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Ciudadela: el temor a la reconquista

Los habitantes de Ciudadela (Menorca) no quieren ser las víctimas de experiencias turísticas semejantes a las de Ibiza o Palma de Mallorca. De ahí que, de acuerdo con los veraneantes más antiguos, hayan urdido el plan de que hay que hablar muy mal de esa hermosa y pacífica comarca menorquina. Prefieren la leyenda negra a seguir recibiendo la visita de nuevos turistas, conquistadores para ellos, de los que luego, a lo mejor, hasta se hacen amigos entrañables.

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Grado cero del turismo

Las familias que veranean en Ciudadela, aquejadas de una violenta y crónica preocupación moral, suelen negarse a hablar de la comarca isleña donde hallaron bonanza. Nada se puede comparar con ese sigiloso fanatismo que siente el forastero por Ciudadela, a no ser el horror vehemente que conmueve al ciudadelano cuando percibe la llegada, por tierra, mar o aire, de un nuevo forastero. Un fantasma recorre Menorca: se llama Reconquista. Por eso, que no es gansada, los habitantes de siempre y los viajeros conversos de un día venturoso eligieron este paisaje gris -salpicado de blancas casas con puertas verdes- como refugio inalterable de todos los veranos venideros difunden al unísono una misma consigna: «Decid en el periódico que aquí la vida resulta insoportable, que hay crímenes, barullo, suciedad y desgracias de todas las especies. Decid lo que sea, cualquier barbaridad, con tal de que no venga nadie más». Sueltan esto como un amable escopetazo, se dan la vuelta y te dejan con ese peso encima.El nido del narciso

Tras mucho rastrear en vano, encontramos por fin a una mujer, a media cuesta de la cuarentena, dispuesta a pronunciar unas palabras más sobre el resbaladizo asunto. En voz muy baja, eso sí, rogando, por favor, que no demos su nombre ni en broma, que no quiere disgustos, que basta y sobra con contar que ella nació en Palencia, aunque no vive allí, y que hace doce años ya que veranea en Ciudadela.

Juega, sobre la mesa de un merendero, con sus gafas de sol. Tose. Se arranca: «Hay que entender esta reacción generalizada y no confundirla con la xenofobia. El menorquín, y en especial el ciudadelano, es un narciso que no se cansa de contemplar su propio nido. Está feliz de haber nacido aquí, se siente entusiasmado con su isla, goza mirando estos paisajes maravillosos... En una palabra, se le cae la baba al darse cuenta del privilegio que su pone vivir en un sitio así. Por su puesto, ese entusiasmo sería menor si las malas condiciones económicas le obligaran a recurrir al turismo para sobrevivir. Pero no es el caso. Aquí se da la mayor renta per cápita de toda España. Entre la industria del calzado, la agricultura, la ganadería y la bisutería, el ciudadelano medio goza de un bienestar envidiable». Pausa. Se acercan unos conocidos. Saludos. Pasan de largo.

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Las manos abandonan las gafas y acarician un vaso. Al mismo tiempo: «Casi todo el mundo tiene su vivienda decente, su barca, su residencia secundaria y el dinero preciso para comprar las cosas esenciales. O sea, que no necesita las migajas que dejan los turistas. Por otra parte, con la llegada de la democracia y el resurgir de las nacionalidades, los catalanes empezaron a venir en plan paternalista, emprendieron una especie de reconquista sentimental de esta rama pacífica del tronco catalán. Los menorquinos reaccionaron de manera airada y en seguida surgió otro nacionalismo local que se enfrentó y sigue enfrentándose al catalanismo peninsular. De ahí que el turista catalán sea aquí el peor acogido; porque tiene tendencia a mezclarse con los nativos utilizando un sospechoso tono familiar, entre protector e interesado. El inglés o el alemán son señores que habitan en su hotel lejano y que se limitan a ir de la habitación a la piscina. Es decir que, cuando se pasean por Ciudadela, no molestan a nadie. Son casi adornos rubios por las calles. Toman el sol y se van».

