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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Israel: la ceguera no siempre la sufren los otros

Emilio Menéndez del Valle ha publicado en EL PAÍS del pasado 30 de agosto una «tribuna libre» denominada La ceguera de Israel. Sin recurrir a la citación bíblica de la viga y la paja -aquí tan legitimada por el paisaje-, conviene señalar que el ser asesor para asuntos internacionales del secretario general del PSOE no significa que sus análisis hayan de ser forzosamente compartidos por otros asesores o por el propio Felipe González. Igualmente ser miembro de la comisión ejecutiva no implica que mis planteamientos sean plenamente aceptados por otros compañeros de la dirección socialista.Se debe destacar que entre Menéndez del Valle y yo se dan, en la materia, no sólo convergencias, sino identidades, a fin de que la discusión contenga, cordialmente, las enriquecedoras diferencias. En primer lugar convengo en que la declaración del Gobierno derechista de Beguin sobre el carácter de Jerusalén como capital indivisible constituye una innecesaria provocación, no ya porque los árabes la consideren ciudad santa del Islam -como, por otra parte, los cristianos y los judíos por específicas razones-, sino, además, por ser disparatada.

Sin entrar en valoraciones, se constata que bastantes años el Parlamento y las misiones extranjeras tenían allí su sede; que la costumbre había convertido el emplazamiento en un dato débilmente controvertido; y que, una vez más, el fanatismo iluminado de un primer ministro ha conseguido que la Embajada de Holanda -siempre comprensiva con Israel- abra el desfile del regreso a Tel Aviv.

Pasando de la circunstancia al principio, vengo manteniendo la necesidad de que sobre la antigua Palestina, coexistiendo con Israel la comunidad árabe en plenitud de derechos, disfruten ambas de fronteras seguras y garantizadas. Asímismo opino que la OLP posee un amplio nivel representativo. Y, consecuentemente, que los asentamientos son de todo punto condenables.

A partir de aquí, la plural interpretación impone exigentes contraposiciones.

Tomando pie en la novela El quinto jinete, de Collins y Lapierre, E. M. del Valle deduce que «quedan claras la cerrazón y la locura de una sociedad egoísta como la israelí». ¿Corresponde, a menudo, la realidad con la visión deformadora del panfleto?

Si es muy difícil encontrar una nación que no haya nacido de la fuerza -viniendo dada la legitimidad histórica por la distancia temporal a su origen-, pocas han surgido con criterios tan solidarios y liberadores como la judía.

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A la persecución milenaria correspondía una réplica deslumbradora. La diáspora que Roma promovió con singular dureza; las matanzas medievales provocadas por la codicia de los poderosos y la ignorancia de los humildes; las expulsiones masivas de quienes, con su mero existir, mostraban la sugestiva disidencia frente al uniformismo teocrático; los pogroms; las cámaras de gas rubricando la pavorosa conclusión del fascismo, apuntaban, todas ellas, a un claro destino. Quienes sirviendo con acrisolada lealtad a las patrias donde habían nacido, y contribuyendo, desde su vinculante originalidad, a que la cultura moderna tuviera inequívoco signo de libertad, ¿serían capaces de constituir un ámbito protector para que la historia mártir dejara de reiterarse?

Israel no es sólo el resultado del esfuerzo emancipador, sino también del sentido solidario de la vida aportado por sus fundadores, los cuales, desbrozando terrenos inhóspitos adquiridos a los latifundistas árabes, consiguieron que surgieran en los kibbutzim apasionantes comunidades en las que borradas las diferencias entre el trabajo intelectual y el manual, la existencia se volvía creación.

Sin la aspiración liberadora no puede comprenderse el sueño israelí. Sin la tensión socialista, su realización.

Si la. doctrina y el análisis en el conocimiento social guardan vigencia -y estoy convencido de ello-, no se puede hablar, como Menéridez del Valle, de una sociedad egoísta en su conjunto. Quizá se pueda hablar de una colectividad atemorizada -como la de los países totalitarios-, o enfervorizada coyunturalmente -al derrocarse el autoritarismo-; pero en una sociedad moderna y, por tanto, compleja como la israelí, se entrecruzan dialécticamente los intereses de las diversas clases, opuestas perspectivas económico-sociales, encontradas plataformas políticas, varias visiones culturales y complementarias sensibilidades.

No son escasas las corrientes que en el interior de Israel amparan soluciones de progreso, al contrario de lo supuesto por E. M. del Valle. Es, por el contrario, una minoría la que todavía responde al trémulo y quebrantado shofar de Beguin. Si la OLP excluyera de su carta la pretensión de eliminar Israel del mapa todo sería más fácil. Las poderosas fuerzas políticas y sindicales agrupadas en el Labour se aprestan al adecuado recambio, y, hace escasos días, hasta el recientemente halcón Moshe Dayan, criticando la resolución gubernamental sobre Jerusalén, reclamaba la retirada del Ejército de los territorios ocupados en Cisjordania y Gaza.

Cierta proclividad tercermundista no curada de espantos -y que no ha de confundirse con la rigurosa dedicación a las naciones sometidas a presiones imperialistaspuede acuñar un mesiánico principio del fin para una Israel supuestamente abotagada por «la corrupción del poder absoluto, unido a la ceguera y arrogancia políticas» mas la retórica de los grandes principios quizá contribuya a que brinquen más los derviches que gobiernan Libia, Siria... que a resolver los problemas. Quienes se consideren amigos de los palestinos poco les ayudarán exaltando soluciones absolutistas, como quienes lo sean de los israelíes menguado favor les harían elogiando su terquedad. Es primordial acabar con las simplificaciones, y entre éstas resulta peligrosa achacar a los israelíes «querer resarcirse de un holocausto con otro».

No me gusta recordar a aquel antisemita que, intentando exculpar a los nazis, manifestaba que no fueron seis millones, sino cuatro, los judíos muertos; pero no puedo olvidar que la responsabilidad de Israel en el destino de los palestinos no se encuentra a mucha distancia de lbs demás. Cuando, en 1948, las Naciones Unidas procedieron a la partición del antiguo mandato británico decidieron, al mismo tiempo, fronteras débiles e inseguras para el naciente Estado judío, mientras aquellas tras las que iba a asentarse el nuevo país árabe tenían, además de su solidez, la prestada por el ancho mundo colindante que lo respaldaba. Mas los notables no aceptaron la resolución, y varios ejércitos, en combinación con bandas armadas acaudilladas por el Gran Muftí, el cómplice de Hitler, se enfrentaron a lo que era razón del mundo -del Este y del Oeste- y justicia para el atormentado legado judío.

Y allí se inició el éxodo de las poblaciones, empujadas al exilio por las armas derrotadas. Y nuevamente, tras la guerra de los seis días, fueron invitadas a refugiarse lejos de sus hogares, no por Israel, sino por quienes, tan impremeditada como visceralmente, comenzaron un conflicto que, una vez más, habrían de perder. ¿A qué holocausto se referirían los guerrilleros palestinos que huyeron a las líneas israelíes para salvarse de Hussein de Jordania y sus beduinos durante el septiembre negro?

Yo, que en el otoño de 1978 contemplé, contristado, en los campamentos de refugiados del sur de Libano, los crueles excesos de las represalias judías, no puedo compararlas con el holocausto cuando, además, el terrorismo contrario engendra cadáveres de niños hebreos en centros y transportes escolares.

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