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Tribuna
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La estupidez de las grandes potencias

Las armas soviéticas, que Irak recibió a precios de saldo de Moscú para contrarrestar el poderío del proamericano imperio del sha, hacen fuego ahora contra las armas americanas vendidas a Irán, que a su vez son empleadas por los fanáticos religiosos que derrocaron la dinastía Pahlevi y que todavía retienen en su poder a un buen número de rehenes americanos.Nada existe tan inseguro e inestable como el sistema de relaciones entre las grandes potencias y el Tercer Mundo. Desgraciadamente, la turbulencia de éste no necesita ser atizada por el antagonismo y los designios de las superpotencias. Tal turbulencia existe ya, y sus raíces son tan antiguas como el propio mundo. En efecto, el Tercer Mundo, en su manifiesta sed de poder y sus conflictos, no difiere en nada del «mundo» tal como ha sido siempre y seguirá siendo.

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La interacción entre las políticas globales de las grandes potencias y los muchos conflictos del Tercer Mundo es un tema que ha sido objeto de numerosos estudios y debates. El último ejercicio en este campo, hace quince días, fue la XX Conferencia Anual del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IIEE), celebrada en Stresa. El HEE, con sede en Londres y miembros de todos los rincones del globo, al estudiar «los conflictos del Tercer Mundo y la seguridad internacional», dio lugar a un impresionante volumen de opiniones, en ocasiones contradictorias.

Si bien obtuvo escaso apoyo el criterio, más bien simplista, del doctor James Schlesinger, ex secretario de Defensa de Estados Unidos, en el sentido de que el fin de la «pax americana» y el declinar del poderío de EE UU constituyen la causa principal de esta inestabilidad, la mayoría se inclinó por la tesis opuesta de otro americano, el profesor Stanley Hoffman, de la Universidad de Harvard, para quien las cosas ocurrieron exactamente al revés: el fin de la «pax americana» y el declive de la omnipotencia de EE UU han sido el efecto, y no la causa, de la gran turbulencia del Tercer Mundo, de sus divisiones y conflictos, de su creciente poder y ambiciones.

Por consiguiente, una simple resurrección del poderío americano (bajo un Gobierno republicano, evidentemente) no daría lugar a una mayor estabilidad en el mundo, como parecía sostener el doctor Schlesinger. La opinión general, apoyada por políticos e intelectúales occidentales y tercermundistas, era la de que las grandes potencias debían dejar de jugar al perro y el gato con los conflictos del Tercer Mundo, siguiendo, por el contrario, una política de cooperación, tanto entre ellos mismos como con las nuevas naciones.

Tal política no significaría una postura de «no intervención en el Tercer Mundo», pues las naciones en vías de desarrollo son conscientes de que necesitan el apoyo y la cooperación de las grandes potencias. Pero lo que sí dicen a Occidente y a la Unión Soviética es, más o menos: «No avivéis las llamas de los conflictos locales, no sea que os queméis también vosotros».

Igualmente, se puso de relieve la necesidad de «nuevos mecanismos de consulta» entre EE UU, Europa occidental y Japón. Ello conduciría a una «división del trabajo» entre ellos, para fomentar el crecimiento de sociedades estables en el Tercer Mundo. La comunidad europea era considerada por muchos como el modelo fundamental para la cooperación regional en el Tercer Mundo,

El sentimiento dominante en Stresa era de profundo pesimismo. En un mundo de interdependencia, las razones de los conflictos locales son demasiado numerosas, y la inmadurez de las elites nacionales, demasiado pronunciada como para permitirnos esperar otra cosa que una sucesión de enfrentamientos locales, con su inevitable y grave amenaza para la seguridad internacional.

Como demuestra el «impropio» uso del armamento en la guerra entre Irak e Irán, la tentación de las grandes potencias por explotar en beneficio propio los conflictos del Tercer Mundo, a veces, producen resultados irónicos. Ese tipo de política es un ejemplo de estupidez, más que de inteligencia. Si se quiere preservar la paz mundial, las grandes potencias han de mostrar mayor comedimiento y estar dispuestas a cooperar más, en todas las regiones clave y «zonas grises» del planeta, al menos en mucha mayor medida que hasta ahora.

Arrigo Levi, periodista italiano de 54 años, dirigió el diario La Stampa, de Turín, durante cinco años. Actualmente publica sus columnas de política internacional en The Times y EL PAIS.

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