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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El Consejo General del Poder Judicial

La pirámide normativa de la estructura y funciones del poder judicial en el período democrático está a punto de culminarse.Hasta ahora, tres han sido las etapas o fases recorridas en el proceso democratizador de dicho poder: los artículos 122 y 123 de la Constitución, punto de partida y presupuesto que sirve de desarrollo al segundo paso: el proyecto de ley orgánica del Consejo General del Poder Judicial, y, por último, la constitución del Consejo con sus veinte consejeros o vocales del Consejo, que han nombrado al presidente del mismo, que lo es, a su vez, del Tribunal Supremo.

Para completar el vértice de la pirámide se halla ya en el Congreso de los Diputados la ley orgánica del Poder Judicial, que en breve será debatida en dicha Cámara legislativa. Queda diseñado así el cuadro o marco normativo que regirá la Administración de la justicia y el autogobierno del poder judicial.

El tema se presenta como trascendental si se piensa que en la regulación del Consejo se envuelve el problema de la independencia del mismo (artículo 117,1 de la Constitución), el de la participación de la sociedad en dicho poder judicial (artículo 117,1 y 125 de aquélla) y el de la consecución de una justicia que debe «trascender» al Derecho mismo.

La dependencia que no cesa

Cualquiera de esos tres princi-pios conlleva una carga de la pro fundización de la democracia; los tres se imbrican entre sí; todos ellos buscan afanosamente la justicia y se inscriben en un auténtico Estado de derecho.

En una democracia liberal auténtica, la independencia judicial afirmada por la ley primaria es dogma y también garantía de equilibrio entre los distintos poderes públicos y salvaguarda de las libertades ciudadanas. Pero ni siquiera esa reserva de ley, ni la creación de un órgano supremo de gobierno de la justicia pueden ser suficientes si ciertas competencias no quedan perfectamente establecidas y sí es necesario tipificadas y aquél al margen de toda posible mediatización «política» o de otros poderes. Lástima, por ello, que todavia en el artículo 6 del proyecto de ley orgánica del Consejo se establezca que a través del Ministerio de Justicia se siga «proveyendo a los juzgados y tribunales de los medios precisos para el desarrollo de su función con independencia y eficacia». Poder éste tan residual como posible e importante instrumento en manos del Ejecutivo que valga de presión indirecta o prolongación burocratizada de aquél, y que puede llegar a atentar al sólido fundamento de la independencia.

Dado el carácter que ostenta el presidente del Tribunal Supremo, como representante máximo del poder judicial, cabría reconocerle, por lo expuesto, una cierta iniciativa legislativa y una cierta capacidad presupuestaria en materias que afectan al total fúncionamiento de la Administración de justicia, otorgándole la facultad de proponer a las Cortes las leyes de reforma que entienda necesarias para el mejor funcionamiento de aquélla. Para el cumplimiento de tal función, el presidente del Tribunal Supremo estaría integrado de modo permanente, con voz y voto, en las respectivas comisiones de Justicia del Congreso y del Senado sin que ello pueda significar obviamente asiento alguno en las Cortes.

Hacia un pluralismo judicial

El principio constitucional de la participación del pueblo en la Administración de Justicia es una conquista constitucional que debe superar para siempre el criterio unitario del juez, celoso de un tradicional hermetismo sobre sí mismo, huésped únicamente de la ley y no de la realidad social, exento de contradicciones y tributario del ritual y de la fórmula. Si el pluralismo existe, si las contradicciones aparecen como latentes, si los conflictos surgen, no puede ser buen camino su eliminación u ocultamiento por medio del decisionismo jerárquico. Y es imprescindible advertir que la justicia tan sobrada está de su excesiva jerarquización como falta de total carisma. Como importante resulta decir que ciertas líneas maestras del estatuto personal de los jueces no sólo deben interesar a éstos, sino a la colectividad entera, si a ésta se la concibe como instrumento de efectiva independencia y neutralidad, alejada de interferencias de representación estrictamente política, en la justicia.

Democracia versus" politicismo

He venido hablando hasta aquÍ del poder judicial, el único que como tal se configura o rubrica así en la Constitución. La observación no debe pasar inadvertida, porque acaso sea el único poder que se concibe en una relación más estrecha y directa entre su estructura y función que que no se da en los restantes poderes o al menos de forma pura, puesto que aún de modo independiente el legislativo (Cortes Generales en la Constitución, y el ejecutivo -del Gobierno y de la Administración-) entre sí, no se proyectan de un modo unitario ni exclusivamente legislativos o ejecutivos. El poder judicial y su Consejo por tanto, aparte de su estructura regulada en su ley, debe demandar para sí la exclusividad de su independencia, pero en la función y el poder soberano como jurisdicción.

No se me oculta, al respecto, alguna tesis procesalista que entiende que no es deseable un poder judicial, como tampoco ignoro que un número considerable de magistrados así lo reconozcan y aun lo deseen. Pues bien, prefiero la tesis del maestro Posada, quien destacara que no ha bastado que la doctrina, formulada como una defensa de la libertad humarta, estableciera una distinción de funciones, sino que era preciso una distinción de instituciones colocándolas constituidas en poderes, en manos distintas.

No creo en la pretendida apoliticidad de los jueces, porque no es posible asexuarlos sindical o ideológicamente, y de ello son buena muestra los estudios realizados por Renato Treves para la Magistratura italiana. La balanza de la justicia en ningún caso puede hallar su fiel pesando ideologías. Me basta como símbolo y que los jueces sean demócratas, que tengan siempre en cuenta que la justicia como valor superior supone trascender el significado del derecho como norma y que la dota de un contenido en función de un fin y que constitucionalmente está entre la libertad y la igualdad.

Para, terminar recordemos las palabras del gran Radbruch: «Tenemos que buscar la justicia, pero al mismo tiempo tenemos que mantener la seguridad jurídica, que no es más que un aspecto de la misma justicia, y reconstruir un Estado de derecho que satisfaga ambas ideas en la medida de lo posible».

José Manuel Martín Bernal es doctor en Derecho y en Ciencias Políticas. Profesor de la Universidad de Madrid.

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