Un hijo de nuestra informadora -«éste es el menor, tengo otros dos ya grandes»- acude, sudoroso, a decirle a su madre que acaba de quedar el segundo en una carrera de sacos. Aprovecha el instante de gloria saltarina: «Anda, dame para una fanta». Obtiene lo pedido. Vuelve a irse. Y ella prosigue: «Ciudadela es un pueblo de artesanos. No hay un capitalismo local que se haya dedicado en exclusiva al turismo. Y es que la propiedad sigue en manos de las mismas familias que vinieron a la conquista con Alfonso III. Algunas tienen mil hectáreas de terreno, con dos o tres playas, buena ganadería, agricultura productiva y una mentalidad chapada a la antigua. No se les ocurriría jamás ponerse a vender una playa. Y, en el fondo, hacenn bien. Porque a cualquier millonario se le antoja comprarse una playa en el Mediterráneo cuando le van bien los negocios. Si ellos ya tienen esa playa, ¿por qué la van a vender?».

La carcajada escolar

Según la que interroga de tal guisa, y que ahora golpea el vaso con las gafas, todos los ciudadelanos anhelan que no destrocen más su isla, que paren el turismo como sea, que los dejen tranquilos. Tranquilidad había, al parecer hasta hace poco tiempo. Y era tal que las puertas de las casas no se cerraban jamás con llave. Si alguien lo hacía, las lenguas vecindonas murmuraban: «¿Qué se habrá creído? ¡Habrase visto una persona más desconfiada!». Frases en ese tono, más o menos, en libre traducción del menorquín al castellano.

Mas llegaron los nuevos conquistadores, dispuestos a ganar otra batalla, mercantil y jipiosa, igual o parecida a la de Ibiza. Las puertas conocieron el ruido del cerrojo a tope. Sin embargo, perdura la quimera del retorno a un hogar sin barreras. Nadie parece resignarse a la inutilidad cotidiana de tener que seguir con el suplicio de eso, de si me habré olvidado o no de cerrar bien la puerta. «En Mahón», añade la veraneante, «todo es distinto. Es una ciudad más cosmopolita». Por ello, los de Ciudadela apuestan en sentido contrario. Cuando iba a construirse un aeropuerto en la isla, nada de líos ni rivalidades. Se cruzaron de brazos: «La gente razonaba -medio en broma, medio en serio- que el zumbido de los aviones cortaría la leche de las vacas». So pretexto de buena leche, no quisieron que el cencerro del aire trastocase su forma de vivir.

La mujer que así informa hace hincapié en el gran fervor que siente el habitante de Ciudadela por sus hermosas tradiciones, entre las que descuella la fiesta de san Juan Bautista. Al mismo tiempo se lamenta del desinterés existente por la cultura: « El padre mete a sus hijos en la escuela, pero está pensando en mandarlos rápidamente a la fábrica. El chico que tenga la mala suerte de querer y poder estudiar ha de sufrir el oprobio de ver que, mientras él se sacrifica ante los libros, encerrado en alguna pensión de la ciudad, sus compañeros están ganando bastante dinero en la fábrica de calzado y divirtiéndose los fines de semana sin regatear gastos. Una amiga mía de aquí, que es maestra, dijo un día en su clase: "Cuando vayáis a la universidad..." No pudo continuar. Escuchó una sonora carcajada general. ¡A ellos con esas bromas! De todos modos, el panorama cultural no es tan negro como lo estoy describiendo. Existen varias galerías de arte, los responsables de Juventudes Musicales realizan una labor estupenda, hay cine-club y, por haber, hay hasta dos hipódromos».

Acerca del carácter y las costumbres, la forastera casi clandestina -tan aferrada al estribillo de «ojo con poner mi nombre»- osa un resumen ejemplar: «¿Véis a ese chico que está allí sentado? No, el de la izquierda. Tiene una pinta terrible, con sus gafas de espejo, sus melenas, sus pantalones de cuero.... puro cuento. En cuanto habla asoma su bondad, su natural suave. Así es la juventud. No tiene problemas económicos, es muy liberal en las relaciones sexuales, sólo critica a base de humor... Hay muchos chicos que van de caza o de pesca. Y existe la costumbre de organizar fastuosas meriendas, a lo mejor durante quince días seguidos. Eso lo hacen también, desde muy antiguo, los mayores. Se marchan a alguna cueva, sin sus mujeres, siempre sin sus mujeres, ¡qué cruz! y se dedican a beber gin y a cantar canciones napolitanas». Ceremonia intermedia para sacar a una mosca del vaso de cerveza caliente.

