El teatro, un arte caro en vías de extinción
Análisis de las nuevas medidas de protección oficial
El pasado día 10 de enero, el Boletín Oficial del Estado publicó una orden ministerial firmada por el ministro de Cultura, Iñigo Cavero, por la que se regula el sistema de ayudas económicas a determedida, España se incorpora de alguna manera al conjunto de medida España se: incorpora de alguna manera al conjunto de prestación de recursos de protección al teatro que tienen la mayoría de los Estados, pero, dada la necesidad económica del arte teatral español y dadas las condiciones de aplicación de la propia orden, el teatro español puede «perfectamente» continuar el camino de su extinción, iniciado hace algunos años.
El teatro no siempre lo paga el público; cada vez menos. Es algo que forma parte de su historia: lo pagaron los señores de los castillos, o los reyes para sus cortes. Pagaban, evidentemente, el teatro que q uerían ver, o el teatro que querían que viese el pueblo. La época en que el teatro fue pagado por el público que lo presenciaba fue a partir del predominio de las revoluciones burguesas. Había un punto de sinceridad en aquellas sociedades que permitía que el teatro pudiera ser crítico para ellas. Schopenhauer empleaba ya esa metáfora -«no ir al teatro es como vestirse sin espejo»-, y la sociedad lo pagaba para eso. Fue, de todas formas, un teatro de clase; y cuando esa clase comenzó a esclerotizarse, a perder su carácter revolucionario (es decir, de cambio y revisión de sí misma), su teatro se desvirtuó Sheridam, en El crítico, comentaba ya que el teatro, «bien dirigido, debe ser una escuela de moral; pero hoy, me avergüenzo de decirlo, parece que la gente va para divertirse, pura y simplemente».
Esto se iba a acentuar en el siglo y medio siguiente; hasta que la burguesía comenzó a dejar de divertirse en un teatro, ya creado por moralistas de otra revolución. No le quiso entregar más su dinero. El teatro se encontró caro y sin público; sin una clase social que le comprendiera y lo sostuviera.
Cambió de dueño, como tantas otras cosas; la clase clominante dejó de ser la burguesía individualizada para convertirse en el Estado abstracto. El Estado comenzó a pagar el teatro con una parte de los impuestos que recatidaba. Se convirtió, y sigue siéndolo, en un intermediario. Entre la producción de teatro y el público que todavía necesita de él está el Estado. Se sabe que no se sabe lo que es el Estado; fuera de las aulas de derecho político, de los ensayistas y de los filósofos, que si parecen saberlo, en el puro terreno de la práctica, el Estado es una sucesión de funcionarios.
A veces tiene más influencia el hombre de la ventanilla que el ministro, ocupado en la alta política y en la lucha y permanencia por el poder. Parece que vivimos en un error al considerar al hombre moderno como víctima de lo impersonal, o de la máquina. y el computador sin rostro. Fue un error al que nos indujo Kafka: probablemente porque no se atrevió a designar con nombres y apellidos a los que consideraba como dueños de las vidas de los otros. Y que prolongamos hoy con el miedo a la deshumanización de la cibernética, de la microelectrónica.
Para muchas de las circunstancias de la vida contemporánea, el Estado es ese hombre. Sobre todo en países de política enormemente subjetiva, como España. La subjetivización, la personificación de la política, se hace mayor cuanto menor es el desarrollo -económico, cultural, político, democrático- de un país.
Desconfianza del teatro independiente
En España el Estado -con esta carga de subjetividad- está, ahora, pagando una gran parte del teatro. Sobre todo del que se llama teatro profesional, que es el que dejó abandonado -y seducido- la burguesía declinante. Es una desgracia que ya difícilmente va a poder ser superada, porque el otro teatro, el que se llamaba independiente, o vocacional, o de grupos, va entrando cada vez más en esta situación; y si no entra definitivamente es porque el Estado, y otras derivaciones del Estado que se presentan bajo distintas formas, desconfía notablemente de él.
El teatro se ha convertido en un arte caro con respecto a otro tipo de espectáculos que van cumpliendo su función de espejo, o de crítico, o simplemente de elemento de diversión. como son el cine y la televisión. Es una muestra más de lo que ocurre en otros terrenos de la producción: la artesanía -o lo hecho a mano, lo elaborado directamente por la mano del hombre sobre la materia- se encuentra en una enorme inferioridad de condiciones con respecto a lo industrial.
La protección al teatro, en España, acaba de organizarse mediante una orden (26 de diciembre de 1980. BOE del 10 de enero de 1981) en la que la aportación del Estado aparece con más modestia («carácter complementarlo a la realización de proyectos dignos de ayuda») de la que en realidad tiene, dada la necesidad económica del arte teatral. Todos los Estados tienen un conjunto de leves de protección al teatro. la normativa española aparece con una mayor carga de subjetividad, como corresponde a nuestro viejo sentido de la vida pública.
Hay, indudablemente, un sentido dirigista en toda la orden. Más dinero para los autores clásicos -entendiendo como clásicos no ejemplares, como se dice en las preceptivas, o de primera clase, según la etimología del vocablo, sino antiguos: hasta el siglo XIX, incluido-, menos para los dramaturgos actuales, un término medio para los noveles, algunas preferencias en el examen de los expedientes. Se entiende que la protección está en sentido inverso a la atracción del público por las obras: a menor interés, más dinero. Esto parte, sin duda, de la idea común de que la cultura es aburrida, pero necesaria.
