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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El sueño americano

DENTRO DE una casi frugal economía de tiempo -media hora para toda una ceremonia histórica que en otros países hubiera supuesto un derroche verbal-, la inauguración del presidente Reagan acumuló ayer en palabras, símbolos e himnos toda una recuperación de glorias y fastos y un ambiente denso de nacionalismo y gloria. Formalmente sencillo, en un discurso de vocabulario simple y directo, el nuevo presidente recordó los viejos sueños -el american dream, que, en los últimos años, se había convertido en una pesadilla fragmentada, como la propia sociedad que sentía el fraude de las grandes esperanzas perdidas- y los viejos héroes; rememoró nombres de batallas de otros tiempos, citó una frase del conservadurismo imperial de Churchill, otra del liberalismo contenido en la ley y el orden de Warren, el diario de combate de un héroe menor que encerraba en una frase las razones por las cuales morían los hijos de América y habrán de seguir muriendo si no se preserva la paz.No vaciló en aludir a los cohetes nucleares más poderosos del mundo con un pie de frase perfectamente situado: «Aunque otros tuvieran mejores cohetes, no tendrían la libertad que defender con ellos ... ». Reagan hizo un breve retrato de una sociedad con grandes dificultades -el paro, las dificultades de la industria-, Para prometer que -reiterando la frase tantas veces dicha en su campaña- América iba a ponerse a trabajar... Dos cantores solitarios -un rubio con uniforme, medallas y rostro de la cepa blanco-americano-protestante, una negra con el nombre de Juanita y el deje profundo de los spirituals-, una banda de marines, un reverendo con los brazos abiertos, desplegada casulla y rostro de espléndida iluminación; unas primeras damas coloristas -el rosa y el azul-, con la tierna mirada de la pareja humana, y el apoyo de su mano a los prohombres que comenzaban su compromiso con la historia; unas manos alzadas sobre la Biblia y unos juramentos breves y claros. Un espectáculo condensado, directo, pero tan extenso que los satélites de comunicaciones lo estaban transmitiendo por la televisión a todo el mundo afín.

La política del acontecimiento no hay que buscarla tanto en lo que se ha dicho como en toda esta reunión de esplendor y símbolos; en el ambiente, bien creado, que trata de reanudar la historia salvando, como un simple bache, los malos años transcurridos. Caben pocas dudas -por la facilidad con que Reagart ascendió a la nominación y luego por el abrumador número de votos del 4 de noviembre- que una gran mayoría de Estados Unidos está comprendida en esta ceremonia que, más que de inauguración, como es su nombre oficial y tradicional, parecía de resurrección, de renovación, de intento de rejuvenecimiento. Un mito fáustico.

Sabemos que el pasado nunca vuelve y -con Calderón- que los sueños, sueños son. Podemos interpretar de esta ceremonia que se trata de inspirar el futuro sobre los viejos textos que ofrecían a los americanos la pursuit of happiness, recordada en el acto. Lo que podemos y debemo esperar, y no sólo por el bien de una nación que sigue encabezando el destino de Occidente, es que el presidente, sus asesores y quienes han sentido la exaltación de la ceremonia comprendan pronto el sentido de la realidad y de la medida, y que prefieran la grandeza concreta, y aún posible, de toda una humanidad a la que Estados Unidos ha deparado ya grandes servicios a la recuperación de un ideario de doscientos años atrás, propio para una nación que nacía y se liberaba al mismo tie mpo del imperio de los otros, pero quizá pequeño y antiguo con respecto a la noción actual de las supranacionalidades, con los límites y las servidumbres que se palpan.

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Lo natural, lo real, ha inspirado muchas veces los grandes nombres de la política de Estados Unidos, incluyendo aquellos que recordaba al señalar los monumentos que rodeaban el gran escenario del Capitolio: Jefferson, Washington, Lincoln y el Cementerio Nacional de Arlington, con sus viejos héroes. Algunos están allí porque ellos, o sus presidentes, ne supieron medir en el momento oportuno la distancia entre la realidad y el sueño.

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