Al término del salvamento, matices sobre el choteo: « Pero es gente pacifista. Cuando oyes un grito de pelea en un bar, te aseguro que no es de un menorquín. Los ciudadelanos no se encrespan por nada.

Han visto pasar a tanta gente con uniformes tan distintos -ingleses, franceses, españoles- que han perdido la capacidad de sorpresa. O sea, digo esto en buen plan. Y lo curioso es que, en contra de lo que pudiera parecer antes, al evocar ese terror profundo a la reconquista, venga de donde venga, se trata de un pueblo sumamente hospitalario». Acaba de llegar el marido con una cesta de mariscos. Escucha las últimas palabras de su esposa. Está al corriente de esta confesión con fines periodísticos. Y resume el resumen ajeno por la vía más rápida: «Vamos, que lo que no le gusta al menorquín es que se la metan doblada. Con perdón».

Ella se calla. Pretexta que va a buscar al niño. El habla pronto de política: «Yo creo que, en el fondo, la gente de aquí pasa de toda la ensalada politiquera. Hombre, UCD tiene su fuerza por eso de la televisión, por lo del montaje y por lo del carisma del mando. Nosotros somos socialistas, pero tenemos que reconocer que aquí fracasó el PSOE. En cuanto al PCE, prácticamente no existe. El que está alcanzando verdadero auge es el PSM. La ese no está nada clara, pero la eme mueve montañas». Esta mañana, al pasear junto a la catedral, vimos recién pintadas las letras de una vieja proclama falangista: «No hay fachas de verdad. Eso lo hace un chico al que todo el mundo conoce. Es un pobre diablo». La mujer ha vuelto.

Se anima ella de nuevo: « Lo que le ocurre al desgraciado es que sólo puede pintar en los edificios públicos o en los transformadores de la luz. Ahora, que no se le ocurra pintarrajear la fachada de una de esas señoras que blanquean su casa tres veces por semana. Si se le ocurriese algo semejante, esa viejecita terminaría por encontrarlo y lo mataría con una escoba».

En remolino final, otros temas dispares y en dos zancadas: la tramontana y los suicidios (un psiquiatra se encarga luego de tachar de nuestra lista de propósitos informativos lo que él estima necedad total), la droga (problema venial para el matrimonio entrevistado, si bien ya preocupante para el mismo psiquiatra), la humedad y las enfermedades de pecho (antibióticos al canto), la crisis del calzado (cifras titubeantes)... Pero hay que cortar por lo sano, porque tenemos cita, cerca del puerto, con

Ciudadela: el temor a la Reconquista

un personaje al que llaman Tóful Pistola, conocido y querido en toda Ciudadela.El hijo negro de Tóful Pistola

Ahí está ya Tóful Pistola. Se baja de la moto. Tiene un cierto aspecto de Hitler bonachón, rojas mejillas, risa despreocupada y una vida detrás de sí que dice que es muy larga y que no sabe sí es el momento apropiado para contarla: «Es que no es una vida normal; te lo juro». La aclaración solicitada acerca de su nombre y de su apellido se aferra solamente a este último y rebasa con creces lo esperado: «Me llaman así por el tamaño de ésta». Censuramos la descripción del gesto. Después de esa presentación central, Tóful deja transparentar otras pasiones: «Soy de Alianza Popular porque Fraga me parece un tío muy listo. Eso no quiere decir nada más que lo que quiere decir. Esta camisa que llevo puesta, por ejemplo, me la regaló una chica comunista. Todo el mundo merece respeto». Pero la fama de Tóful Pistola no le viene de ningún atributo de nacimiento ni de su militancia más reciente. Su biografía alberga, señoras y caballeros, una encendida historia sentimental.

