Vigilar los interrogatorios
La lectura del informe de Amnistía plantea de forma rotunda el problema de la incomunicación de los detenidos como situación que propicia los malos tratos, junto con la falta de mecanismos de control que efectivamente vigilen la actuación policial.Amnistía Internacional considera que no puede haber justificación alguna para que la policía detenga a alguien durante diez días antes de llevarle a comparecer ante un juez, simplemente con objeto de permitir que la primera lleve a cabo una investigación. Es cierto que esta misma consideración la comparte mucha gente en este país. Pero las veces que se expone es con la boca pequeña y el fastidio de tener que afirmar cosas elementales que, por curiosa paradoja, no suelen producir otro efecto que desacreditar a quien las dice y situarle en la confluencia de todas las complicidades. Ha tenido que venir Amnistía, con su cortejo de prestigio, prudencia sajona y premios de la paz, para poner en letras de molde algo tan elemental, tan secretamente temido, tan cínicamente aceptado.
Al promulgarse la ley Antiterrorista, hace dos años, todos sus exegetas, con los colegios de abogados al frente, coincidieron en que la incomunicación de los detenidos dejaba a salvo el derecho de defensa y, por tanto, la asistencia de abogado en las dependencias policiales. El Ministerio del Interior se precipitó a cursar una circular interna a todas las autoridades policiales con una interpretación que decía justo lo contrario y que, naturalmente, es la que ha prevalecido.
Presencia testimonial de la asistencia letrada
Esa figura constitucional de la asistencia letrada al detenido habría sido concebida en nuestro país no como una asistencia técnica, sino como una presencia testimonial con función de vigilancia, ya que al abogado asistente no le es permitido intervenir durante los interrogatorios, sino sólo escuchar y guardarse para fuera sus letradurías. Este planteamiento encerraba dos grandes claudicaciones: por un lado se admitía la conveniencia de que la actuación de la policía en general, en su trato con los detenidos, fuera vigilada de alguna forma, y, por otro, se aceptaba la evidencia de que los jueces y fiscales, a los que corresponde legalmente esa vigilancia, no estaban por la labor. No se ha denunciado lo suficiente la tensión grave que semejante enfoque viene produciendo en las relaciones entre la policía y los abogados y el deterioro progresivo de la imagen del abogado, que, como reacción, se está propiciando desde instancias gubernativas. Pero lo más grave es la interpretación inevitable que, tal y como está enfocado ese derecho, habrá que hacer de su privación a los sospechosos de terrorismo, que no resulta ser entonces más que la supresión de un testigo molesto.
Al aprobarse en el Congreso el proyecto de la nueva ley de Seguridad hemos oído al portavoz de algún partido balbucir excusas, lanzar ceñudas advertencias contra torturas o abusos de cualquier índole y prometer todos los controles. Pero si esos controles no han servido hasta ahora para evitar que existan malos tratos, ¿cómo se puede esperar que, con las garantías que suprime la nueva ley,vayan a servir? El informe de Amnistía concluye su examen de la legislación española resumiendo que «se siente preocupada de que el proyecto de ley orgánica sobre la seguridad ciudadana, pendiente actualmente ante la legislatura, perpetuará e intensificará estos aspectos de la ley española que facilitan el mal trato de los detenidos».
Por otra parte, si no existe control efectivo de cómo se aplica la legislación antiterrorista, menos aún lo hay de en qué casos se aplica. De vez en cuando puede extrañar que Alfonso Sastre, por ejemplo, sufra ese tratamiento, o que se aplique a unos estudiantes que preparan un acto público en memoria de dos compañeros muertos por la policía. Pero sólo raras veces llega a saberse el sinnúmero de ocasiones en que esa legislación se utiliza para simples sospechosos de delitos comunes.
El control judicial
«Es, desde luego, cierto que tanto los fiscales como los jueces están autorizados legalmente a ejercer supervisión mientras las personas se hallan detenidas en una comisaría de policía. Sin embargo, se han mostrado de lo más reacios a servirse de estos poderes y ninguno de los entrevistados por los delegados de la misión había sido visitado nunca por un juez o un fiscal mientras se hallaban en una comisaría de policía ». El informe añade que en once casos los entrevistados por Amnistía, sobre cuyas torturas se extiende, habían presentado denuncias a las autoridades judiciales correspondientes, sin que se tomaran por éstas medidas efectivas o específicas contra la policía. Explica, por un lado, que la intervención del juez competente durante los primeros días de producirse una detención es meramente una formalidad, y en la práctica no ve nunca al detenido; por otro lado, en relación con el artículo 204 bis del Código Penal, que castiga el delito de tortura, reconoce que «no ha habido ninguna declaración de culpabilidad con arreglo a este artículo durante los dos años desde que se aprobó». Todo ello, analizado con pormenor, conduce el informe a su conclusión tercera, según la cual los jueces y fiscales no han tomado medidas efectivas ni emprendido los procesos correspondientes contra la policía por el mal trato o la tortura de personas detenidas.
