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Tribuna:
Tribuna
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La victoria que no cesa

Una victoria para ser permanente ha de acabar con los vencidos. Física o simbólicamente. En abril de 1939, los vencedores de la última guerra civil española renunciaron al exterminio total y dejaron con vida cerca de veinte millones de vencidos. En junio de 1977, los vencedores y sus herederos decidieron poner remedio a esa situación acabando con la condición de vencidos. Con lo que la victoria se convirtió en definitiva.Pues si los vencidos lo fueron por defender la democracia y los vencedores por combatirla, al reconquistarla todos a uno, los vencidos traspasan a los vencedores su razón de serlo, y aI hacerlo renuncian a la razón de haberlo sido. Los vencedores, de esta manera, al consumar 38 años después su victoria, desde los supuestos y con los símbolos de los desde entonces, vencidos, los desposeen retroactivamente de su condición de tales, con lo que eliminan la razón fundamental de la guerra y la derrota e inscriben la perpetuación de la victoria en un horizonte formal y sustantivamente sin límite.

Este «milagro político» exige la cancelación de la memoria colectiva, lo que, a su vez, extiende los milagrosos efectos a muchos otros ámbitos. He escrito en Espacios del poder y figura de la dominación que uno de los rasgos más característicos del franquismo es el trueque de poder político por poder económico y me he apoyado en el currículo de los políticos del general Franco para mostrarlo. Pues bien, lo propio de esta democracia no es sólo el igualar votos con democracia -el más demócrata es el que saca más votos-, sino también, y quizá sobre todo, la permuta de legitimación social contra legitimidad política, y aún mejor, electoral.

Están, claro está, esas pequeñas indignidades con que, a partir de 1977, se nos asedia desde el nivel de lo específicamente político. Digo esas sonrojantes reconstrucciones de biografías personales y, pasados grupales que colocan debajo de cada vocación política actual un demócrata de toda la vida; esos descubrimientos de insospechables antecedencias liberales, democristianas, social demócratas, socialistas y hasta comunistas y libertarias, cuyo celo en la discreción de entonces era prenda y garantía de su ostentación presente; esas atribuciones, autoproclamadas o previo pago, de protagonismos democráticos pretéritos, cuya impunidad es una defección más de la izquierda española. Y esa desmedida necrofagia, que no perdona demócrata muerto que poder llevarse a la boca, y que ha hecho de la memoria del único político español que nos ha dejado la ejemplar autocrítica de su temprano pasado franquista, caballo de todas las ambiciones. Digo esto sin ira y sin nombres, no por miedo ni cálculo, sino para evitar que la descripción de un comportamiento, colectivamente inútil y nocivo e individualmente útil pero lamentable, se confunda con la expresión de un despecho o la práctica de un ajuste de cuentas. Por lo demás, los nombres que! nada añaden, nos los sabemos todos.

Pero lo político ha servido, una vez más, de desnudo instrumento. Lo decisivo de esta adaptación democrática ha sido la legitimación que ha operado de todos los patrimonios sociales producidos por y/o en el franquismo. La victoria política transformada en victoria social, no sólo los ha redimido de su tachado origen, convirtiéndolos en intocables, sino que les ha otorgado la condición de necesarios, fundantes. Nuestra democracia es, hasta ahora, las fortunas de «los cuarenta años», las carreras de «los cuarenta años», los éxitos de «los cuarenta años», los esfuerzos de «los cuarenta años», las oposiciones de «los cuarenta años», los derechos adquiridos en «los cuarenta años», los hombres y mujeres, y sus herederos, de «los cuarenta años», cuarenta años que son un ayer, abolido /consagrado por el hoy democrático, que ha necesitado de su materialidad social para constituirse, y que, al así hacer, los ha constituido en el ayer de su sentido. La España franquista podría decir con Tertuliano: «Somos de ayer y lo llenamos todo ».

Una ilusión frustrada

Los que en el exilio interior y exterior, durante «esos cuarenta años», impugnaban en sus momentos de mayor opresión y cólera, la legalidad social que los, excluía, y evocaban la futura revisión de fortunas y puestos, los tribunales populares, el barrido general y un lugar en el sol, ignoraban que los supuestos de esa evocación -la corrupción de los corruptos, los triunfos de los triunfadores, los méritos, subjetivamente legítimos, pero objetivamente cómplices, de los esforzados- al erigirse en principio de su propio futuro democrático, al transmutarse en victoria social, postularían que su exclusión fuese total -excluyéndoles hasta de su mismo exilio- y su retorno imposible. No irrecuperables, ni siquiera molestos, simplemente no existidos. Y que conste que no hablo de mí ni pro domo mea, pues, a pesar de algunos pequeños incidentes, he estado siempre instalado en el privilegio. Baste como prueba, entre muchas otras, la de estar hablando desde esta página, en este periódico, de esta manera.

