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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Corrupción, funcionarios y ayuntamiento

A más de quinientos días de Gobierno de izquierda en el Ayuntamiento de Madrid, parecen ya perfilarse con claridad cuáles son los temas fundamentales que caracterizan la gestión de la actual administración democrática madrileña. Uno de ellos, Muy destacado en el último período por los medios de comunicación, es la acción decidida que se viene desarrollando contra la corrupción que, desafortunadamente, aún está presente en la función pública local. Conviene destacar que dicho fenómeno viene determinado por una situación históricamente heredada y de tradición secular en la Administración pública española que ha conocido escasos y frustrados períodos de reforma y saneamiento.Lejos de abordarse progresivamente la solución del problema durante el período de transición democrática, se dejó estancado el mismo mediante el mantenimiento de una obsoleta legislación en materia de régimen local, la ausencia total de directrices generales para el saneamiento de la empresa pública y el retraso en la presentación del Estatuto de la Función Pública. En este contexto, las corporaciones locales surgidas de las elecciones se tienen que desenvolver de forma incómoda e inestable, puesto que resulta ridículo pensar el que la legislación que afecta a la función pública y a los deberes y obligaciones de los funcionarios, así como a su régimen general disciplinario, pueden regularse de forma sustancialmente diferenciada por cada municipio.

Pero, independientemente de que no existan ni un marco jurídico suficiente ni una política gubernamental que favorezcan el encuentro de soluciones eficaces al problema de la corrupción en la empresa pública, las corporaciones locales tienen el deber y la ineludible obligación de resolverlo. Por ello, conviene destacar que la caracterización de esa corrupción tiene diferentes aspectos y gradaciones.

Es del dominio público el que la «agilización» de determinados trámites o el «desconocimiento» de una infracción por parte de un funcionario que ejerce funciones inspectoras pueden llegar a resolverse, bien utilizando la fórmula ya tradicional de la recomendación, bien mediante la entrega de cantidades económicas en menor o mayor cuantía. Así mismo, han alcanzado resonancia pública irregularidades administrativas que en materias tan importantes para la calidad de la vida como son, por ejemplo, el urbanismo y la sanidad, han resultado lesivas para los intereses colectivos de los ciudadanos madrileños.

El absentismo, una plaga

Pero hay otros aspectos que pueden interpretarse como «falta de probidad moral» en los funcionarios públicos (actitud que es ,considerada como falta muy grave tanto en la ley de Funcionarios Civiles como en el texto articulado parcial del Decreto 3.046/1977), a la hora de enjuiciar determinadas actuaciones no menos reprobables que la corrupción en el ejercicio de la función pública. Una de ellas es el absentismo. Verdadera plaga de la administración municipal madrileña, que alcanza cotas alarmantes de hasta el 43% de inasistencia permanente al trabajo en determinados servicios. Otra, tal vez menos extendida, es la doble percepción de salarios de otro organismo de la Administración.

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En cualquier caso, la percepción de dos o más salarios en una sociedad que se debate en una profunda crisis, con más de dos millones de trabajadores en paro, no puede moralmente justificarse, ni aún comprendiendo las limitaciones en el poder adquisitivo que un solo salario pueda conllevar para el funcionario público. Y, por último, otro hecho reprobable, que permite entrar de lleno en la problemática de la corrupción, es el resultado de la doble dependencia económica (intereses públicos-intereses privados) que puede llegar a tener un determinado sector de funcionarios, especialmente los de mayor responsabilidad técnica y administrativa, como resultado de la ambigüedad existente a la hora de aplicar las incompatibilidades.

Soy consciente de que estas consideraciones de carácter general pueden inducir a presentar al funcionario público como el protagonista negativo de este trabajo. Parece llegado el momento de precisar dos cuestiones.

Primera: creo sinceramente que la generalidad de los funcionarios públicos del ayuntamiento madrileño, y en mi experiencia personal una gran mayoría de los que he podido conocer directamente, piensan y actúan con la idea de un exacto y correcto cumplimiento de sus deberes. Lo cual, en cualquier caso, debe considerarse como una actitud a la que están obligados. Sin embargo, las actuales estructuras orgánicas del ayuntamiento, el propio tratamiento del procedimiento administrativo y la práctica inexistencia de una información mecanizada, generan permanentemente «fugas» hacia posiciones acomodaticias o hacia inercias que de hecho impiden una activación de la mecánica municipal.

