La infame turba
Los periodistas suelen tener, si no mala Prensa, por aquello de que nadie tira piedras contra su propio tejado, al menos un pésimo ambiente entre quienes se convierten, necesaria o voluntariamente, en la materia prima para la información y la crítica de los diarios, revistas y radios. Cuando se acusa a los periodistas de fatuos, irresponsables, arrogantes, improvisadores, ignorantes e impertinentes, lo que en realidad se les viene a reprochar es el pecado original de ejercer una profesión que, por definición, fuerza a pronunciarse sobre lo divino y lo humano en el cortísimo plazo de tiempo que transcurre entre la noticia de un acontecimiento y el cierre de una edición.Que estas críticas las formulen los especialistas en un campo determinado, sea la física atómica o la cultura islámica, no tiene más reparo posible que la notable crueldad que supone pedir la sabiduría de un experto a un lego que, obligadamente ha de informar o tiene que opinar a bote pronto sobre algo que acaba de ocurrir. Pero cuando el torrente de imprecaciones surge a borbotones de los manantiales políticos, cabe sospechar que lo que mueve al desprecio no son las justificadas -aunque injustas- razones de un conocedor a quien irrita ver tratado ligera o inexactamente un asunto al que ha dedicado buena parte de su vida, sino pulsiones más relacionadas con la pasión que con la sabiduría.
No parece que todos los periodistas estén de acuerdo en transformar su profesión en uno de esos oficios que se proponen defender sus privilegios y abrillantar su imagen mediante artilugios y consignas gremialistas. No se trata sólo de las vigorosas resistencias a aceptar el cierre de la actividad periodística a todos aquellos que no dispongan del carné de las antiguas escuelas de periodismo, que no obtengan -a partir de ahora- el título de licenciados en la facultad de Ciencias de la Información o que no se acojan a la ley de amnistía promulgada por Luis María Ansón con la ayuda de las centrales sindicales. También se producen otros rechazos a una concepción sacramental y mitómana de la Prensa como ciudadela corporativa. Si bien siguen existiendo periodistas que se toman en serio la purpurina del cuarto poder, entendido en ocasiones como el atajo más corto para revestirse con la gratificadora púrpura del verdadero poder, no faltan quienes rompen con desenfado el juramento hipocrático de esos profesionales de la Prensa que se ven a sí mismos como profetas de ideas, salvadores de pueblos o médicos de almas. Porque la defensa de la libertad de expresión, que interesa a todos los periodistas, no es un asunto gremial, sino ciudadano, de forma tal que concierne lo mismo a un reportero que a un biólogo.
Hace un año, Jorge Martínez Reverte publicó una divertida novela, Demasiado para Gálvez, que narra las desventuras de un reportero que aspira a desempeñar el papel de Bogart y se queda en el modesto nivel del actor secundario que recibe todas las bofetadas. Ahora, acaba de ser editado un relato, a caballo entre la ficción y el reportaje, en el que Manuel Leguineche no sólo cuenta el golpe de Estado que derrocó a Macías, sino también las andanzas de La Tribu, esto es, la turba de enviados especiales que se precipitaron sobre Guinea Ecuatorial en agosto de 1979 para cubrir la información sobre el terreno. Con independencia de que las dos novelas resulten bastante más interesantes, veraces y entretenidas que otros productos que llevan ese mismo nombre, lo más significativo es que sean dos periodistas, con experiencia de su oficio y con la firme decisión de seguir ejerciéndolo, quienes realicen el strip tease de su profesión, sin que a ninguno de sus colegas se les ocurra otra cosa que aplaudir desde la platea y reírse de unos personajes en los que se reconocen y con los que se identifican.
La novela de Manuel Leguineche se enriquece con la gracia y la fuerza de los retratos de la infame turba, desde el reportero sensacionalista que te » rmina por convertir en inverosímil todo lo que escribe -«es de los que se encuentran al Papa haciendo manitas con Claudia Cardinale en un bar de Vía Veneto, lo cuenta en la revista, y los lectores pasan de página»- hasta el periodista neurotizado por su oficio y abrumado por su responsabilidad: «Un día te piden que hables del eurocomunismo, y al día siguiente, de filatelia, del Concilio de Nicea o de la producción agrícola de Mongolia Exterior. Somos de uso tópico y amplio espectro, como los antibióticos». Pero La Tribu no es un ejercicio de auto flagelación, sino un relato que utiliza el distanciamiento, la ironía y el humor para fotografiar a quienes ostentan ese poder vicario que es la información y la opinión, y para mostrar que los periodistas pueden también dirigir contra sí mismos esas miradas llenas de impertinencia, falta de respeto y desmitificación que tanto irritan la delicada epidermis de los susceptibles ciudadanos que integran nuestra vida pública.
