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¿Hacia una guerra sucia?

La resaca del voto de confianza, ganado por el Gobierno Suárez no se sabe bien si con gloria, pero con el indudable contrapeso de haber sembrado de incógnitas el futuro, ha dejado una secuela de confusionismo que, según todos los indicios, va a marcar decisivamente la política española de los próximos meses. Confusión no es lo mismo que complejidad, de modo que habrá que irse haciendo a la idea de este nuevo elemento de turbiedad en el panorama político. Un análisis, que no hace falta que sea profundo, de la votación en el Congreso de la pasada semana puede arrojar alguna luz sobre este extraño galimatías. Hemos visto a la izquierda histórica (socialistas y comunistas) votando junto a la derecha autoritaria de Fraga y, al otro lado, a la derecha sociológica, y por tanto centralista que es entre otras cosas UCD, al lado de nacionalistas de viejo, CiU, o nuevo, PSA, cuño. Nada, por otra parte, que no sea frecuente en cualquier parlamento democrático. Ya se sabe, lo dijo Fraga hace tiempo: que la política hace extraños compañeros de cama y las alianzas coyunturales, incluso las que a primera vista pudieran parecer contra natura, forman parte del juego habitual parlamentario. Por ahí no va la confusión, que aparece, sin embargo, cuando se ve a nacionalistas vascos y catalanes votar en sentido opuesto y cuando no se sabe exactamente qué es lo que ha pactado el Gobierno con unos y con otros. O cuando empieza a vislumbrarse con bastante claridad la maniobra, nada nueva, de no negociar con las instituciones cierto tipo de problemas (concretamente la autonomía de Andalucía) y sí hacerlo con una minoría aparentemente díscola, pero, en el fondo, mucho más plegable y manejable. ¿Qué busca UCD con esa «pinza» sobre el PSOE andaluz y que éste va a devolver intentando hacer lo propio con Clavero? Las intenciones en política no son medibles, pero sí los resultados, que, irreversiblemente, están ya sobre el tapete o van a estarlo muy pronto. El debilitamiento de los grandes partidos estatales puede ser un peligroso elemento desestabilizador del sistema de las autonomías y, por tanto, de la democracia, que necesita para su equilibrio de una muy medida dialéctica entre los polos: nacionalismo-idea de Estado. Miquel Roca tiene razón, sin duda, cuando repetidamente afirma que los partidos estrictamente nacionalistas son también Estado, pero en todo el mundo no se conoce el caso de un solo Estado federal que no esté coordinado por la presencia vertebradora de partidos de ámbito nacional.Se comprende la prisa del Gabinete del señor Suárez en solucionar el «embrollo andaluz» (embrollo en el que, seamos justos, no toda la culpa le corresponde), pero hacerlo a solas con el PSA y por caminos, digamoslo así, tan sofisticados como el del ya famoso artículo 144 es un error de cálculo político muy grave. O, peor aún, una insolente e inoportuna actualización de la fábula del plato de lentejas. Dada la tendencia mimética que se puede observar en la política española desde hace un par de años a esta parte, no es difícil aventurar el nacimiento o consolidación de nuevas minorías regionalistas, o incluso provinciales, que van a intentar repetir la exitosa jugada de los andalucistas. Piénsese entonces en la gobernabilidad de un Parlamento del Estado con una docena larga, y un tercio de los escaños, de partidos de regiones, cuyo sentimiento autonómico es de reciente Implantación, y debido no tanto a una cohesión nacional, como en las nacionalidades históricas, sino a un visceral, y justificado, sentimiento anticentralista. No estamos hablando de «ciencia-ficción», sino de un panorama que, con la inestimable colaboración centrista, puede estar tras las próximas elecciones y aunque éstas, ¡ojalá!, se celebren a su debido tiempo. La brecha se ha abierto, empieza la confusión.

Se supone que la reflexión que se ha hecho el Gobierno, aparte de la necesidad de ganar (¿cómo sea?) el voto de confianza que alejase el fantasma de nuevas mociones de censura, es la de que no se negocia con quien se quiere, sino con quien se puede. Y los socialistas, en los últimos tiempos, no están haciendo gala de una excesiva coherencia. No se entiende, efectivamente su empecinamiento en el asunto del director de RTVE si, según el Estatuto votado consensualmente, éste debe ser nombrado por el Gobierno. Como tampoco, a estas alturas, la modificación de la ley de Referéndum, en su momento también consensuada, para repetir el referéndum en Almería. Y no se entiende esto último porque el tema de repetir un referéndum puede, se quiera o no reconocer, sentar un precedente explosivo para otros lugares, por ejemplo Navarra. Por otra parte, la personalización del PSOE en la figura de Suárez de sus discrepancias con UCD es un elemento, que se acentúa después del debate del voto de confianza, que necesariamente el Gobierno contempla. A este respecto, léase con atención la intervención de Felipe González y las posteriores declaraciones de Alfonso Guerra, donde queda bastante claro un no rotundo a sentarse en un posible Gobierno de coalición, si las circunstancias lo exigiesen, con Suárez, pero no con UCD. Así las cosas, el Gobierno ha encontrado en estas actitudes socialistas la percha donde colgarla justificación de abrir la tienda y vender sus soluciones a la minoría andalucista. Con premeditación y alevosía, según nos hemos enterado después, ya que todo estaba ensayado con anterioridad.

Todo lo anterior ilustra, y no exhaustivamente, la irreflexiva etapa que hemos iniciado. Naturalmente, con imprevisibles consecuencias. La democracia se consolidará primordialmente a través del fortalecimiento de los grandes partidos y de las instituciones, también las autonómicas, obviamente, y estos confusos inicios de «guerra sucia», que poco tienen que ver con la lógica dialéctica Gobierno-oposición, llevan dentro una peligrosa carga autodestructiva. El camino emprendido por el Gobierno no tiene salida a largo plazo y de él, no valen pretextos, es la mayor responsabilidad. La salida para Andalucía pasaba necesariamente por la Junta. Y en este sentido tampoco el PSOE, en su empecinamiento, parece libre de culpa. El problema está en que si los dos grandes partidos de ámbito nacional son incapaces de entenderse y negociar (que no es lo mismo que aliarse, en los grandes temas no coyunturales de la política del Estado) y el zancadilleo para ganar las batallitas concretas sustituye al diálogo y a la confrontación parlamentaria, la política de este país se irá irremediablemente enturbiando y confundiendo. Y, sin ánimo moralizante alguno, ya se sabe quiénes son los pescadores del río revuelto. Al menos, el Gobierno debería saberlo.

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