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Tribuna
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Las "crisis internas"

A lo largo de 1980, y cuando el suceso de la transición política no ha terminado -porque no ha sido creado todavía el Estado- suben a las páginas de los periódicos las crisis internas de los partidos que componen básicamente el Parlamento. Hace mucho tiempo que están delatadas las crisis de los partidos políticos, pero todavía no se han encontrado formas más eficaces de representación pública y de pluralismo político de las opiniones. La crisis de los partidos arranca del agotamiento; de la quiebra de dos grandes movimientos del siglo XIX, que fueron el liberalismo y el socialismo. El caso es que en el regreso a la democracia clásica, o en la resurrección de esta democracia, que tiene lugar en 1977 en nuestro país, la izquierda que reaparecía estaba constituida por esos dos grandes partidos históricos que son el socialismo y el comunismo, mientras que la derecha se dividía en dos porciones: una porción mayoritaria, que era la que ocupaba el poder -electoralmente decisivo- y que salía al encuentro de la izquierda; y otra derecha minoritaria que funciona por su cuenta y más impermeable a la relación con socialistas y comunistas.Ante una realidad española tan diferente a aquella de 1930 y con nuevas generaciones de políticos, el socialismo y el comunismo venían de otro modo. Los comunistas se aclimataban a las formas políticas de Occidente, mediante el eurocomunismo, y los socialistas abandonaban el radicalismo antiguo y adoptaban la imagen europea de la posguerra mundial. La derecha había estado en el poder durante cuarenta años, excepto algunos personajes excluidos, o no instalados, o con ambiciones no satisfechas y era la fuerza responsable y dirigente de la transición. El régimen con Franco no era otra cosa que la derecha clásica. Ningún parentesco con lo de Chile, con lo de Argentina, con lo de Bolivia, o, ahora, con lo de Turquía. Los militares hicieron el alzamiento, pero el régimen, en sus ministros, en sus legisladores, en su universidad, en su banca y en todo lo que era una dinámica de situación y de instalación, era la derecha. Los que no estaban con Gil-Robles y los que se fueron de Gil-Robles en aquel verano de 1936. El cardenal Herrera Oria y monseñor Escrivá de Balaguer. Y su cupo de poetas, y de filósofos, y de economistas, y de catedráticos, y de periodistas, y de abogados, y de médicos, y de todo aquello que estuvo frente a la izquierda de la Segunda República. Y luego sus herederos. Todo lo que se diga contrario a esto es un timo; y si alguien estuviera en desacuerdo, saco instituciones, papeles y nombres. Otra cosa es que aquella derecha fuera uniforme. No lo fue. Eran diferentes familias. Pero en aquel verano de 1976 se inventan una derecha que se presentaba de otro modo en el camino hacia la democracia. Era liberal, reformadora, progresista, socializante y civilizada, que tenía el deber de recibir a la izquierda desterrada, bailar con ella el rigodón de la restauración democrática y hacer todo lo posible para drogarla y tenerla fuera. La derecha fragmentada, la excluida del poder para la transición, era la menos manejable; y no por ser más dura, sino por estar menos dispuesta al servicio doméstico de la intención restauradora. Sus personajes principales eran más relevantes. Era más dificil manejar el trío Fraga-Areilza-Fernando de Santiago, que el, trío Suárez-Osorio-Gutiérrez Mellado.

De entonces acá tienen lugar las crisis internas de todas estas organizaciones políticas de la democracia. En lo que se refiere a los comunistas, José Luis Gutiérrez ha publicado en Diario 16 unos artículos de gran interés. Al partido comunista actual fueron Olentes del mundo intelectual, profesionales y universitarios, correspondientes a las generaciones nuevas, cuyo estímulo nuevo era la actitud crítica. Cuando se vive en un régimen de restricciones políticas como el anterior, la tentación principal es la de la libertad, y ésta lleva aparejada la actitud crítica. El crítico a una dictadura no cede en su crítica a otra. Según parece, la posibilidad crítica de los comunistas de base o de cuadros, y hasta de comités, parece muy reducida. Santiago Carrillo -probablemente por estimaciones históricas razonables- es un dictador monumental. Nadie tiene más mérito ni más tradición que él. Pero la gente nueva se salta los monumentos. La historia y las estrategias siguen pesando ostensiblemente en estos partidos. Se habla de fuga de intelectuales, y desde los órganos de dirección y de responsabilidad del partido se acusa a los inquietos de conspiradores, de intrigantes y de señoritos. De todo puede haber en la viña del Señor. El partido tiene que hacer grandes esfuerzos para poner en relación demagogia histórica con realidad actual. Un dirigente comunista de 1980 que no abandonara la dialéctica, y hasta las soluciones, de 1930 sería una momia. Pasionaria es una gran momia, aunque la celebre Umbral. Y, sin embargo, Curiel es un ejemplar sugestivo. Los votos que tiene el Partido Comunista español son de protesta social, pero no son de afirmación a un determinado modelo de partido.

