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Conchita Márquez Piquer: de casta le viene algo

La cantante Conchita Márquez Piquer abre su recital en la madrileña sala de Florida Park con un cálido homenaje a su madre, mito sagrado de la canción española. Temas propios, melodías argentinas y algunas novedades completan la actuación de esta abnegada intérprete que ahora celebra -«tan nerviosa como la primera vez»- sus diez años en escena.

Su voz se hace presente antes que el cuerpo. Se autopresenta. Y su presencia, al fin, es blanca bajo una luminosa red. Se pasea con sobriedad sobre el escenario, saluda con los brazos abiertos, lleva luego la mano izquierda hasta el cuadril. Como un barco no ebrio, su carne flota por la música que una madre primero acunó: «Sin siquiera temblarle la mano / lo mató Lola Puñales... ». Tiene voz que se ondula con gracia, ha heredado el matiz y el ademán austero. El espejo es muy Fiel.El viejo canto reverdece en los brazos gitanos de Antonio Vargas Heredia, «el más arrogante y el mejor plantao», para después desmoronarse en el ardiente melodrama de No me quieras tanto: «Yo tenía veinte años / y él me doblaba la edad ...». Vuela aquí el escarmiento como honda conciencia filial.

La madre le ha prestado un abanico histórico, acaso roto a fuerza de dulzura, para que represente la tragedia de La Parrala: «Hay mujeres que saben ser muy polémicas. Y o soy una de ellas. De la heroína de esta canción todo el mundo decía muchas cosas. De mí también se dicen. Pero sólo ella y yo sabemos lo que nos pasa». Más tarde bebe un trago, enciende un cigarrillo, hace visajes cómplices en dirección de alguien ausente y mira de frente a esos «ojos verdes / como la albahaca». Merecida ovación. Misteriosos suspiros.

El recordatorio se apaga: «Voy a contarles a ustedes lo que a mí me ha sucedido... ». Sucesos de España, éxitos maternales. De casta le viene algo. Pero germina ya el himno personal de Conchita Márquez Piquer, que comienza con un amor doliente («Quieren que tu nombre olvide, / quieren que te deje ... »), donde los lectores de revistas del corazón clavarán la Figura de Curro Romero. Con casi inmóvil ternura se detiene en El libre, nunca leído hasta el final para evitar el desencanto.

Acompañada de un bandoneón, Conchita «canto el tango / como ninguna, / y en cada verso pone / su corazón». Insomnio bajo el mismo cielo: «Moriré en Buenos Aires, / será de madrugada ... ». Pero, antes de morir, el tango donde el siglo XX es visto como un triste cambalache. Viejas palabras de sabroso jugo, tiznadas por algunas nuevas, de dudoso sabor.

Igual que un palo sin flores, la soledad. Y la intérprete logra que se marchite el mal recuerdo que dejara recientemente, en otra sala, bordando ahora su versión de Nol lores por mí, Argentina. Evita ondea la mano al término, saludando desde un balcón imaginario.

La bruma de la noche despierta los latidos de Edith Piaf: Le clown. Conchita. Márquez Piquer se abandona al fecundo desgarro, que sólo palidece a causa de una pronunciación del francés que necesita ser limada. Finalmente, entre sollozos tensos, la intemporal confesión: «Cuando salgo al escenario / a cantar nuevas canciones / voy haciendo el inventario / de mis otras emociones...». El público se pone de pie, aplaude, piropea y arroja flores. Alguien deja en los brazos de la artista un hermoso ramo verde, cuajado de mandarinas. Ella da las gracias, da unos pasos de baile y se despide con el canto nostálgico de la cigarra.

Triple salto mortal

Al término de su actuación, Conchita Márquez Piquer traza el balance de la misma: «Como es bien sabido, cada año me presento en Madrid. Pues, así y todo, no acabo de acostumbrarme. Cada vez es como un triple salto mortal. Por conocimiento de la profesión, he salido serena al escenario; pero la procesión va por dentro, y las piernas te tiemblan, como de costumbre. He utilizado un mismo traje durante todo el recital, he procurado no hablar; en fin, he hecho lo contrario de lo que ahora se lleva. Pese a todo, y aunque yo carezca de fans y mis canciones no se escuchen ni en televisión ni en radio, habrás visto que el público ha ido calentándose poco a poco, con espoleta retardada, hasta desembocar en el fervor».Doy fe.

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