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La hoja de parra

Sin ningún ánimo de estadística, pero con una sensibilidad que ni siquiera hace falta que esté a flor de piel, invito al curioso lector a adivinar, por el acento, la nacionalidad de una buena parte de los vendedores ambulantes que los pasados días navideños proliferaron por muchas grandes ciudades españolas o, al menos, por Madrid. Acentos rioplatenses, de Argentina y de Uruguay, de Chile, de Bolivia. Venden, o más bien ofrecen al viandante, todo tipo de minúsculos y absurdos objetos, e incluso disfraces de superman. No invito, sin embargo, a ningún español a mirar directamente a los ojos de muchas de esas gentes. En ellos, ni siquiera hay ya reproches: sólo soledad, desesperanza e incomprensión. Podía haber también odio; pero no lo hay. España tenía una gigantesca deuda histórica que saldar con ellos. Se ha preferido «hacer la vista gorda» y mirar para otra parte. No hay trabajo para los de casa, se dice, ¿cómo ocuparse de los de fuera? Los españoles de hoy día no sabemos ni compartir la pobreza. La democracia ha dado con el exilio latinoamericano una de las más contundentes pruebas de su raquítica estatura.Naturalmente, siempre hay una hoja de parra de la que echar mano: la insolidaridad, la falta de una mínima memoria histórica, el más elemental olvido de ciertas obligaciones inexcusables, se ha cubiertos estos días con la concesión de tres premios intelectuales de relumbrón a tres eminentes escritores latinoamericanos, uruguayos por más señas. Antonio Larreta, premio Planeta; Juan Carlos Onetti, premio Cervantes, y Carlos M. Rama, premio de Cultura Hispánica. Ganados, obvio resulta decirlo, en lícita y leal competencia con escritores españoles. Pero estos premios no pueden cubrir ninguna de nuestras vergüenzas. Podría decirse más bien todo lo contrario y volverse como un acta acusatoria, ya que, en el fondo, sólo prueban precisamente una de las cosas que precisamente más se niega: la indiscutible categoría profesional y humana de muchos de nuestros poco apreciados huéspedes. Larreta, Onetti y Rama son sólo tres hombres cuyos merecimientos han sido reconocidos y premiados con sendos gordos loterísticos. Pero es la distribución de la pedrea lo que, desdichadamente, define la actitud moral de una sociedad (no sólo el Gobierno, no sólo los partidos políticos) frente a un problema que nunca debió serlo. Salvo a la hora de buscar soluciones y arbitrar modos de acogida.

A estas alturas resulta cuando menos de mal gusto hablar de un estatuto convincente del refugiado político. Se pidió en el diluvio legislativo que nos anega, en espera de tiempos mejores, que no hace falta ser pitoniso para saber que nunca vendrán. Dos años después de la proclamación de la Constitución, sus señorías no han tenido tiempo de desarrollar su texto en la parte que, hay que recordarlo, habla expresamente de la acogida al exiliado político. Tampoco viene mal recordar que alguna de las pocas veces que se ha hablado de este tema en el Parlamento no ha sido, por parte oficial, con palabras de comprensión y aliento. Y, vergüenza da referirse a ello, han sido frecuentes las alusiones a unos supuestos altos índices de delincuencia común entre la colonia de refugiados. Con olvido, claro está, de otras estadísticas, tales como los índices de paro, de atención médica, de condiciones de vivienda, etcétera. Para redondear el panorama, tampoco puede decirse que la Prensa, en general, haya desentonado de esta sinfonía de activa insolidaridad, y así, de cuando en cuando y como el que no quiere la cosa, pueden leerse a menudo titulares tales como «banda de atracadores latinoamericanos desarticulada», o «estafadores argentinos descubiertos por la policía», como si la nacionalidad fuese un agravante del delito. ¿Se imagina alguien un titular de las mismas características diciendo que el atracador era de Zamora o de Huelva? Y es que un cierto, y no tan impalpable, tufillo racista no es difícil de detectar en bastantes comportamientos en relación con la presencia entre nosotros de quienes merecerían, nobleza obliga, o debería obligar, un tratamiento, cuando menos, de respeto y comprensión. De otros silencios, mejor no hablar. Como, por ejemplo, el de las centrales sindicales que pasan sobre el tema como sobre ascuas y con alguna que otra actitud concreta, compatibilizada además con actos de solidaridad con los oprimidos por las dictaduras, pero, eso sí, dentro de sus fronteras (así se intenta lavar la posible mala conciencia), que lo menos que provocan es el sonrojo.

Puede aducirse que algo se ha hecho en los últimos tiempos para paliar una situación insostenible. Se han agilizado los trámites para conseguir los permisos de residencia y el Gobierno español ha firmado el convenio europeo de los derechos del exiliado político. Reconozcamos también que algunos países con tradición democrática tampoco están haciendo demasiado y que crecen las dificultades (la crisis generalizada es el pretexto) para una efectiva solidaridad económica intemacional a las naciones que, como es el caso de España, y por obvias razones de índole idiomática y cultural, reciben un mayor contingente de exiliados latinoamericanos. Funciona también en España, y bastante bien por cierto, un Comisariado de las Naciones Unidas. Y, por último, existen algunas beneméritas y voluntariosas asociaciones privadas que hacen lo que pueden contra viento y marea y luchando denodadamente contra la indiferencia social, la culpable pasividad (que a veces no lo es tanto en un sentido negativo) guIbernamental y el absentismo de la izquierda establecida, cuyo desagradecimiento y pérdida de memoria resultan moralmente escandalosas. Digamos también que se consiguió parar el abracadabrante decreto que hubiera negado el acceso a la docencia universitaria a los latinoamericanos. Pero todo ello en su conjunto apenas supone una gota de agua frenta a otro tipo de carencias y responsabilidades de las que no es la menor el que a estas alturas ni siquiera se posean estadísticas y estudios sociológicos fiables sobre el número y la situación de los exiliados políticos en España. Aquí este río sólo suena cuando desde la Dirección General de Seguridad se nos regalan algunos datos de residentes..., o de delincuentes. Cifras que rápidamente son aprovechadas para sacar concIusiones generalizadoras, y, normalmente, de claro matiz distorsionador.

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De modo que así estamos. Premiando con estricta justicia a los mejores y con la voluntad encubierta de que esto sirva de tapaderita o de hoja de parra a nuestras vergüenzas. Ojalá no se caiga en la trampa. La democracia española tiene una deuda con miles de hombres y de mujeres que no se salda con ningún premio. Estatuto del refugiado político, ya. Sería el primer paso de otros muchos. La solidaridad no se exhibe en los escaparates, sino en actitudes que prueben que este país y este régimen, nacido de las urnas, no está bajo el pecado histórico del desagradecimiento. Quien no es agradecido no es bien nacido, dice el, en este caso, sabio refranero popular. Y sería duro, pero desdichadamente exacto, tener que reconocer que tiene en los españoles su más rigurosa aplicación.

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