «las cinco virtudes principales», que son, según el Papa, «la caridad, la templanza, la justicia, la prudencia y la fidelidad», y que la Iglesia «desea respetar las tradiciones y los valores culturales de cada pueblo».

Al cuerpo diplomático, con quien el Papa se reunió inmediatamente después de haber recibido a los representantes de las comunidades chinas, le recordó los mismos conceptos de fondo del mensaje a los chinos, subrayando que la Iglesia no apoya ninguna política concreta, sino que «busca, junto con los otros, los caminos y los modelos que mejor sirvan para promover el desarrollo de la sociedad». Es también una de las veces en que el Papa afirma más claramente la libertad de conciencia de los católicos en sus opciones políticas. En su difícil encuentro con los menesterosos de las barracas de Tondo, el Papa les dijo que «nadie tiene un sentido tan agudo de la justicia como la gente pobre que sufre la injusticia». El Papa pudo ver sólo la fachada -y muy adobada en los últimos meses- del barrio de la miseria. El Papa llegó a esos pobres sin pompa, sin la carroza móvil que ha utilizado en sus salidas triunfales; lo hizo en autobús. Fue sin manto rojo y sin solideo, y fue muy poco aplaudido. En las callejuelas internas, que el Papa no vio, donde no se resistía del mal olor, se veían pegadas a las chabolas más fotografías de la esposa del presidente, Imelda Marcos, que del Papa. Y a la hora de la bendición aquella gente, de la cual el 405 muere de desnutrición, no supo hacer otra cosa que levantar en el aire todas las estatuas religiosas rosarios, medallas y estampitas que se habían traído de sus barracas como el mejor trofeo. Todo querían tocarIe. Sus palabras apenas las escucharon. Ni siquiera aplaudieron cuando el Papa, casi gritando cada palabra, les dijo «Aquí la Iglesia quiere predicar Evangelio de los pobres».

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