El niño García Pérez Etcétera
El airado viento de los páramos mesetarios le enrojecía las orejas y fijaba bajo su naricilla dos sucios velones que alumbraban al santo de los fríos y de la desolación. Un agujereado tapabocas granate se anudaba alrededor de su cuello, por encima de la pelliza de plástico ajado que le había mandado un primo suyo establecido en la capital. El niño García Pérez Etcétera vigilaba el confuso rebaño que su padre le había dado en mando: dos docenas de ovejas, siete cabras, una vaca, dos mulos y un asno. Una pareja de lebreles le hacía compañía aquella inacabable mañana helada de la estepa. El niño García Pérez Etcétera no tenía nada mejor que hacer.Del pueblo se habían ido el cura, el médico y el maestro. El maestro había sido último. Los señores de Madrid habían dicho que no quedaba dinero para costear su salario en la escuela rural y lo habían mandado a poner escuela veinte kilómetros más lejos. Los señores de Madrid habían entregado 2.000 millones de pesetas para las ikastolas del Norte y otros muchos para las escolas del Este, así que no disponían ya de las 800.000 pesetas anuales que el maestro cobraba. Pero el camino hasta la nueva escuela era arenoso y áspero y se tardaba mucho tiempo en llegar. Los señores de Madrid habían unido con autopistas todas las capitales de provincia del Norte y del Este y no tenían ya dinero para echar grava sobre aquel polvoriento-lodoso camino. Como la camioneta tardaba tanto en llevar a los trece niños del pueblo hasta la nueva escuela, el padre del niño García prefirió que cuidase el ganado en vez de tener todo el día al chiquillo por esos malos caminos de Dios. Ahora, la vieja escuela iba tomando la forma de todos los pajares semiderruidos del pueblo: llenos de gatos en celo, palomas en los desvanes, lagartijas aletargadas y arañas dormidas dentro de sus capullos.
Del médico sólo los más antiguos se acordaban. Cuando el niño García Pérez Etcétera se ponía malo, le daban leche caliente con vino y miel, y eso lo curaba todo, salvo los sabañones invernales, que no tenían cura, y las diarreas del verano, a las que ya estaba acostumbrado. Médicos quedaban por ahí, desde luego, pero se dedicaban a contar los pelos que los niños del Norte tenían en las falanges de los dedos de los pies, a fiscalizar sus pecas, a medir sus cráneos y narices: estaban demasiado ocupados como para cuidar las pulmonías del niño García Pérez y de sus compañeros.
Y como el muchacho no iba a tener jamás una escuela adonde ir, toda su vida ignoraría algunos esencialísimos detalles de sí mismo, especialmente las claves de su código genético. A él y a su padre y a su abuelo no le importaban demasiado, pero la sociedad en que vivían padecería una terrible e inevitable carencia; la patria en que habían nacido se tambalearía ante la flojedad de aquellos cimientos humanos del zagal que pisoteaba los terrones de la meseta.
Porque era una delicada e importante cuestión. De entre los cientos de García, Pérez, Rodríguez, Sánchez, Martínez y Suárez de su nombre, un estudio científico de aquel niño hubiera podido deducir notabilísimas conclusiones. Hubiera adivinado, por ejemplo, que uno de sus antepasados fue el emperador Teodosio el Grande, que dejó preñada a una de sus esposas cuando salió de Coca (Segovia) para gobernar el Imperio romano; que otro de ellos había luchado con Hernán Cortés en la conquista de México; que otro había sido conde de Castilla; que una de sus abuelas tuvo trato carnal con Abd al-Rahmán III, y otra con el filósofo y médico judío Moses ben Maimón; que otro ancestro suyo había sido tío de un tal Miguel de Cervantes, aquel a quien sapientísimos hombres habían borrado de una calle de Lejona para sustituir su opaco nombre por el del eximio poeta Ormaechea Orive; que otro había sido capitán de los tercios de Flandes y otro obispo de Esmirna, y uno más palafrenero de Isabel II la Casta.
Por lo demás, si el niño García Pérez etcétera se hubiera sentado ante un culo de botella y lo hubiese utilizado como espejo, habría descubierto que poseía en su rostro 9.618 pecas, lo cual habría podido cambiar el mundo si el maestro no se hubiese largado de su vera por orden superior, pues era el mismo número que poseyeron Gobineau y Rosenberg; que brotaban 95 pelos sobre cada una de sus falanges (muchos de ellos chamuscados en la hoguera que tenía prendida), el mismo número que Hitler lucía; que las medidas de su nariz coincidían milimétricamente con las del más conocido jefe del Ku-Klux-Klan, un tal coronel W. J. Simmons; que la implantación de su (nonato) vello púbico formaba el mismo dibujo que el que en vida tuvieron Jim Crow y el general Forrest; y, en fin, que la posición de sus circunvoluciones cerebrales era idéntica a la que los arqueólogos hallaron en el cráneo de Nerón, y, feliz coincidencia, a las que aún hoy en día eran frecuente en Africa del Sur y otras famosas regiones de la Tierra.
¿Y qué decir del color de sus ojos y de su sensibilidad gustativa? Los ojos eran de color pardo cuando contemplaba el ocaso y grises al mirar las primeras luces de la mañana. Ni el niño García Pérez se hubiera repuesto de esta sorpresa étnico- antropológica, si la hubiese alcanzado, Por otro lado, le gustaban las sopas de ajo, los garbanzos, las patatas viudas, las sardinas fritas, el tocino y las manzanas verdes. Era tan bueno en esto que incluso fabricaba chicle con un puñado de trigo recogido en las eras o en los campos. Cualquiera de estos detalles hubiera permitido a un concejal medianamente cultivado o a un alcalde con el segundo curso de EGB aprobado escribir una enciclopedia acerca de la superioridad de aquel pastorcillo perdido bajo el invernal frío de la meseta. Y si un buen genealogista hubiera echado leña al fuego del informe genético, teniendo en cuenta todos aquellos apellidos ilustres en el macuto vital del niño, a nadie hubiese sorprendido que vinieran a llevárselo para nombrarlo director de la Universidad de Harvard, u obispo de Roma, o rey de España mismamente. Pero como hacía frío, estaba empezando a nevar, las cabras se desmandaban, uno de los mulos se había perdido y el cura, el médico, el maestro y su madre estaban lejos, el niño García Pérez etcétera se puso a llorar en medio del campo, a la sombra de una zarza agostada, y lloraba como un fierro, como un perro castellano.
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