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El paso del maoísmo a la "modernización" acentúa el clima de crisis política en China

La República Popular China se encuentra en pleno viraje histórico. ¿Hacia dónde? Eso es aún difícil de determinar. El relativo desencanto producido por el régimen comunista, con sus feroces luchas internas, no impide que el miedo al capitalismo y a las «formas de vida burguesas», incluidas las libertades democráticas, continúen separando claramente a China de Occidente, sin olvidar las diferencias de filosofía y mentalidad heredadas de su cultura milenaria. Los primeros pasos de la Administrición Reagan son observados con recelo en Pekín, cuyas felicitaciones al próximo inquilino de la Casa Blanca no han podido evitar un primer encontronazo a propósito de Taiwan. Al mismo tiempo, ha disminuido la virulencia verbal contra la URSS, si bien las autoridades de Pekín no desaprovechan oportunidad de criticar la ocupación de Afganistán.En este contexto, los primeros fríos del invierno han sido testigos del comienzo de un drama en dos actos, que tiende a liquidar las consecuencias de las luchas pasa das en el seno del partido, del Ejército y del Gobierno. Como en un «Nuremberg de Oriente», los vencedores han sometido ajuicio a los vencidos, presentándoles como criminales y culpables máximos del atraso económico y cultural del país. Pero el proceso penal contra el estado mayor de la «Gran Revolución Cultural Proletaria» no es más que una parte del juicio político al sistema creado por el maoísmo y a su líder máximo, hoy rebajado moralmente al nivel de «camarada Mao Zedong».

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Condenar a este último no es difícil, y Deng Xiaoping, «homre fuerte» del régimen, desea fervientemente hacerlo; pero ello conllevaría el hundimiento de las bases políticas e ideológicas del régimen chino, que en los pasados decenios no tuvo más guía y justificación que el culto a Mao. En este punto, la dirección se ha dividido: Huia Guofeng, principal albacea testamentario de Mao, prefería dejar el juicio político a las futuras generaciones; Chen yung, primer secretario de la comisión disciplinaria, argumentó que si los dirigentes no hacen ahora ese juicio, las generaciones futuras les implicarán también a ellos. Hu Yaobang, secretario general, se apuntó a la tesis de distinguir entre «partes correctas y erróneas», y hablar de marxismo en vez de maoísmo; mientras Ye Jianying, presidente de la Asamblea Popular, sostuvo que el pensamiento Mao Zedong no es producto exclusivo de este último, «sino también de la sabiduría de sus compañeros de armas, de la militancia del partido y del pueblo revolucionario».

El silencio del pueblo

El debate en el seno de la dirección se corresponde con el silencio del pueblo chino, que aguarda las decisiones de sus dirigentes. Suprimidos los dazibaos y las manifestaciones públicas, las posibilidades de expresión en esta democracia popular se toman inexistentes, y los medios informativos constituyen simples elementos de propaganda. Antes eran los guardias rojos recorriendo el país, la división de comunidades enteras en fracciones antagónicas, dazibaos que criticaban despiadadamente al adversario y altavoces que gritaban consignas y acusaciones las veinticuatro horas del día; ahora es el silencio y la espera.

A las turbulencias de años pasados ha sucedido el cansancio de tantas tensiones y el miedo a nuevos corrimientos de tierras en el seno de la organización política que domina el país. Hoy se somete a juicio a gentes que no hace mucho se sentaban en los más altos organismos, mañana, ¿quién sabe? El pueblo que un extranjero puede entrever está constituído por masas que se ganan la vida como pueden, discuten poco de política, sonríen ante las maldades de la «banda de los cuatro» que presenta la televisión, llevan la vida sencilla que imponen tanto su filosofía tradicional como las estrecheces económicas, y -si se puede- estudian inglés o escuchan música occidental, en lo que a los jóvenes se refiere.

