Polonia, ante la esperanza de una nueva sociedad
Hace ya mucho tiempo que se esperaba en el mundo comunista la llegada del «hombre nuevo». Y he aquí que acaba de surgir en Polonia -se llama Lech Walesa por ejemplo-, no para reformar el régimen instituido, sino para volverle la espalda.«Nuestro nuevo Gobierno se propone concluir rápidamente las negociaciones con los huelguistas de los astilleros de Canossa ... ». El locutor de una emisora provincial polaca que cometió este lapsus la semana pasada ha querido quizá hacer comprender maliciosamente. que Gdansk y Szczecin se habían convertido, para los dirigentes de Varsovia, en los lugares de expiación de sus pecados.
A partir del 28 de agosto, sin embargo, Gierek y los suyos ya habían comprendido que el tiempo no actuaba en su favor y que debían ceder en parte a los huelguistas para evitar lo peor. En primer lugar, decidieron, pues, sentarse a la mesa de negociaciones con el comité de huelga interempresas, que se habían negado a reconocer hasta aquel momento. En segundo lugar, el domingo 24 de agosto, Gierek reorganizó drásticamente su equipo del Partido Obrero Unificado de Polonia (POUP) y pronunció un discurso autocrítico en el que reconoció, en sustancia, que su partido era el único responsable de la explosión social del mes de agosto, como consecuencia de su política equivocada. Al admitir esto, y aun cuando sus proposiciones concretas seguían siendo insuficientes, había concedido a los huelguistas una extraordinaria victoria moral. En efecto, su discurso equivalía a proclamar que los obreros habían tenido razón al ocupar las fábricas, no sólo para defender sus intereses, sino, sobre todo, para salvar el país de una «línea política» profundamente nociva.
En un país normal, un discurso como el de Gierek sólo habría podido ser pronunciado por un responsable dimisionario puesto en la disyuntiva de reconocer el fracaso de su gestión. Pero Polonia no es un país normal, como tampoco es el POUP un partido normal. En consecuencia, Edward Gierek ha seguido en su puesto, aunque se ha visto obligado a sacrificar a muchos de los que han hecho carrera siguiendo sus pasos, desde el primer ministro Babiuch hasta el director de la Televisión Szczepanski. Para los polacos, Gierek ya no es más que un dirigente que ha reconocido su fracaso político; pero para Moscú, por una parte, y para los occidentales y la Iglesia, por otra, Gierek sigue siendo el hombre firme, el único capaz de mantener el orden en esta Polonia eternamente rebelde.
Edward Gierek se mantiene también como secretario general del POUP porque no existe en las filas del partido ni un solo dirigente con el más mínimo prestigio dentro del país ni, con mayor razón aun, en el extranjero. Desde este punto de vista, la situación difiere radicalmente de la que se produjo con ocasión de las dos crisis anteriores, en 1956 y 1970.
Durante el período difícil de la desestabilización, inmediatamente después de la revuelta obrera de Poznan, el comité central del POUP todavía podía declarar en octubre de 19516, al término de una sesión comparable a la celebrada el pasado domingo: «Hemos sufrido todos los errores de Stalin. Pero ya tenemos un nuevo jefe, el camarada Wieslaw (Wladyslaw Gomulka), quien fue encarcelado por orden de Stalin por haber sido un gran resistente comunista y un patriota». Y una muchedumbre inmensa se concentró de inmediato e n Varsovia para aclamar a aquel «buen polaco», a aquel comunista «que no era como los demás».
El descontento de los empresarios
Pero catorce años después, ante una nueva revuelta obrera, ya no cabía la posibilidad de presentar al sucesor de Gomulka, Edward Gierek, como un hombre verdaderamente nuevo: en efecto, no salía de ninguna prisión y además pertenecía desde hacía mucho tiempo al Politburó, órgano supremo del partido. Su biografía, cuando menos, sí correspondía perfectamente a las necesidades de las circunstancias: en su diálogo dramático con los huelguistas de Szczecin ha podido invocar su pasado de minero, de trabajador emigrado en Francia y Bélgica, de comunista que ha pasado dieciocho años de su vida en la mina o la fábrica. Y, en Szczecin, este pasado ha pesado sin duda de manera decisiva y permitió una vez más al POUP salir con bien de la aventura.
