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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Ni humanismo ni terror / 2

Dejábamos planteadas en el anterior artículo unas preguntas acerca de la definición del terrorismo y concretamente de lo que se conoce -sin saber bien qué es lo que se conoce- por «terrorismo individual». Sea como sea, algo es muy claro aunque no lo parezca: que lo que se llama terrorismo en nuestros días no es ni más ni menos que una forma particular de la guerra, y que no es preciso ni justo adoptar ante este fenómeno aires distintos a los que se adoptan cuando de otro tipo de guerras se trata, si bien pueden encontrarse y establecerse muchas diferencias formales entre lo que es una guerra convencional y lo que es una guerrilla urbana o rural, etcétera.En cualquiera de los casos, sin embargo, se trata de matar al enemigo -así como suena: de matar al enemigo- para debilitar sus fuerzas y canunar hacia la victoria, y de esto se ocupan los ejércitos cristianos igual que los musulmanes, los marxistas u otros. Imagino que la filosofía de los militares «humanistas» y «cristianos» se basará en algo parecido a lo que Sóren Kierkegaard llamaba «suspensión teleológica de la moral»: es decir, que se, mata -suspendiendo temporalmente las garantías que parece otorgar el quinto mandamiento de la ley de Dios- en función de una causa superior. Esto es justamente lo que piensa también el guerrero no convencional: el guerrillero, el cual no suele hacer gestos de hipócrita sorpresa o de escándalo cuando lo matan. El hecho de que lo maten no le parece un «acto terrorista»; le parecen actos terroristas la tortura o el bombardeo de poblaciones civiles, por ejemplo, prácticas muy habituales en la defensa de las libertades democráticas, y no digamos cuando de la defensa del fascismo desnudo se trata: en este sentido pueden mezclarse, sin que se produzca mayor confusión, Guernica, Hiroshima, Vietnam o las humanistas promesas que encierra la bomba de neutrones, por ejemplo.

Es, pues, cuanto menos curioso que en una sociedad carnicera como lo es todavía -¿y hasta cuándo lo será?- la sociedad humana, se estremezca, de esa manera, la sensibilidad de ciertas gentes que parecen ajenas a este carácter violento y carnicero de la vida en que viven, hasta el punto de responder a la gota de sangre -gota en comparación con los océanos de lo mismo o las escabechinas de napalm que forman parte de nuestra existencia- que brota de un pinchazo que nos hacen en un dedo, como si de un derramamiento insólito de sangre se tratara: como si la sangre fuera un fenómeno inusitado, insólito, cuando tanto forma parte de lo que se usa, de lo que se suele, en este mundo de guerras en el que la paz sólo es una máscara de la opresión en la mayor parte de los lugares de este mundo. A este desvelamiento -o a esta revelación, si se quiere decir así- hemos de proceder, creo yo, los de oficio intelectual; y si no lo hacemos, maldita sea mil veces nuestra existencia, digo yo. ¿Pues a tanta degradación ha podido caer el oficio intelectual que, en su mayor parte, se haya puesto al servicio del establecimiento definitivo -así se puede entender, por ejemplo, lo de la «consolidación» de la democracia suarista- de la injusticia en el mundo? De acuerdo en que sea considerado como imposible cambiar, en las actuales circunstancias, el mundo; pero de ello a contribuir a la consolidación de este mundo va un largo trecho que algunos pueblos, entre ellos el vasco, no parecen dispuestos a recorrer, al menos voluntariamente. Nos queda, por lo menos, estar en contra de esta consolidáción. Torpedearla lo más y lo mejor posible parece la tarea propia de un humanismo bien entendido; por lo menos, eso. Subrayo lo de «por lo menos, eso», para señalar que lo menos que se puede hacer es eso: situarse en una trinchera «testimonial» (los pragmáticos se sonríen ante esta expresión con su habitual cursilería suficiente; pero la historia está llena de «testimonios» que luego se convierten, y no por arte de magia, en historia). Y cuando digo «por lo menos» quiero decir que también se pueden hacer otras cosas que las puramente «testimoniales»: por ejemplo, organizarse para las grandes luchas que se avecinan (como siempre; no es cosa de ahora) en el mundo; cuya historia no ha terminado, sin embargo, por rnucho que así nos quieran hacer creer quienes están interesados en que, definitinamente, nada cambie: para ellos todo lo que tenía que cambiar ha cambiado ya -adiós a las ilusiones revolucionarias!, ipero cómo!, ¿todavía hay gentes tan camp que sueñan con la revolución?, ¡la revolución, el tango y otras nostalgias!-, si es que algo ha cambiado alguna vez. De modo insidioso se ha difundido así la consigna de obedecer, ya sea con las formas propias de la obediencia -la derecha desnuda- o con las de la rebelión («obedecer con las formas de la rebelión», Adorno).

¿Quedamos, pues, en que la guerra (en su forma convencional o en otras, guerilla, «terrorismo», etcétera) comporta, cuando son seres morales quienes la practican, una cierta «suspensión teleológica» de la moral? ¿O cuál es si no la filosofía del guerrero cristiano, cuál es la filosofía de los ministerios cristianos de la guerra, o, si se quiere, de la defensa nacional? Evidentemente es la que reside en el postulado de que la guerra es justa en determinadas circunstancias. También esta suspensión teleológica de la moral se da en la aplicación de la pena de muerte, cuya restauración es ahora reclamada, según leo, por líderes cristianos como don Manuel Fraga Iribarne, que algo sabe de eso, tanto en el orden formal (ejecución de Julián Grimau) (*) como en el ejercicio callejero -«Ia calle es mía»- del «monopolio de la violencia»: aIguna sangre ha sido de esta manera derramada como respuesta a manifestaciones pacíficas, producidas por causas indudablemente justas desde los postulados del más sencillo humanismo.

