La tradición centralista
Como muchos intelectuales latinoamericanos, el historiador chileno Claudio Véliz tiene una vocación trashumante. La primera vez que le vi, hace veinte, años, trabajaba en Chatham House, en Londres, en un despacho al lado del de Arnolf Toynbee; después volvió a Santiago para fundar el Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile; más tarde le encontré en las afueras de Melbourne, dirigiendo el Departamento de Sociología de la Universidad de La Trobe, y el año pasado estuvo en Harvard. Ahora, creo, anda de nuevo en Inglaterra, país al que confesadamente admira y debe muchas cosas. El vivir tanto tiempo en otros mundos no ha enfriado su pasión por los asuntos de América Latina. Pero tal vez ha contribuido a darle una visión más hemisférica y menos local y fragmentaria de ésta y lo ha animado a intentar estudiarla como una unidad. Así lo ha hecho en el ambicioso y polémico libro que acaba de publicar: The centralist tradition of Latin American (1).El libro es ambicioso por su tesis y, por la variedad de campos en los que el profesor Véliz quiere probarla: economía, instituciones., vida política, religión, arte y arquitectura, historia y aun psicología. Es polémico por la naturaleza audaz de la tesis y porque las implicaciones de ésta contradicen muchas ideas sobre política y sociedad en América Latina, que son consideradas poco menos que como axiomas por buen número de estudiosos.
Según Véliz, existe en nuestros países, profundamente arraigada, una tradición centralista que ha sido el eje de su desenvolvimiento histórico y lo que ha impuesto un sello común a sus sociedades, por encima de sus múltiples diferencias. El centralismo es el denominador que comparten: él les ha dado ciertos rasgos similares que las distinguen nítidamente del resto del mundo. Civil o militar, siempre burocrático y legalístico, generado por un Estado ávido y ubicuo, cuyos tentáculos se deslizan en todos los dominios de la vida social, pero que, al mismo tiempo, suele ser tan flexible y plegadizo como para parecer invisible; el centralismo, según esta tesis, ha sido el principio ordenador de nuestra vida histórica y comunitaria, la sustancia que ha animado nuestras instituciones y leyes, la brújula de la vida económica. El ha normado por igual la creación cultural y la peripecia política.
Saliendo al paso de previsibles objeciones, el profesor Véliz se resiste a dar una definición escueta y rotunda de lo que entiende por centralismo, pues, explica, este fenómeno no es ni una ni otra cosa. Prefiere que su libro vaya, a lo largo de sus páginas, diseñando en toda su complejidad el sentido en el que emplea este concepto que, para él, es algo así como la especificidad latinoamericana, lo que nuestros países tienen de prototípico. Precisa, eso sí, que el centralismo que describe no es ideológico, sino una tradición pragmática, un estilo de organización que resulta más visible en la práctica que en la teoría, algo que fue resultando en razón de determinadas circunstancias históricas y sociales exteriores a América Latina y no por deliberada elección. La prueba de que el centralismo está desprovisto de ideología la da el hecho de que, con prescindencia de las intenciones de gobernantes y dirigentes, todas las grandes conmociones vividas por los países latinoamericanos en el siglo XX se han traducido -sin excepción- por el fortalecimiento de la estructura vertical del poder político, es decir, del centro. No hay duda que esto es cierto de la revolución mexicana de 1910, de la boliviana de 1952, de la cubana de 1958 y de la nicaragüense de 1979. Y, sin duda, se puede decir lo mismo de todos los regímenes autoritarios, surgidos de golpes de Estado, en el pasado y en el presente. La subestimación de lo ideológico como factor decisivo en la realidad histórica y social de América Latina es una de las originalidades de este ensayo y le da cierta atmósfera refrescante, en una esfera como la de las ciencias sociales, tan contaminada de ideologismo en la última década.
Tal vez el más osado ingrediente de esta tesis, sin embargo, no sea relegar la ideología al desván, sino la revaloración flagrante en que se funda de la influencia de España y Portugal en la constitución de nuestra fisonomía como países. Aunque desde una perspectiva distinta a la de los llamados hispanistas, el profesor Véliz sostiene, como lo hicieron aquéllos, que la herencia ibérica impregna esencialmente nuestra vida y costumbres y que Brasil e Hispanoamérica han deslindado a través de ella su personalidad. La argumentación más prolija, documentada y apasionada del libro (porque bajo el terso inglés de Claudio Véliz bulle una pasión dialéctica muy suramericana) está encaminada a demostrar que durante la conquista y la colonia se echaron las bases de un sistema centralista que la emancipación no alteró en absoluto; por el contrario, bajo toda la retórica de liberación del yugo colonialista de la época, desde el primer momento las flamantes repúblicas acentuaron y robustecieron sistemáticamente la tradición centralista inaugurada bajo el dominio hispánico y portugués, perfeccionándola hasta convertirla en su naturaleza, en un sentido casi ontológico.
En las páginas más seductoras e imaginativas de su ensayo, Claudio Véliz nos muestra a los intelectuales y a las clases dirigentes de los países latinoamericanos del siglo XIX fascinados por Francia, Inglaterra, Estados Unidos y, en el siglo XX, a los mismos intelectuales y a los ideólogos y dirigentes revolucionarios igualmente hechizados por modelos ideológicos venidos de aquellos mismos países (más .la URSS y China Popular) y, tratando, una y otra vez, de trasplantar al continente aquellas instituciones, partidos, doctrinas, tácticas, para alcanzar a través de ellas -es decir, a través del sistema federal norteamericano, o del liberalismo económico inglés, o del radicalismo positivista francés, o de la socialdemocracia europea, o la democracia cristiana alemana o italiana, o el socialismo soviético o chino-, la modernidad, el desarrollo económico, lajusticia social, y fracasando en cada intento. La razón principal de estos fracasos ha sido, para Véliz, la ceguera que esas elites sociales e intelectuales han mostrado para con las características del suelo histórico propio. Aquellas plantas que sembraban morían o nacían anquilosadas porque la tierra no era propia para ellas. Al mismo tiempo que esas minorías se empeñaban en calcar sus países sobre el modelo de París, Londres, Nueva York, Moscú o Pekín, la sociedad latinoamericana seguía desenvolviéndose dentro de ciertas pautas, fijadas siglos atrás (sin sospechar la longevidad que tendrían) por los conquistadores. Aunque tal vez haya que decir administradores en vez de conquistadores. Claudio Véliz simboliza el inicio del proceso de centralización institucional en el continente con la victoria del pacificador. La Gasca -funcionario obediente del centro político imperial- sobre Pizarro, el primero de una larga serie de empeños anticentralistas de nuestra historia.
Este proceso centralista tiene algo de ese carácter impersonal que atribuyen a los procesos históricos las concepciones ideológicas de la historia, y esto es, sin duda, algo contradictorio en un adversario del ideologismo, como es el autor. Pero Claudio Véliz no pretende dar a su tesis una forma rígida, fatídica, presentarla como un fenómeno histórico inevitable. Las cosas ocurrieron de este modo, en razón de una amalgama de circunstancias históricas, muchas de ellas accidentales (lo que indica que hubieran podido ocurrir de otra manera). El libro no pretende extraer de esto conclusiones generales aplicables a otros mundos. Se limita a defender esta convicción: que en la raíz del fracaso de todos los experimentos para modernizar y desarrollar América Latina está el error de considerar que estos países son una tabula rasa donde se puede iniciar desde cero la historia. No es así: son sociedades que han desarrollado un sistema propio y antiguo, poderoso, que costará mucho reemplazar.
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