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Los socialistas tienen que despejar bastantes más incógnitas. Históricamente hubo un socialismo Largo Caballero y un socialismo Prieto, y hasta un tercer socialismo profesoral, el de Besteiro, que no quiso tomar parte en la guerra civil, e intervino solamente al final para acabar con ella. En Europa ya no existe el socialismo marxista como programa, sino el socialismo marxista como raíz o como recuerdo. El socialismo de la Internacional socialista no es otra cosa que corrector social del modelo de sociedad liberal-capitalista. Es la humanización del Estado, la legitimación de la empresa mediante la instalación de formas colectivas de participación social, de sindicalismo libre y vigilante de los intereses obreros, de acreditación de la economía mixta, de la mayor contribución impositiva de los beneficiados del orden económico y del auge de la empresa pública. El moderno socialismo quiere sustituir una sociedad de sanguijuelas por una sociedad de hormigas. Las nuevas generaciones socialistas españolas eran revolucionarias -o, lo que es lo mismo, anticuadas-, y ese voto obrero y campesino que tiene es también deprotesta social y de desheredados. La gran refriega de Felipe González no ha sido otra que la de instalar el socialismo de clase en la realidad, sin anacronismo de imagen, y sin otro medio de conquista que el de la libertad, en una democracia a lo occidental. Pero este socialismo tiene un sector crítico que es literariamente admirable, cuando se expresa en tres personalidades que mí me llaman mucho la atención: el profesor Tierno Galván, Pablo Castellano y Gómez Llorente. Los dos primeros son más bien ácratas intelectuales. Pontifican contra esta sociedad y la aceptan por impotencia. Son soñadores voluntarios. El primero sostiene que ha de vivir el socialismo utópico, y el segundo dice que hay que mantener en flor las ideas originarias contra la sociedad burguesa. Gómez Llorente es un crítico más pragmático y nada iluso; probablemente se contentaría con que el socialismo modemo no apareciera desfigurado. Algo así como «no deseo emputecerme; pero, si me tengo que emputar, que sea obligado y lo menos posible». Pero el partido socialista es en estos momentos alternativa de poder, y ante la posibilidad en unas elecciones próximas de obtener una minoría mayoritaria para gobernar nece sita una imagen que todavía no ha explicado ni en la moción de censura ni en la cuestión de con fianza. Felipe González, hasta ahora, es un abogado de una buena causa, pero no ha programado un comportamiento socialista para el caso de ocupar el poder y en estas circunstancias. Y para esto no hace falta un discurso de una hora, o una réplica imposible e inútil a Suárez, sino una clara y concreta intervención de treinta minutos. Lo que sucede es que el partido socialista tiene otras crisis internas y su homogeneización ideológica es también difícil. Unión de Centro Democrático -que es la derecha en el poder desde 1977- es, como dije el otro día, una concentración parcelaria. Las parcelas tienen creencias, intenciones y dueños distintos. Ni siquiera en su congreso próximo de enero va a figurar como principal expectación un programa de partido, sino el liderazgo de Suárez; esta es su principal diserisión interna. Murió el más crítico debelador o crítico de Suárez, que fue Joaquín Garriclues Walker, la existencia de los barones no es otra cosa que el estamento de la conspiración y del disentimiento. A diferencia de lo que ocurre en los partidos de la izquierda -que es su identidad-, el tema principal de la crisis interna de UCD es la lucha por el poder. Las diferencias programáticas entre las tendencias -o entre las parcelas- es mínima. Todos son liberales, socialdemócratas o democristianos, aunque algunos tengan tibia la fe. Esa buena y noble cabeza del partido que es Rafael Calvo Ortega dice que UCD es un partido; todavía no. UCD tiene, sin embargo, gentes que empiezan a notarse como muy brillantes. El artículo del otro día, de factura crítica interna, de Herrero de Miñón era excelente. Lo que representa UCD como derecha es muy aceptable.

La otra derecha, la derecha

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marginada, la de los nueve diputados, tiene una gran personalidad vibrante y característica, que es la de Manuel Fraga, y otra personalidad silenciosa y estratégica, que es la de José María de Areilza. A ninguno de los dos se les puede poner peros en la democracia restaurada. Ellos fueron en el antiguo régimen dos voces liberales con abundantes riesgos; más que los contraídos por los que están ahora en el poder. Pero no es un cuerpo compacto, sino una aglomeración circunstancial. Están unidos porque es peor la soledad. Coalición Democrática es una expectación más que una realidad; una gran rama para un tronco. Pero Fraga huele a líder por todas partes.

Por último, hay dos realidades políticas de encaje difícil para un buen recorrido político y parlamentario. Existen también como fuerzas; parlamentarias los nacionalismos catalanes y vascos. Ideológicamente están en la derecha, moderna o reformista, pero no tienen nada que ver con las derechas nominales del Estado. Son completamente autónomas. Tienen otra casta.

Las tareas de relacionar a las fuerzas políticas y parlamentarios de un país para la realización de determinadas cosas se hace muy difícil. Aquí no solamente estamos dispersos en cuatro organizaciones políticas y parlamentarias, sino en familias territoriales que hacen la guerra por su cuenta; y hasta poseemos un esperpéntico Grupo Mixto, donde conviven, aunque sólo sea a través del pluralismo parlamentario forzado, Blas Piñar, Bandrés, Clavero y Sagaseta.

Y este es el cuadro. El reto es arrancar al país del riesgo social del Tercer Mundo, mantener nuestra carrera industrial, construir una democracia moderna liberal-socialista con los residuos válidos de estos dos grandes movimientos antiguos; fabricar un Estado diferente al de la democracia clásica por nuestros fenómenos autonómicos; escoger sitio en el pavoroso tablero de la política exterior, con el objetivo de la seguridad, y hacer frente a nuestra histórica inclinación a la violencia. Con los mimbres que tenemos se hace dificultosamente un cesto. Por lo pronto, sería muy deseable el alivio de las crisis internas de los partidos para no añadir más riesgos a nuestra situación; pero tampoco se ve.

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