Capítulo primero. Cuando tenía yo ocho años, mi madre se murió. Así que abandoné la escuela y me puse a trabajar de jornalero. Me enseñaron a ordeñar vacas y cabras. Era una vida espantosa, porque a mí no me gustaba trabajar en el campo. Pero había que aprender a hacer de todo. Lo peor es que uno te bajaba los pantalones, otro te gastaba una broma pesada, otro se reía de ti... En fin, que al cumplir quince años cogí una bicicleta de carreras, quinientas pesetas, más una sobrasada que le robé a mi padre, y me marché a Mallorca. Allí tuve mucha suerte. Participé en una competición ciclista y, aunque quedé de los últimos, un señor se fijó en mí y me ayudó a practicar el ciclismo. Fui ciclista desde los dieciséis hasta los veinte años. Pero en aquella época todos los ganadores tenían que drogarse para triunfar. Y yo en seguida vi que no valía la pena cargarme la salud sólo para salir fotografiado en el periódico. Así que abandoné el deporte, me gasté el dinero ahorrado y me fui a hacer el servicio militar.

Capítulo segundo. Al terminar la mili me puse a trabajar aquí, en el puerto. Al cabo de dos meses o así, me casaba en Ciudadela con una señora rica y que tenía 46 años más que yo. Yo acababa de cumplir 23. O sea, que ella tenía 69. Como la isla es pequeña y como no era de costumbre un caso así, la crítica fue normal. Mucha gente se creyó que me había casado por interés. Eso era falso. Estuve cuatro años y medio casado. Y considero que fue la época más feliz de mi vida. Hasta entonces yo no había tenido el cariño de ninguna mujer. Yo iba al barrio chino, pero ese era otro cantar. A mí me pasaba una cosa muy curiosa. Si yo tenía que hacer un desahogo sexual, digamos individualmente, o como quieras llamarlo, a mí me da lo mismo y puedo decirlo con todas las letras, pues no me apetecía dedicárselo a la salud de una chica de mi edad. Ella tenía que tener cerca de cuarenta años para que yo lo pasara bien a solas. Necesitaba pensar en una edad así. Así que, cuando conocí a mi señora, que en paz descanse, encontré una amistad de corazón. Al mismo tiempo tuve el cariño de una madre, el cariño de una esposa y el cariño de todo. Ella hacía lo que hace una madre: «No te vayas sin haber cenado». O: « No te vayas sin haber comido». O: «Antes de irte tómate un café calentito ... » No sé, aquellas cosas de antes, que ni yo recordaba cuando niño.

Capítulo tercero. Cuando tuve la desgracia de quedarme viudo, me fui a vivir solo. La gente se dio cuenta, al final, de que yo había hecho de mi señora la mujer más feliz del mundo. La gente reconoció lo bien que yo me había portado. Y reconoció que no me había casado por interés. Porque yo no dejé de trabajar. Venía a descargar al puerto y, al acabar la semana, entregaba en casa la paga, igual que otra persona cualquiera. Y ahora sigo trabajando en el puerto. Pero, al quedarme solo, ya hago una vida más de bohemio, en el sentido de ir de juerga, de divertirme, de pasarlo bien con mis amigos, de apreciar a la gente de Ciudadela, que es buenísima. El día de mi cumpleaños me traen tantos regalos que no caben en la cama donde duermo. Lo mismo viene el alcalde que el basurero, lo mismo el comunista que el socialista... Allí no hay más partido que el de la amistad con Tóful Pistola.

Epílogo novelesco. En los ratos libres ando imaginando una novela que se llamará El hijo negro de Tóful Pistola. No, el hijo no se lo hago yo... Pero, oye, no quiero contar el argumento, porque soy todavía muy joven. Aunque, con 32 años, he tenido una vida muy larga. Lo que sí me da miedo es casarme otra vez. Creo que nunca lo haré. Porque sería muy difícil superar la felicidad que tuve antes. Es casi imposible encontrar a otra mujer que me quiera tanto como la otra, como mi señora, que en paz descanse.

Tertulia para noctámbulos

Abandonamos a Tóful Pistola en una chirriante discoteca. Cerca de allí, ciudadelanos y veraneantes toman el fresco a la luz de la luna, conversan animadamente en las terrazas de los bares que se asoman al mar, beben sin prisa alguna las penúltimas copas, fijan sus ojos en las barquichuelas o expresan con las manos una melancolía intensa.

Y hablan con alborozo del escaso turismo que se nota este año. Tóful, muy previsor, nos lo advirtió hace un rato: «Ni caso. Si hay sillas vacías en las terrazas es porque cada año ponen el doble». Hablan de menudencias, amoríos, pasteles, caballos o remotos hechos. Hablan fraternalmente los que ya están aquí. Pero no quieren ver más caras nuevas, porque a lo mejor luego también se hacen amigos y, la verdad, muchachos, esto es el cuento de nunca acabar: «Estamos hasta la coronilla de conquistadores».

