Unamuno en el viaje de ida
En el año 1902 aparecían en Madrid como cuarto volumen de la Biblioteca Moderna de Ciencias Sociales los famosos ensayos titulados En torno al casticismo. Habían salido ya en el año 1895 en cinco números sucesivos de la revista La España Moderna, sin duda la más importante en el Madrid de aquel tiempo, y atrajeron a su autor, de treinta años a la sazón, y ya catedrático de Salamanca, la atención del público culto.Al pronunciar la palabra casticismo y meditar sobre ella, Unamuno se planteaba el problema de cómo España podría, por fín, adaptarse al siglo y emprender un camino de progreso en el que acompañara a los otros países civilizados, sin perder su tradición característica. El joven profesor positivista, que pensaba, como había aprendido en sus maestros, estudiados en Madrid, que la biología podía servirle de modelo en sus investigaciones sobre el desarrollo de nuestra lengua y proyectaba una «Vida del romance castellano», se ponía a meditar sobre la cultura y la vida española y se creía en condiciones de señalar un camino.
El joven Unamuno se esmeró en la escritura de sus ensayos. Concentró, como él nos cuenta, su redacción, planeó sus capítulos y les puso títulos atrayentes, cuidó su estilo, presentando brillantemente contradicciones y dejando que el lector hallara el justo medio entre ellas, y consiguió su primera obra lograda, ya que en la revista apareció dos años antes que la novela Paz en la guerra, la cual iba a ser estimada por su autor en seguida en mucho más que sus brillantes ensayos.
En torno al casticismo, con su título llamativo y un tanto capcioso, es, en realidad, una llamada a la modernización del país. Y la modernización del país consistía en lo que entonces se repetía mucho: en su «europeización». Contemplando los volúmenes de la Historia de las ideas estéticas que entonces aparecían, aquellos en que Menéndez Pelayo describe con entusiasmo el horizonte, de ideas de Kant y Hegel y Schelling, encuentra Unamuno, que don Marcelino «dedica lo mejor..., su parte más sentida, a presentarnos la cultura europea contemporánea, razonándola con una exposición aperitiva».
Para salir al paso del problema -el peligro de pérdida de la identidad-, Unamuno examinó en qué consiste la tradición, y aplicándole el adjetivo de «eterna», la redujo a lo que él llamó «intrahistoria». Tradición fue para él la vida popular, la que en su tiempo aún pervivía intacta entre los labradores y pastores de los campos. La otra tradición, la de los conservadores, la que Menéndez Pelayo defendía en La ciencia española, era cosa superpuesta y nada eterna. En 1895 Unamuno estaba convencido, y tomaba resueltamente partido. Recordando la polémica de don Marcelino casi veinte años antes, se inclinaba a la parte contraria, a los que se opusieron y decía: «Tenía horida razón al decír el señor Azcárate que nuestra cultura del siglo XVI debió de interrumpirse cuando la hemos olvidado; tenía razón contra todos los desenterradores de osamentas».
La tradición la constituía para él el modo de ser popular, «la pureza en sí» que se descubre en un examen histórico hecho al modo del psicológico que practicaban los místicos castellanos. Los hechos históricos emanan, según él, de una «sustancia», y esa es su «causa eterna».
Y Unamuno, describiendo paisajes, comentando autores, sacando citas de místicos y dramaturgos, presentaba a Castilla como autora, no sólo de la nacionalidad, sino, de un modo concreto, de un modo español de ver el mundo, de un firme cimiento castizo, que permitiría, sin corte grave, cambiar la cultura modernizándola. Y se enfrenta con Menéndez Pelayo, exaltador de aquella «España que había expulsado a los judíos y que aún tenía el brazo teñido de sangre mora (y), se encontró a principios del siglo XVI enfrente de la Reforma, fiera recrudescencia de la barbarie septentrional, y por toda aquella centuria se convirtió en campeón de la unidad y de la ortodoxia».
Don Miguel se enfrenta con el valeroso defensor, «uno de los pocos que ha sentido el soplo de vida de nuestros fósiles», y ve que, como «a pesar de aquel campeonato, alienta y vive la barbarie septentrional», «tendremos» precisamente «que renovar nuestra vida a su contacto», y pensando otra vez en las páginas estupendas que don Marcelino dedicaba al idealismo alemán, terminaba pronunciándose en favor de la modernización y en pro del olvido de los fósiles tradicionales para dejar vivir la tradición viva e intrahistórica, que él hallaba en la pervivencia de la lengua, y no en la de la literatura.
El Unamuno joven de En torno al casticismo, como él confesará mucho más tarde en una carta, era discípulo de Taine y de Carlyle cuando describía, y de modo realmente admirable, el campo salmantino y sus pobladores, los paisajes que se le habían vuelto familiares y los temas de una literatura que estudiaba asiduamente.
Su actitud mental de entonces se define en la misma carta: «Era una época en que atravesaba yo por un agnosticismo rígido, no sin algo de desesperación».
Agnóstico es el autor de esa juvenil serie de ensayos en que se define por una parte el entronque con una profunda tradición, una tradición esencialmente callada, intrahistórica, invariable y maleable a la vez, y por otra, la aceptación del hecho de que la barbarie septentrional, la «prole de Lutero» (que diría Antonio Machado unos años después) se había impuesto en el pensamiento moderno y había que contar con ella.
Conquistado por la intrahistoria salmantina, empapado en una interpretación de la mística y el humanismo que se basa muy principalmente en la asidua lectura de fray Luis de León, formula Unamuno el aspecto que le parece más aceptable y vivo de la propia tradición escrita: fue el poeta agustino el que «unió al espíritu del humanismo griego el del profetismo hebraico (y) sintió en el siglo XVI lo que un pensador moderno llama la fe del siglo XX, el consorcio de la pietas de Lucrecio, el poder contemplar el mundo con alma serena, con el anhelo del profeta, que la rectitud brote como agua y laj usticia como un río inagotable».
Pero en su balance final, al juzgar la historia como fue, con el triunfo en España de la Contrarreforma, no vacila en decirlo: la Inquisición, «el Santo Oficio (fue), más que institución religiosa, aduana de unitarismo casticista. Fue la razón raciocinante nacional ejerciendo de Pedro Recio de Tirteafuera del pobre Sancho. Podó ramas enfermas, dicen; pero estropeando el árbol... Barrió el fango... y dejó sin mantillo el campo».
Diríase que ya en el último de los cinco ensayos, cuando discurre «sobre el marasmo actual de España», su seguro agnosticismo se empieza a cuartear. Cuando mira a su alrededor y ve la situación cultural que enmarca su carrera profesional y literaria, se pregunta: ¿cómo combatir la «ramplonería comprimida», la «enorme trivialidad y vulgachería» dominantes? ¿Qué podría hacer un profesor positivista, un especialista, frente a un ambiente en el que no tiene lugar propio? «En el estado de nuestra cultura», afirma el brillante joven sabio que termina con acerada crítica el examen del mundo cultural que le rodea, «toda diferenciación y especialismo son fatales, hay que ser por fuerza enciclopedista; todo el que aquí se sienta con bríos, está en el deber de no encarrilar demasiado unilateralmente sus esfuerzos».
Y así se encuentra llamado a ser, como él mismo había recordado de Giordano Bruno, el dormitantium animorum excubitor, el espabilador de los dormidos, el excitador Hispaniae, el despertador de su patria, que diría después de él Ernst Curtius. Y desde ese momento estaba programado el viaje de vuelta, el que se inicia con la crisis religiosa de 1897.
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