En esa perspectiva, algo tendrían que aprender nuestros políticos de la bien humorada y algo salvaje autocrítica realizada por Manuel Leguineche y por Jorge Martínez Reverte en sus novelas. Seguramente a todos nos iría mejor si se tomaran a sí mismos menos en serio y dejaran de lamentarse de que los periodistas son incapaces de entender la altura de sus miras, de admirar su talla de estadistas y de respetar la grandeza de su tarea. Cuando los profesionales de la política regañan a los informadores y columnistas por chistosos, locuaces o alborotadores, recuerdan vagamente a esos clowns de gorro puntiagudo, traje plateado, cara enharinada y ceja enarcada que se empeñan pacientemente en hacer razonar al payaso de grandes zapatones y nariz roja, pese a que éste suele mostrar al final más sentido común y mejor entendimiento que su compañero.
Las razones de la intolerancia de los políticos hacia los periodistas y de su irritación creciente ante las críticas son, ciertamente, difíciles de analizar. Hay, sin duda, un síndrome de abstinencia, parecido al de las toxicomanías, que produce descompensaciones cuando los elogios dejan paso a las censuras o, más simplemente, cuando el político que estuvo en auge deja de aparecer con la deseada frecuencia en los titulares. También cuenta probablemente la indignación que produce a los políticos comprobar que la noble imagen que arrojan los espejos de la adulación partidista no coincide siempre con la que reflejan las columnas de la Prensa.
Pero estas explicaciones psicológicas se enmarcan en un sistema de ideas seguramente más eficaz para comprender el fenómeno de la deteriorada relación entre políticos y periodistas. Se trata, en suma, de la voluntad de los profesionales del poder de reducir la vida pública a las instituciones, incluyendo en éstas a los aparatos de los partidos, y de considerar que las informaciones proporcionadas y las opiniones expresadas desde puntos de vista exteriores al recinto institucional son un condenable intrusismo. La tendencia a convertir el capricho y la arbitrariedad en el padre y la madre de las críticas formuladas fuera del sistema institucional no es sólo fruto del desconcierto que suscita en los políticos la imprevisibilidad de las tomas de posición y de las actitudes de la Prensa, sino la prueba de su incapacidad para entender que la vida pública en un sistema democrático no se circunscribe a profesionales del poder, sino que incluye también a otros muchos centros de valoración y opinión.
Esa actitud de recelo fabrica, por lo demás, sus propias interpretaciones del desencuentro entre los políticos y la Prensa, que convierten en únicos culpables a los periodistas. Las explicaciones se escalonan desde la más borde y zafia, que transforma a todos los periodistas en chorizos a sueldo del adversario cuando sus informaciones u opiniones les resultan molestas, hasta la más fatalista, que generaliza la pobreza de la clase política española al país entero. Si la primera explicación es una necia infamia, la última es una invitación -en el anverso- a la exculpación colectiva y -en el reverso- a la resignación masoquista. Quizá sería posible establecer la línea media de logros actualmente posibles en nuestro país y, a partir de ella, valorar qué actividades y comportamientos se sitúan por encima o por debajo de esa imaginaria raya. Si esa línea fuera, pongamos, la Renfe, muchos dudarían en colocar a una gran parte de nuestra clase política por encima de nuestra red de ferrocarriles.
Tal vez los profesionales del poder, pedagogos oficiales dei la vida ciudadana, debieran educarse previamente a sí mismos y, renunciando a la coartada de de nuestra sociedad no da para más en ningún terreno, realizar un examen de conciencia de sus propios, intransmisibles y peculiares defectos. Algo así como lo que Manuel Leguineche y Jorge Martínez Reverte han hecho sobre su profesión, empleando, eso sí, el humor, el sentido del ridículo y el realismo para contemplarse en el espejo que esos dos periodistas han utilizado en sus novelas.
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