Segunda: los funcionarios públicos como colectivo no son los responsables políticos de que exista la corrupción, aunque resulten, en determinados casos, el objeto protagonista de la misma. Ambas cuestiones no las digo para introducir un quiebro sobre mis anteriores afirmaciones. La pura realidad es que la responsabilidad máxima de que se ataje el problema la tenemos quienes hemos sido elegidos democráticamente para tal fin y ello pasa por establecer una serie de criterios claros en la aplicación de una preventiva política anticorrupción que perfilen con exactitud un regeneracionismo en el ejercicio de la función pública.

Cambiar la maquinaria de gestión

Un primer criterio general para eliminar las causas estructurales de la corrupción es la reforma y saneamiento del ayuntamiento madrileño. Iniciados los trabajos de la Comisión de Reorganización y Reforma Administrativa, es aún pronto para opinar sobre sus líneas de actuación. En cualquier caso, el objetivo debe ser cambiar la maquinaria de gestión y adecuarla a las necesidades reales de la población, puesto que una reorganización basculada hacia la consolidación de intereses en el seno del propio órgano puede resultar un «fiasco» inaceptable.

Por otro lado, y entre tanto se confecciona esa estrategia de reorganización a medio/largo plazo, conviene, cuando menos, definirse por algunas opciones a aplicar con carácter urgente. Primera: se hace necesaria la creación del registro de intereses de los funcionarios públicos; esto tal vez sea Jurídicamente complicado, pero los ciudadanos deberán saber no sólo lo que pagan a los funcionarios, sino qué intereses tienen éstos en relación con las materias privadas que se tratan en la Administración pública.

Segunda: la indeterminación y ambigüedad que preside la legislación sobre incompatibilidades exigen la aplicación generalizada del Régimen de Dedicación Exclusiva a aquellos puestos directivos cuyas responsabilidades resulten incompatibles con el ejercicio de actividades privadas de todo tipo. Tercera: la movilidad rotatoria, periódica y obligatoria de los funcionarios en los servicios de inspección, parece imprescindible. Por aquello de que «tu mano derecha no sepa exactamente qué hace la izquierda», y porque creo que esto mejoraría mucho la imagen y eficacia de los mismos. Cuarta: debe ejercerse un control efectivo para impedir el trabajo en dos órganos dentro de la Administración pública por parte de un solo funcionario y mejorar las prestaciones salariales en las categorías más bajas para contrarrestar parcialmente las causas del doble empleo. Y quinta: debe realizarse una política de formación social y humana del funcionario público que eleve su capacidad técnica y moral.

El segundo gran criterio tiene que basarse en un mayor endurecimiento en la política sancionadora y disciplinaria. La legislación vigente es demasiado laxa al respecto. Un rígido control del cumplimiento del horario y unos descuentos sustanciales para los casos de frecuente vulneración del mismo, son elementos que tal vez no vayan a resolver el problema de la rentabilidad social de los servicios, mayor dedicación al trabajo, etcétera, pero ayudan a crear un clima favorable y más responsable para el cumplimiento de la función pública. En lo relativo al régimen disciplinario, tres requisitos básicos. Primero: tramitación ágil de los expedientes disciplinarios. Segundo: escrupulosidad exhaustiva en el tratamiento de los mismos. Tercero: garantías absolutas para la defensa de los intereses del funcionario afectado por el mismo. Cumplidos los mismos, aplicación de un régimen disciplinario más tipificado que el actual y en cualquier caso llevándolo hasta sus últimas consecuencias.

Por último, quizás el tercer aspecto a tener en cuenta resulte el más fácil de enunciar y posible mente el más difícil de lograr: la participación ciudadana en la lucha anticorrupción. La sociedad debe intervenir en estas cuestiones, venciendo inercias seculares que tienden al conformismo, cuando no a la colaboración, aunque sea en aspectos aparentemente poco relevantes. Por cierto que aquí se inserta un gran papel que puede y debe jugar la representación de los trabajadores municipales, puesto que un solo caso de corrupción o de abandono del servicio público por parte de un solo funcionario mancha a todos los trabajadores del ayuntamiento madrileño. La sociedad debe denunciar. Y los funcionarios deben potenciar el que los ciudadanos de los que reciben sus salarios ejerzan un eficaz control sobre sus funciones. En definitiva, la sociedad es el patrón real del funcionario público, que, al recibir tal condición, es uno de los pocos españoles al que se garantiza el cumplimiento del artículo 35 de la Constitución española: «Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo».

Carlos Sotos Pulido (PCE) es concejal del Ayuntamiento de Madrid, miembro de las Comisiones Informativas de Personal y de Reforma Administrativa.

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