El eterno retorno de Juanita Reina
Es más fácil que pase un camello por el ojo cencido de una aguja que algún mastuerzo de derechas comprenda la melonada inclusa en su rebuzno dirigido a Juanita Reina: « ¡Viva tú y viva Franco! ». Todo sansirolé de izquierdas engrasa en ese instante las muletas providenciales para seguir, erre que erre, cojeándo con buena conciencia por el rastrojo tan trillado de la cegata analogía entre canción española y franquismo. Bajo lo gualdo, lo rojo. Pero Juanita Reina -traje blanco, joyas, cabellos recogidos hacia atrás y reverencias mantecosas-arrancó un alarido de otra especie en cuanto apareció en el escenario internacional de la madrileña sala Windsor: « i La única! ».Aguda y necesaria como patrio palillo de dientes, la declaración de principios: «Traigo un ramo de coplas». El lamento suave: «¡Qué pocas vamos quedando! ». Y la réplica anónima: « ¡Hay que morirse contigo! ». Ella, entre caricias puntuales al aire ahumado, habla de amor y no de muerte: «Cuando llega el amor, / el mundo es una rosa. / Cuando llega el amor, / el mundo es todo azul. / Cuando llega el amor, / qué lindas son las cosas. / Cuando llega el amor, / se pierde la razón». Se estremece al doblarse hacia atrás, cuando cierra la mano derecha, en el suspiro de la moraleja: «Sólo el amor devuelve la razón ».
Suena a blasfemia su modestia: «Gracias. Haré todo lo posible por superarme». La insuperable se ha adentrado en una noche de tormenta. Allí, bajo los rayos justicieros, ella reparte carne de gallina al azorado público presente con sólo pronunciar a su manera: «Tu boca».
Al borde del infarto, una mujer solloza: « ¡Juana, por Dios! ».
Y ella, más refulgente que nunca, jurando cuando besa dos dedos que hacen cruz, mordiéndose los labios, prosigue el desatino de la noche: «Calla, por favor, calla. / No te metas en mi vida / ni te gastes más saliva / en llamarme la atención».
Juanita Reina parece conocer de instinto a Mayakovsky: «¡Que se acerque quien clavó tranquilamente su puñal y se alejó del cuerpo de su enemigo cantando! ». Mas su guerra es un crimen de ligera pasión: «Y lo mismo en Holanda / que en las Antillas / se declaran los novios por seguiriyas». Eso, querido Hermida, eso sí que es pasar. Con pena y gloria.
Juana, la loca del amor, no se conforma con las drogas blandas: «Me estoy volviendo dura / lo mismo que un diamante / para no razonar». El personal, en pie, perdiendo pie, besándole los pies, ulula «¡Reina! ¡Reina! ¡Reina!». Majestuosa, se nos va.
Pero vuelve vestida de negro: «De qué me sirven tus negros rizos ... » Emocionado, su mejor imitador, Miguel Velasco, abandona la sala de puntillas.
Caracolillo salta al ruedo
Permanece la mítica cantante para rememorar las puñaladas de flores y de sol. Para hurgar en lo oscuro: «Basura, / pobre basura, / tu corazón. / Baisura, / tu calentura / y el pulso de tu pasión». Para lanzar con su garganta de siglos la pregunta más célebre de su repertorio: «¿Pa qué quiero mi alegría / si se ha muerto Joselito?». Para acariciarse los pechos cuando paladea este verso: «Al pasar por los trigales ... ».
Para armar, en fin, la de Dios es Cristo cuando su esposo, Caracolillo de Cádiz, disfrazado dé espontáneo, salta al ruedo y se pone a bailarjunto a ella de modo magistral. La sala Windsor amenaza con venirse abajo. Pero esta mujer pasa del alboroto, con naturalidad extrema, al lento detallismo a lo Claude Simon: «Ni lo sabe mi brazo / ni mi pierna / ni el hilo de mi voz / ni mi cintura». Luego enciende y apaga las Cinco farolas: «Yo no escucho lo que dicen / las lenguas de vecindonas, / porque de sobra yo sé / por quién está su persona ... ». Ha de escuchar, empero, los aplausos y el piropo constante: « ¡Se cayó la Giralda cuando naciste tú! ».
No falta, para colmo de sorpresas, una canción testimonial en favor de los gitanos. Y ya llegan las generosas flores del jardín de Julián Reyzábal. Pero todos quieren más y más. Hay argumentos de peso: «Canta otra, madrina, que para venir a verte he firmado una letra ».
Envuelta en un silencio sagrado, la madrina interpreta El último minuto. Y otra más: precisamente, Madrina. Ahí chasquea la lengua con un arte del que tan sólo Brel pudo ser heredero. Agradece después tantos aplausos, tantos piropos, tantas ovaciones.
Y se va como vino: «Cantando, cantando, cantando». Majestuosamente.
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