Actualmente, frente a una crisis todavía más grave -aunque afortunadamente menos sangrienta-, el Partido se habría dado por contento de poder enviar a Gdarisk un verdadero dirigente obrero, procedente, por ejemplo, de los astilleros, y capaz de hablar el lenguaje de sus camaradas. Ahora bien, después de 35 años de «poder popular», ya no queda en el comité central del POUP ni un solo dirigente que proceda realmente de la base obrera. El cambio de personal que se ha llevado a cabo en Varsovia es muy revelador en este sentido: para sustituir a Edward Babiuch, un administrativo que había hecho carrera en Silesia, se ha llamado a Jozef Pinkowski, un apparatchik funcionario del partido, quien se ha elevado en la jerarquía en el voivodato de Varsovia. La formación de estos dos hombres e idéntica y han vivido siempre en el mismo medio, muy lejos de los obreros a los que teóricamente representan. Se trata, de hecho, de dos dirigentes intercambiables: Pinkowski habría podido ser nombrado primer ministro en lugar de Babiuch el pasado mes de febrero en cuyo caso habría sido sustituido por éste en esta crisis. En cualquier caso, tanto uno como otro son dos perfectos desconocidos en los astilleros de Gdansk y nadie puede, pues, deplorar el infortunio de uno o alegrarse del ascenso del otro Ahora bien, esto no significa que todos los cambios realizados no han tenido importancia. La promoción de dos hombres, Stefan Olszowski y Tadeusz Grabski, merece ser resaltada, aun cuando ninguno de los dos goza todavía de mucho crédito ante los obreros.
Tadeusz Grabski, dirigente del Partido en el centro industrial de Konin, había pronunciado hace un año un discurso violentamente crítico, tras las puertas cerradas del comité central, contra la política económica del Gobierno. El texto de dicho discurso se grabó en cinta magnetofónica y circuló, al parecer, bajo cuerda, en diferentes medios del POUP. Sin embargo, las altas esferas no hicieron ningún caso del mismo; es más, en el VIII Congreso del Partido, celebrado el pasado mes de febrero, Tadeusz Grabski fue «privado» de todo poder real, siendo elegido como miembro de la comisión de coritrol del CC. ¿Qué había dicho, pues, para merecer tal premio? Según se cree, se alzó como portavoz de los «empresarios socialistas», que cada vez aceptan menos el desbarajuste gubernamental y reclaman reformas económicas. La vuelta de Tadeusz Grabski a un puesto de gran responsabilidad va a constituir, sin duda, un estímulo para estos empresarios, hecho tanto más importante cuanto que acaba de concederse oficialmente el derecho de huelga a los obreros polacos, por lo que tendrán que tratar en lo sucesivo con verdaderos trabajadores y no ya con un sindicato ficticio integrado en la administración del Estado.
Por su parte, Stefan Olszowski, el otro cesado del último congreso que vuelve hoy triunfalmente a la escena política, había alentado al parecer el año pasado a ciertos intelectuales del POUP para que fundaran un club de discusión con los intelectuales de la oposición, con objeto de que formularan conjuntamente, y oficiosamente por supuesto, las soluciones para la crisis y las nuevas ideas que el partido era ya incapaz de producir. Su retorno al Politburó y a la secretaría del POUP será, pues, motivo de alegría para todos aquellos que consideran importantes estos estudios y estimulará a la vez la actuación de estos hombres y sus reivindicaciones en pro de una más libre expresión. En cualquier caso, Gierek ha elogiado encarecidamente a hombres como Olszowski y Grabski, «unos camaradas que habían visto las cosas claras antes que los demás».
Desconfianza sistemática
En estas condiciones, no debe sorprender el hecho de que, para los huelguistas, como dijo su líder Lech Walesa, este «terremoto» en la cumbre del POUP constituyera la respuesta a sus veintiuna reivindicaciones. Al igual, por otra parte, que la promesa de Gierek -la misma que había hecho hace diez años en Szczecin- de permitir elecciones sindicales a nivel de la base, con votación secreta y sin limitación del número de candidatos. La experiencia había enseñado ya en una ocasión a los obreros polacos lo que cabe esperar de semejantes elecciones; es más, los hombres como Lech Walesa no aspiraban en modo alguno a ser elegidos dentro de un sindicato gubernamental, corruptor por definición. Lo que querían era formar un sindicato autónomo y sobre este punto se centraron, fundamentalmente las negociaciones de Gdansk, de Szczecin, de Eiblag y de tantas otras ciudades que se sumaron a la huelga.