Sin embargo, sería inexacto y equívoco querer cargar esta indiscutible inoperancia judicial frente a la policía a la cuenta de una también indiscutible ideología conservadora de la clase judicial. Es importante subrayar cómo aquellos jueces y fiscales -pocos o muchos- que han iniciado diligencias contra la policía han tropezado siempre con la barrera de la falta de medios para investigar y de la prepotencia policial, amparada tanto por sus jefes como por sus fueros especiales. El proverbial abandono en que se encuentra la Administración de Justicia, la soledad de los jueces de instrucción en medio de un océano de legajos, su tendencia natural a afincarse en las funciones más burocráticas de su misión de juzgar, prescindiendo tanto de lo que ha pasado el reo antes de comparecer ante su mesa como de lo que pasará luego en la cárcel, no son hechos fortuitos. Responden a una situación que se arrastra desde antiguo, amparada por una voluntad política interesada en que se mantenga e interesada en que la justicia penal funcione de una determinada forma en la que la policía tenga un papel predominante.
El parlamentario foral Fernando Sáez, en unas declaraciones hechas al ser puesto en libertad tras aplicársele la legislación antiterrorista (EL PAÍS, 31 de octubre de 1980), manifestó que era sencillo demostrar que en la Dirección de la Seguridad del Estado se tortura, «y cualquier juez puede comprobarlo dándose una vuelta por ese edificio». Es cierto que todos los abogados que tenemos que ir con frecuencia a las comisarías y jefaturas policiales nos hemos dejado llevar alguna vez por la imaginación y pensado con delectación en esa noche esperada en que un juez de guardia con ganas, milagrosamente libre de diligencias, se presentará de improviso en la Dirección de la Seguridad, acompañado del secretario, y empezará a abrir las puertas de los cuartitos de la Brigada Criminal (hoy llamada Judicial), examinará el estado de las investigaciones, bajará a los calabozos, observará la llegada de los detenidos en sus casas durante la madrugada, pedirá explicaciones del porqué de los días y las horas, de por qué hay tantos detenidos que, súbitamente arrepentidos de todos sus pecados, han confesado sin paliativos sus crímenes, estampando la firma al pie de unas hojas que pueden suponerles años de prisión. De momento, esa ocasión luminosa no ha llegado. La ciudad, durante la noche, se convierte en una continua escaramuza policial contra la delincuencia galopante, en la que se hacen redadas, se registran casas, se practican detenciones y se interroga durante oscuras horas a los acusados difíciles. Mientras tanto, y desde las dos de la tarde anterior hasta las diez de la mañana siguiente, el único juez disponible es el de guardia, que intenta dar abasto para poner su firma en todos los papeles que le pasan por delante. Algo parecido les ocurre a los demás jueces durante su estrecho horario de oficina: incapaces de escuchar personalmente a cuantas personas prestan declaración en sus juzgados, resulta gracioso pensar que alguna vez vayan a supervisar directamente los interrogatorios policiales. No cabe decir lo mismo de los fiscales, cuya virtualidad en el problema del control de la policía no ha sido suficientemente valorada. Ellos tienen el cometido legal de promover y supervisar los procedimientos penales. Las normas procesales establecen que los sumarios se formarán bajo la inspección directa del fiscal del tribunal competente. Por otro lado, también dicen que la policía será auxiliar del ministerio fiscal y deberá seguir sus instrucciones. Ahora que el proyecto de ley de seguridad acaba de ser aprobado, no está de más recordar todo esto, y sería muy oportuno establecer de forma explícita la obligatoriedad de que, en todos aquellos casos en que los detenidos no tengan asistencia de abogado durante sus declaraciones ante la policía, asista a las mismas en persona el fiscal correspondiente, el cual además podría desde un principio tener conocimiento de las investigaciones que se sigan.
es abogado.
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