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La educación, la sanidad, están prácticamente bajo mínimos; la alimentación parece alcanzar a la inmensa mayoría, pero dista mucho la mesa del pueblo de la que disfrutan los dirigentes en los banquetes oficiales; la vivienda constituye un problema de hacinamiento atroz, pero no se observa mendicidad en las calles ni gente que duerma al relente envuelta en periódicos, como ocurre en tantos y tantos países del Tercer Mundo. Las gentes de las ciudades chinas están igualadas en una especie de digna pobreza justo un escalón por encima de la miseria -las condiciones son peores en el campo, donde vive el 80% de la población-, y con escasas perspectivas de que el país obtenga rápidos avances en el camino del desarrollo.

"Apestosos de novena categoría"

Por eso es más difícil de comprender el caos, ocasionado en el pasado, la formidable lucha por el poder que se desató con el pretexto de la revolución cultural y el desprecio máximo a los intelectuales, considerados como «apestosos de novena categoría», cuyos conocimientos técnicos fueron aprovechados para barrer las fábricas o cultivar los campos. La lógica occidental se resiste a comprender tantos disparates, que han dado por resultado los absurdos del presente: se intenta relanzar la economía sin apenas economistas, conseguir el progreso técnico sin apenas técnicos, educar al país con profesores situados en el más bajo nivel social y manejar costosos aparatos extranjeros con un personal impreparado para hacerlo. Es verdad que algunos científicos chinos son capaces de colocar cohetes en órbita e incluso de dotar a su país de armas nucleares, pero una simple guerra convencional contra Vietnam acabó en una retirada poco honrosa, debido a la inferioridad de equipamiento.

Y después de todo, el pueblo chino está acostumbrado a sufrir. ¿Acaso no ha soportado innumerables guerras civiles y dos invasiones japonesas a lo largo de este siglo? Esa larga marcha que hoy se evoca con acentos de epopeya, junto con la resistencia a los japoneses y la lucha final contra los nacionalistas del Kuornintang, se vio seguida de la «lucha de clases» en el interior del país contra toda suerte de capitalistas, burgueses, pequeño-burgueses y derechistas. Desde comienzos de siglo hasta 1966, año en que comenzó la revolución cultural, millones de chinos han muerto por las armas y decenas de millones han sufrido las calamidades del hambre o del frío.

Parece, sin embargo, que no era suficiente la sangre vertida en poner fin al régimen feudal y establecer el socialismo. El enfrentamiento se ha visto coronado por una «revolución cultural» que provocó 34.000 muertos -según cifras oficiales- y afectó, de un modo u otro, a más de cien millones de chinos. Los supervivientes y los hijos de éstos tocan a varios muertos, encarcelados o represaliados por familia, si uno cree los escalofriantes relatos que, tras paciente interrogatorio, terminan por hacer los miembros del partido. Nada tiene de extraño esa imagen exhausta que el país presenta al visitante extranjero, ni las precauciones de los occidentales de cara al futuro. «En cuanto veamos la primera carrera en las calles», decían residentes extranjeros en Shangai, en vísperas del juicio de Pekín, «salimos corriendo de este país».

Pero el proceso de Pekín no convence demasiado a nadie, por la falta de garantías jurídicas de que está rodeado, y pocos creen que diez personas -dieciseis, si se cuenta a los procesados ya muertos- sean los culpables de una revolución cultural iniciada por Mao y sostenida por un amplio número de gentes.

Encerrados en su inmenso territorio, mil millones de seres arrastran problemas de todo orden en esta etapa de transición, cuando el juicio contra la viuda de Mao y sus, compañeros se ha convertido en el dato más espectacular de un panorama relativamente sombrío. Cabe esperar todavía más de una convulsión política en China, no tanto porque la banda goce aún de apoyo popular como por la dificultad de que Deng Xiaoping y su equipo logren sostener la ilusión y la disciplina del pueblo con una eficacia parecida a la de Mao o Zhou Enlai.

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