La intransigencia de los huelguistas obligó a Edward Gierek a dar un nuevo paso, el día 27 de agosto, hacia la satisfacción de sus reivindicaciones: por primera vez en la historia de la Polonia popular el Conselo Nacional de los Sindicatos, reunido urgentemente en Varsovia, eligió un presidente -Romuald Jankowski- que no es miembro de los órganos directivos del partido comunista. El citado consejo decidió además fundar su propia oficina de precios y salarios, anunciando que se opondrá en lo sucesivo a las decisiones del Gobierno que no correspondan a los intereses de los trabajadores. Para poner de mafiesto su voluntad de «autonomizarse» con respecto al partido y al Estado, el consejo se dirigió a los comités de huelga de las diferentes ciudades polacas pidiéndoles que participaran en las discusiones relativas a la renovacíón de los sindicatos. En otros tiempos, un ofrecimiento de estas características habría sido el más audaz jamás propuesto a los trabajadores de una democracia popular.
«No hablen ustedes de Walesa. Sin los cibreros. Walesa no es nada». ha declarado a la televisión sueca el líder del comité de huelgade Gdansk. Sin embargo, para comprender en qué se basa la fuerza del movimiento obrero en Polonia es obligado hablar de Walesa. En este país, todo el mundo estaba esperando la explosión del descontento popular. El año pasado tuve la ocasión de leer personalmente, en Varsovia, las actas taquigráficas de un seminario celebrado en Jabionna, con asistencia de los principales economistas del partido y de fuera del partido, y todos ellos contemplaban el futuro con perplejidad y angustia. Pero, evidentemente, lo único que podían prever era un movimiento de huelga dentro del sistema y comparable a los del pasado: los obreros salen de las fábricas, protestan, incendian quizá algún comité local del partido, pero, a la postre, confian al mismo partido la misión de mejorar las cosas.
Con Walesa -y con los que le siguen- se modifica el guión. Este hombre representa una nueva actitud social. Y no sólo porque ya se declaró en huelga en 1970, porque ha sido despedido en tres ocasiones, porque ha vivido durante mucho tiempo gracias a la ayuda de sus camaradas o al dinero recaildado por el KOR (Comité de Autodefensa Obrera) de Kuron y Michnik, sino, sobre todo, porque no está dispuesto a suplicar ante los hombres del poder ni a confiarles la más mínima misión. Reivindica para la Iglesia el acceso a los medios de comunicación social porque ve en ello una garantía para su propia libertad de expreiión. Pero el llamamiento del primado de Polonia, el cardenal Wyszynski, para que los obreros volvieran al trabajo le dejó indiferente, porque ni él ni sus amigos aceptan consignas de nadie.
Fuera del sistema
Walesa ya no tiene ilusiones en lo que respecta al «socialismo real» y, por tanto, no quema nada, ni siquiera se enfurece. «Es la primera vez que nos hablamos desde hace 35 años», dijo con calma al viceprimer ministro, Jagielski, para hacerle comprender sin lugar a dudas que ya no se trataba de un diálogo como en 1956 o 1970, porque en esta ocasión su comité de huelga representaba un contrapoder no integrado en el sistema. En cualquiercaso, no pide la Luna, porque sabe muy bien que Polonia -como ya decía Gomulka- no se encuentra en el continente australiano y que sus vecinos no son pacíficos pastores. Por todo ello, no cabe en Polonia la posibilidad de fundar un verdadero partido obrero, aunque no faltan los hombres capacitados para hacerlo, tal y como ha enseñado la experiencia. Pero Walesa proclama lisa y llanamente que «el hombre nace libre y debe vivir libre». De hecho, cuando dicen que no hacen política, él y sus camaradas están haciendo la única política posible y eficaz, es decir, están desarrollando su organización de clase y están creando así espacios de libertad «para ellos y para el conjunto de la sociedad». Son los hijos de la crisis definitiva del «socialismo real» y están intentando buscar una vía de salida, a sabiendas de que el camino será largo y difícil, para no quedar sepultados por los escombros del actual régimen. El movimiento que han iniciado continuará y se situará cada vez más fuera del sistema existente para sentar las bases de otra sociedad.
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