El mensaje de los persas / 1
«Era costumbre de los antiguos persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su rey a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su soberano». Con estas palabras acogieron a Fernando VII los diputados disconformes con el liberalismo de las Cortes de Cádiz. Sabio consejo de quienes desde siempre habían ostentado el poder, de una u otra manera, con uno u otro régimen.El mismo consejo que tal vez no hubieran dado a quienes buscan hoy consolidar un régimen de libertades democráticas en España. Porque aquí no ha habido período persa. Esto y la pérdida del impulso reformador han configurado la situación política actual y agravado algunos de los problemas del país.
En 1975-1977 no hubo «período persa» porque no hubo ruptura. El «período persa» de la democracia habría sido un corto período de libertades previas en el que se hubieran expresado sin limitación las aspiraciones y los deseos del pueblo para desde ahí construir el edificio institucional y político del nuevo régimen. No fue así, porque el camino elegido fue el de la reforma y no el de la ruptura. Justo camino, sin duda, pero con su lógica y dinámica propias.
Elegido el camino de la reforma, el principal problema radicaba en encontrar el ritmo adecuado de la misma. Acelerarlo en exceso habría conducido al bloqueo de todo el proceso. Frenarlo nos ha conducido a la situación en que nos encontramos, mejor, sin duda, que la de hace dos años, cuando la Constitución fue aprobada, pero también lejos de las expectativas que generó la llegada de la democracia.
Es, pues, un problema de ritmo en la transformación de nuestra sociedad. Y aun cuando el balance global es positivo, las transformaciones han sido a menudo más jurídicas que sociales. Construir una democracia no es sólo asunto de juristas, por cuanto que lo importante en definitiva es que las nuevas reglas calen en la sociedad, que ésta se transforme en profundidad asumiéndolas y desarrollándolas a su manera.
«Hay que remediar los efectos del despotismo ministerial, corregir los defectos de la Administración de justicia, arreglo igual de contribuciones para los vasallos, libertad y seguridad de las personas, cumplimiento de las leyes dictadas por los reyes con las Cortes ... » Estas palabras, escritas en 1814 en el manifiesto antes citado, adquieren hoy una resonancia especial. Recordemos que el tiempo histórico en el que se escribieron estuvo marcado por el tránsito hacia un sistema autoritario.
Es, pues, necesario reabrir el tiempo de las reformas, único antídoto contra el período de los cinco días de los antiguos persas. Más aún en un momento en el que las incertidumbres se han acumulado sobre las sociedades occidentales, y no sólo sobre la nuestra fluir del inmovilismo, olvidar esa constante llamada del pasado que permanece entre nosotros, romper una y otra vez en lo pequeño para que nuestra sociedad se modernice y, asuma lo grande. Sólo así podrán calar en la sociedad y en los comportamientos las reglas de un sistema democrático de libertades.
Abrir el tiempo de reformas implica necesariamente avanzar en tres caminos fundamentales: el de la vida cotidiana, el económico y el político. En estos terrenos es preciso reanudar la marcha hacia una sociedad más abierta, más tolerante y más justa, que permita a los ciudadanos participar decisivamente en la construcción de la misma.
Facilitar la vida cotidiana
De nada serviría abrir el tiempo de reformas si de alguna manera éstas no modificasen la vida de los ciudadanos haciéndola más simple, más agradable, más humana. Facilitar la vida cotidiana ha de ser un tema esencial en la política de los próximos meses, de los próximos años.
Facilitar la vida es mejorar sustancialmente la administración de justicia. El ciudadano debe poder vivir con la tranquilidad de que si sus derechos son lesionados será repuesto en ellos con prontitud y eficacia. El juzgado debe dejar de ser una institución lejana e incierta y acercarse al ciudadano. Simplificar el procedimiento judicial, redistribuir los efectivos en función de la población, descargar a los jueces de aquellas funciones que pueden ser asumidas directamente por la sociedad, revisar los códigos para aligerarlos, todo ello permitiría restablecer esa relación humana que debe unir al juez con las partes para que el proceso encuentre de nuevo su función primitiva de búsqueda de la verdad y establecimiento objetivo de los hechos. Mejorar las condiciones en que se administra la justicia es facilitar la vida de los ciudadanos.
Permitir la libre elección del médico por los afiliados a la Seguridád Social. En otros países se puede elegir médico entre los que voluntariamente han suscrito un convenio con la Seguridad Social, la cual reembolsa el precio de la visita a los afiliados a la misma. Este procedimiento tiene la incomparable ventaja de favorecer una relación humana entre el enfermo y su médico, que no le ha sido impuesto, sino que él ha elegido libremente. Conferir un rostro humano a la relación médico-enfermo es hacer una sociedad más humana y más libre.
Es urgente, pues, humanizar estas dos relaciones fundamentales en cualquier sociedad, cualquiera que sea su grado de desarrollo. Humanizar la justicia y la enfermedad es hacer una sociedad más liberal, más tolerante, más humana.
Acelerar la legislación sobre el divorcio. La inmensa mayoría de las familias permanecen unidas en matrimonios estables. ¿En nombre de qué principio es posible condenar a quienes sufren el desgarro de una unión desafortunada al amargo trámite de la culpabilidad en el proceso de separación, o, peor aún, a la imposible vida común? El proyecto de ley aprobado en la Comisión de Justicia de las Cortes constituye un avance positivo, y como tal hemos de saludarlo. La tolerancia es aquí el primer principio. Una sociedad es libre si goza de libertad el último de sus miembros, porque la libertad se mide en la frontera de la disidencia, y no en el núcleo central del consenso. Una sociedad es libre si no impide a sus miembros menos afortunados intentar de nuevo su felicidad, o, al menos, su sosiego. Acelerar la legislación sobre el divorcio es hacer una sociedad más tolerante, convivir con la diferencia, aceptarla e integrarla en un colectivo humanamente más rico.
Liberalizar la televisión. No introducir reformas liberales en la misma -¡Ojalá!-, sino, sencillamente, permitir la libre implantación de emisoras de televisión. Con las debidas cautelas. La dimensión de la actual televisión la hace ingobernable por mucho que lo intenten sus actuales gestores. Y no es añadiendo comisiones y órgano de control, burocratizando más aún, como se resolverá el problema. Y, sin embargo, los ciudadano tienen pleno derecho a elegir y juzgar. Aumentar la diversidad de la oferta, ampliar el horizonte, oí otras voces, otros enfoques, otro problemas. Abrir otras ventana por las que los ciudadanos pueda juzgar su propia realidad y la de los demás. Liberar la televisión es liberar la imagen y, por ello mismo ensanchar las fronteras del espíritu.
Simplificar la administración hacer que ésta sea controlable. Desde simplificar formularios trámites y adaptar los horario para mayor comodidad de los ciudadanos, hasta la aplicación efectiva del principio del servicio público. Suprimir rutinas innecesarias permitiría prestar nuevos necesarios servicios sin aumentar el gasto público, y daría un nuevo sentido a la función pública. Suprimir la arbitrariedad y dar armas reales al ciudadano para combatirla, generaría un nuevo clima entrla administración y los administrados. La vida sería más sencilla.
Aliviar los problemas de una minoría que sufre, hacer más sencilla la vida diaria de los ciudadanos. No se trata de reformas abstractas; se trata de modificaciones concretas, realizables si se moviliza la voluntad política para llevarlas a cabo. No chocan con las limitaciones impuestas por el bajo crecimiento. Pero facilitaría considerablemente la vida cotidiana y los ciudadanos tendrían más razones para creer en la democracia.
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