Desmitificación
Hubo hace años, en un teatro español que pugnaba por salir adelante y combatir, una corriente de «desmitificación histórica», con un pie puesto en Valle Inclán y otro en Brecht; tropezó con la censura, una de cuyas murallas estaba puesta, naturalmente, con la intención de defender ciertas glorias pasadas en las que se basaba la genealogía del régimen. Una de esas obras fue la Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos, de Carlos Muñiz, que creyó que sería inatacable bebiendo en fuentes rigurosas de la historial real y documentando cada episodio; fue lógicamente inútil, dado el escaso interés de la autoridad competente por la verdad objetiva y su decidido empeño por los fastos inventados. La Tragicomedia ha tenido que esperar otra situación histórica para ser representada ahora.Hay como una indecisión en el autor entre dos soluciones: la acentuación de lo ridículo de las relaciones entre el príncipe don Carlos y su padre, Felipe II, y el mundo de supersticiones religiosas y crueldad sin límites en que estaban envueltos, y la conducción de la tragedia pura y simple del príncipe enfrentado con el poder, con un deseo de libertad y humanidad.
Tragicomedia del serenísimo principe don Carlos,
de Carlos Muñiz. Intérpretes: Antonio Montero, Santiago Alvarez, Primitivo Rojas, Ana Hernando, José Caride, Simón Andréu, Manuel Galiana, Toni Valento, Favio León, Antonio Alfonso, Vicente Vega, Mauro Muñiz, Charo Zapardiel, Antonio Jabalera, Antonio Alfonso, Fabio León, Juan Alberto Puente, Ignacio García, José María Sánchez, Héctor Gargós. Composiciones e interpretación musical: Gustavo Ros. Muñecos de Manuel Meroño. Escenografía y vestuario, de Emilio Burgos. Dirección: Alberto González Vergel. Estreno, Centro Cultural de la Villa de Madrid, 11-11-80.
La obra, que empieza como farsa, termina como tragedia; la mezcla clásica de los dos elementos que daría la tragicomedia no se realiza bien; hay unas escenas iniciales burlescas, desnaturalizadas, con personajes de movimientos de marioneta, y hay un final, con la muerte del príncipe, que se pasa incluso del naturalismo para entrar en el énfasis del romanticismo.
La preocupación documental de Carlos Muñiz alarga muchas veces las escenas, las ahoga. La técnica es la de cuadros sueltos que componen el retablo de la corte; hay muchas veces sensación de desconexión entre un cuadro y otro.
Alberto González Vergel añade su imaginación escénica al texto para tratar de darle una movilidad escénica, una condición de espectáculo. Tiene, al mismo tiempo, que luchar con la dificultad de un texto opaco y con unas necesidades de reparto y de escenario que no corresponden a las posibilidades del teatro privado actual, ni aun con la ayuda -nunca bastante- del Ministerio de Cultura. Logra una dignidad de escenario con el diseño realizado por Emilio Burgos -autor también de unos trajes con calidad de colorido y línea- y con la presencia del músico Gustavo Ros sobre un conjunto de teclados electrónicos. Consigue menos de los actores, en general.
Manuel Galiana trabaja con de nuedo el personaje del príncipe don Carlos, aunque lo lleve más al romanticismo de Schiller que al texto crítico de Carlos Muñiz; la escena de la muerte estaría en la línea que puede unir a Borrás con Rambal. Simón Andréu está frío y distante -como debe ser- en el personaje de Felipe II. Hay corrección y naturalidad en Charo Zapardiel y Antonio Jabalera, buena intenclón burlesca en José Caride -el bufón, alter ego del rey- y algunos destellos aislados en los otros.
En general, la mezcla de estilos, la indecisión entre un camino y otro, que puede producir algún descoacierto en el espectador, está en el autor, en el director y en los intérpretes. Lo que se advierte en todos ellos es el deseo de hacer un buen trabajo, el esfuerzo profesional. No es poco en estos tiempos, aunque el resultado no sea concluyente.
Babelia
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