Ir a las cosas mismas

Es duro que el establecimiento de los hechos, independientemente de las posiciones que luego se adopten ante ellos, sea todavía una tarea no sólo peligrosa, sino prácticamente imposible; es duro que una tarea así se convierta cada vez más en un trabajo solitario y hasta maldito. Parece como si en España, con algunas dignas excepciones, se hubiera aceptado la necesidad de una «suspensión» de la justicia como necesidad, a favor del orden público, que se habría erigido en el valor supremo («prefiero la injusticia al desorden» es una cita ilustre y humanista, de modo que es posible mantenerse en esa posición sin avergonzarse demasiado). Se trataría, pues, sencillamente, de decir las cosas como son, de ir «a las cosas mismas» (por citar el famoso y siempre recordable postulado de Husserl) y de plantear la guerra dialéctica en esos términos y no en los del disimulo y la mentira. ¿Tan podridos estamos para que esto no sea posible ahora? ¿Y no es algo detestable que la derecha, experta en estas mistificaciones, se encuentre ahora arropada y guardaespaldada por la izquierda intelectual? Pulsada la tecla «terrorismo», oigamos las respuestas programadas en los laboratorios de la derecha, pero pronunciadas por cualquier escritor o periodista de la intelligentsia española, o vasca, como en el caso de un triste documento que 33 intelectuales y artistas vascos publicaron no hace mucho: un documento impregnado de mentira, pues sus signatarios, que dicen estar contra la violencia, «venga de donde venga», nunca dejan oír su voz contra la violencia fascista: ante esa sagrada violencia guardan un respetuoso silencio. Y no digo nada contra el hecho de aue ellos estén contra la violencia revolucionaria -ésta es una posición aceptable-, sino contra la mentira, contra la simulación: «Contra toda violencia, venga de donde venga». Señores 33: cuando escriban una carta contra la tortura, contra las detenciones arbitrarias y otros mil males que sufre el pueblo vasco, yo aceptaré de muy buen grado que ustedes rechacen las acciones de ETA; mientras tanto, no. Mientras tanto, no pasan ustedes de ser unos tristes farsantes en la comparsa del ministro Rosón. Por ejemplo: digan ustedes algo sobre el vergonzoso episodio de Hendaya y la frontera de Irún. ¿No clama al cielo una cosa así? Para ustedes, por lo que parece, sólo clama al cielo la violencia que procede del otro campo; eso no está bien; eso no está ni medio bien. Es politiquería de la peor especie. Es lo contrario del humanismo que pretenden predicar.

El problema de la violencia en Euskalherria es algo que hay que considerar, en la medida de lo posible, con la cabeza fría y con la mayor prudencia de que seamos capaces. Si ahora he tomado la pluma, después de muy largo silencio en Madrid, es precisamente porque estoy muy seriamente dolorido por esta tragedia y porque el hecho de vivir en este país me procura unos datos quizá inasequibles para quien no vive en él o para quienes, viviendo en él, están intoxicados de politiquería y, en definitiva, aislados del medio en el que creen vivir: la población vasca, los vascos como pueblo; pues hay quienes, teniendo catorce apellidos vascos, todavía no han caído en la cuenta ni siquiera de que son vascos, mientras que otros -como yo, que soy un semita salmantino-murciano- he tenido bastante con tres años de vivir aquí para caer en la cuenta de algunas cosas.

Y la verdad es que este problema, todo este dolor, no se resuelve more franquista: llamando asesinos a los comandos de ETA o hablando de conjuras o contubernios. Es preciso tener el valor de ir a las raíces del problema, por mucho que la UCD y los poderes fácticos hagan todo lo posible por ignorarlas. Y en el fondo del problema no hay una lucha de asesinos por un lado (ETA) y sádicos por otro (la policía española en sus diversas especies). Con sus métodos, señor De Salas, es seguro que no se va a llegar a ninguna parte, si no es a la perpetuación de esta tragedia. Hay que buscar por otro lado. Tenga en cuenta lo que voy a decirle: para resolver este problema hay que empezar por esa cosa tan rara que es pensar. ¡Pensar!

Como se recordará, el terrorista Julián Grimau, a quien conocí durante nuestra lucha antifascista, se dedicaba a predicar la doctrina terrorista de la «reconciliación nacional». Por entonces el Ministerio de Fraga Iribarne publicó un asqueroso folleto titulado Crimen y castigo. Unos cuatro meses después fueron ejecutados por el procedimiento, humanista del garrote vil dos anarquistas, Granados y Delgado, cuya participación en el acto que se les imputó -la explosión de una bomba en la DG- era más que dudosa.

Alfonso Sastre es escritor y dramaturgo. A raíz del atentado de la calle del Correo, en septiembre de 1974, fue detenida y procesada su mujer, Genoveva Forest. Alfonso Sastre se presentó en la comisaría tras esta detención y fue encarcelado y procesado por delito de terrorismo; tras ocho meses y medio de prisión fue puesto en libertad provisional bajo fianza.

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