Si como sabemos todos los que venimos de «los cuarenta años», que para eso lo ha escrito Zubiri, la historia no es un simple hacer, ni tampoco un mero estar pudiendo, sino, con todo rigor, «hacer un poder», si en la historia se generan no sólo actos, sino las posibilidades mismas de las que depende su producción, para apropiamos todo posible presente democrático es suficiente con vaciar el pasado de los demócratas transportándolo a nuestro presente y desde él a nuestro pasado. Es su desposesión histórica la que nos configura como únicos posibles poseedores actuales de la condición de demócratas.

Ahora bien, la manipulación de pasados políticos es siempre peligrosa, porque la destrucción de la memoria y la usurpación de símbolos (necesarias en nuestro caso para construir la democracia) acaban generando esa actitud y esa conducta -apatía, desconcierto, frustración, inquietud, violencia, perplejidad, irritación, desconfianza- que ya la moda llama desencanto.

Recuerdo una tarde en el departamento de neurofisiología de la Universidad de California, en Los Angeles. Una jaula rarísima con barrotes muy juntos y una tupida tela metálica exterior recubriéndola toda. Dentro, un chimpancé comportándose extrañamente, chillando y agitándose por nada, sin saber qué hacer con la comida, jugando con dos serpientes, sus enemigos más peligrosos y tradicionales, y que, de pronto, se inmovilizaba en un rincón, cara a la pared, y comenzaba a gimotear como un niño. Me explicaron que la exéresis del hipocampo, base de la memoria, había alterado sus mecanismos de defensa y, en general, sus estereotipos jerárquicos,

Para evitar la ruptura democrática y sustituirla por la autorreforma del franquismo se les practicó a los españoles la ablación de la memoria histórica, lo que produjo en ellos efectos análogos a los que la lesión de los lóbulos frontales, sede de la capacidad rememorativa, produce en los primates: pérdida de las barreras defensivas, invalidación de las pautas innatas de comportamiento, ruptura de la propia estructura de la personalidad, engendradoras, todas ellas, de incertidumbre, peligrosidad, confusión y desgana.

Sólo se salvaron los que lograron seguir uncidos a su historia. Lo que explica que, hoy el nivel simbólico menos desencantado sea el de las ideologías extremas y el de las comunidades históricas diferencias y que los españoles políticamente más en pie sean los de extrema derecha y los independentistas vascos. Por eso, cuando los jóvenes fachas se energumenizan en torno a los viejos bonzos del estraperlo, cuando ocupan en exclusiva los muros de nuestras casas y las calles de nuestras ciudades, cuando con sus gritos y su liturgia sacuden, en la plaza de Oriente, nuestra frágil y aletargada convivencia democrática, cuando practican la dialéctica de las varas y las pistolas que predicara el hijo del general Primo de Rivera, lo hacen empuñando un pasado que, a fuer de lamentable, creímos ingenua y definitivamente ido.

Y por eso también los otros jóvenes, los de la metralleta y el Goma 2, cuando secuestran, mu-

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tilan, matan; mueren, en esa siniestra utopía del medio que, llámese terrorismo o lucha armada, corrompe radicalmente su futuro en el acto mismo de su violenta postulación, lo hacen, no desde el marxismo-leninismo de tebeo que a veces se les oye recitar, sino desde el árbol de Guernica, desde el tronco de un patrimonio colectivo que esclarece solidaridades, connivencias, inhibiciones, de otra manera inexplicables.

A esos pasados, orgullosos de su diferencia, amenazadoramente presentes y expansivos, hemos opuesto el amancebamiento de nuestras contendientes memorias, el consenso de la Constitución y los pactos de la Moncloa. Y así nos ha ido. Ahora, no contentos con la perturbadora confusión de acervos históricos, queremos, con el Gobierno de coalición, disolver la rivalidad de nuestros presentes, cancelar el antagonismo de nuestros futuros, instaurar la paz universal. ¡Como sí no fuera ya suficientemente dramática nuestra desmovilización ciudadana! A fuerza de irenismos y de fijaciones de poder, la política se nos ha transformado en un desierto por el que sólo circulan ejecutivos del Corte Inglés. Y nuestra indefensión democrática sólo tiene la policía como recurso, que, en cualquier caso, sola, no sirve.

No hay acción sin identidad, ni identidad sin historia. Hay que recuperar los orígenes. Cada uno los suyos. Y devolverle a la victoria su provisionalidad y al franquismo sus vencidos. Comenzando por dejarles que den razón de su memoria (la resistencia democrática nos la están contando -último escarnio y última estratagema- no los resistentes, sino los resistidos). Porque la democracia es un punto de partida y no una meta de llegada, no la negación del conflicto, sino la posibilidad de su explicitación política.

Hay que volver a la trinchera de la ruptura, a la hora de la calle, del mundo del trabajo, de los grupos de base de las luchas concretas, de la mayoría transparlamentaria, del pueblo en directo. Sólo él, desde su pasado y su utopía, puede descalificar la violencia, sólo su participación efectiva y cotidiana puede dar consistencia y sentido a la democracia. Hay que apostar a esa esperanza. No tenemos otra.

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