El Estado, pues, desempeña su papel de intermediario haciendo que la producción teatral se incline a ciertas formas de supuesta cultura que el público no tiene mucho deseo de contemplar, pero a las que tendrá que acudir por el mero hecho de su existencia. Es un criterio museal. Con una diferencia: el público acude al museo a contemplar el pasado, pero acude al teatro a contemplar el presente.
Los principales problemas se presentan cuando estas valoraciones, ya subjetivas e inevitablemente dirigistas, se subjetivizan aún más. a pesar de que en el exordio de la orden se habla de datos objetivos. Concretamente, falta uno: el de la cantidad de dinero o el del número de subvenciones que el Estado se compromete a dar. Se sabe que, desgraciadamente, el dinero es poco y las solicitudes son muchas. Hace unos días, el director general de Música y Teatro recordaba que el dinero de que dispone para el teatro es solamente el que Francia asigna a la Opera de París. Mermado por la atención de los centros dramáticos. por la ayuda a la forma de teatro que no está incluido en esta orden -infantiles, independientes...- y por el que se llevan las autonomías, lo que queda es poco.
La orden no dice cuánto: daría la falsa impresión de que estas ayudas se entregarán a todos los que ofrezcan los datos objetivos incluidos en ella, lo cual es evidentemente imposible, porque todo el teatro profesional acudiría -quizá esté acudiendo ya- y no habría bastante para todos. Ha de intervenir, pues, la selección. Y, por tanto, lo subjetivo. El Estado-persona.
Censura moral
La primera separación se hace va en cuanto se dice que «en cualquier caso. las obras teatrales calificadas con el anagrama S quedarán excluidas de toda ayuda estatal». Convengamos en que si hoy hubiera un Henry Miller, un Lawrence o un Joyce español estaría fuera de la cultura y de la protección: por lo menos, hasta que pasaran cien años de su muerte. Dada la importancia que tiene hoy la ayuda económica al teatro, la falta de ayuda tiene una equivalencia con la censura. Hay, por tanto, un principio de censura moral.
Pero todo el texto está repleto de otras formas de selección subjetiva. «Se tendrán en cuenta», dice la orden. utilizando el siempre terrible «se», el «positivo interés cultural», la «suficiente garantía de calidad artística y técnica», la calidad de «grandes» de algunos autores o la de «reconocidos por la crítica y el público». Cuando se trate de obras sin estrenar. «se acompañará el texto completo en lengua castellana», por lo cual se entiende que si este texto no es considerado suficiente para cubrir la satisfacción de los que lo han de ayudar, no será aceptado.
Lo que permite esta orden es que la persona o, en el mejor de los casos, las personas encargadas de aplicarla disponen, a pesar de la escasez económica de su presupuesto, de un considerable poder: el de programar la mayor parte de las actividades teatrales españolas. Una vez más, el intermediario se convierte en dominante. Pierde el público una parte de su soberanía, la de elegir lo que quiere ver; lo pierde la profesión teatral, a pesar de que en el preámbulo se diga: «Respetando plenamente la libre iniciativa de la sociedad...». Una vez más, el lenguaje político -firmado en este caso por el ministro Iñigo Cavero- no responde a la realidad del contenido.
Naturalmente, la subjetividad de esta orden ministerial y su alcance no tiene por qué resultar peyorativa para la persona que prácticamente la ha inventado y que es quien la va a aplicar; y como el Estado es personal, tiene un nombre: Juan Antonio García Barquero, director ceneral de Música y Teatro. Dado este carácter de texto práctico, el análisis se puede hacer solamente sobre los resultados que ofrezca. Es duro aceptar que sea una sola persona la que decida la tendencia de programación del teatro español, la viabilidad de sus autores, compañías y empresas: resulta una inversión más del sentido de la democracia.
Autocracia de los directores generales
Pero el mal no se detiene aquí. ¿Quién sucederá a García Barquero? El carácter efímero de los directores generales de este gremio se ha comprobado en los últimos años, y no hay que pensar que mientras dure el estilo actual de Gobierno vaya a detenerse el acelerado consumo de directores generales y de ministros de Cultura. Estamos precisamente en el centro de una grave crisis ministerial que puede cambiarlo todo. Con esta orden en las manos, un director general de Teatro puede convertirse en un autócrata; puede cometer con impunidad los mayores errores; puede influir no sólo sobre el teatro, sino sobre la sociedad que, a su vez, pueda estar influida por el teatro, con unos criterios, políticos, morales o estéticos que podrían llegar al disparate.
Parece que la profesión teatral no se da bien cuenta del riesgo que está corriendo. Su ansiedad económica la mantiene mesmerizada por esta necesidad de ayudas. Se producen cazadores de subvenciones, dispuestos a vivir de ellas de espaldas al público, apoyados unos con habilidad en los articulados de la orden, otros, en su capacidad de influencia, persuasión o amistades. Se producen, también, mártires de las subvenciones que, alucinados por la ayuda, se meten en aventuras de las que después no pueden salir.
Es la profesión teatral la que debería tratar de reflexionar sobre sí misma y sobre su condición; sobre cómo han de administrarse las ayudas del Estado, y cómo no se debe aceptar lo que suponga alienación. Tratando, en primer lugar, de que la ayuda sirva para que el teatro deje de necesitar esa ayuda. Y, en todo caso, recuperando su iniciativa.
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