Hablan de un conde lugareño que todas las mañanas baja, desde el palacio a la playita privada, para tomar un baño hasta media pierna. Le abre paso un criado, armado de sombrilla y fusil, que primero desinfecta las aguas -flisss, flisss, flisss- y luego extiende cremas generosamente sobre la piel alada de su noble amo.

Uno de los contertulios, el pintor Matías Quetglas, recibe algún reproche cariñoso por no exponer en su ciudad natal y hacerlo solamente en prestigiosas galerías internacionales. Suena, en el interior del bar más próximo, el piano febril de Mari Cruz Soriano.

Enfrente de esta terraza, en la otra orilla del puerto, se encuentra situado el restaurante Mare Nostrum. Vale la pena entrar en él. Su propietario, Juan Antonio Moll, demuestra que no es preciso ir a Fornells para probar una excelente calderada de langosta. Al contrario, nadie prepara mejor que él en toda la región este plato abundante y exquisito. Para colmo de dichas, el lugar es tranquilo y te sirven con una amabilidad ya en desuso. Todos los contertulios lo reconocen.

En cambio, cuando hablamos de regresar al hotel Almirante Farragut, engalanado de color butano, ruidoso y más feo que Picio, todos nos invitan compasivamente a prolongar, aquí o donde sea, la nocturna tertulia. Pero tenemos cita mañanera con otro hijo ilustre de Ciudadela, Colauet, cavernícola, filósofo vitalista y escultor.

Colorín colorado de langosta

En Santandría tiene su cueva Colauet, antiguo zapatero, que, hace ya quince años, dejó hogar y familia, oficio y beneficio, para emplear la lezna en tallar piedras, ramas, huesos y lo que sea. Su guarida es un grave delirio habitado por múltiples figuras donde todo concluye: lo naif, lo hortera, lo onírico, lo realista y hasta lo que pudiera rivalizar con las mejores creaciones de la escultura contemporánea.

El creador va señalando sus fantasías, al tiempo que las dota de aventurados parecidos: un mariscal de Napoleón, la cabeza de un cachalote, dragones amenazantes, alegorías (vejez, hipocresía, orgullo, ley del embudo), un centurión romano, un perro con dos narices, el representante de Neptuno, una paloma sin mensaje, salmonetes viciosos, lenguas y falos en contienda, diablos masturbadores, lechuzas, huellas de magia negra.... «Y este», dice el autor mientras enciende un puro, «es el dios Baco, ya viejo, después de una bacanal, con ese ojo como sifilítico».

A Colauet le interesan mucho los ojos: «Son apasionantes. El año pasado estaba trabajando y, de pronto, siento que alguien entra. Levanté la cabeza y me topé con la mirada de un vicio que parecía venir directamente de Grecia. En cuanto le oí hablar me dije: «¡Caramba, si hasta hablando parece Diógenes!» Había también una alemana guapísima. Yo la miraba de lejos y me decía: «¿Pero qué tiene esa belleza de raro que me inspira un poco de repugnancia?» Mucho más tarde me di cuenta de que hay ojos que van vestidos y otros que van desnudos. La vestimenta son las pestañas. Aquella mujer, como era muy rubia, casi no tenía pestañas. Por eso aparecían sus ojos con una frialdad de serpiente. Es fascinante, ¿no? Hay que saber mirar. Porque mucha gente de hoy, día ya. no emplea los sentidos».

Tiene Colauet el sentido de detenerse en las expresiones y en el color de cada rostro: «Van desapareciendo los rostros interesantes. Yo hice el servicio militar con uno que tenía la cara del color de la calabaza. El me explicó que todos en su pueblo tenían ese color, porque, efectivamente, comían calabazas, desde la primera hasta la última, durante todo el año. Ahora todos tenemos el mismo color. Cuando yo vi las caras de los primeros turistas. me dije: "Estos comen langostas". Traían el color de la langosta. Daba gusto verlos». Prefiere Colauet a la langosta el erizo de mar: «Es un afrodisíaco prodigioso. Yo ya tengo 64 años y todavía me animo. Tenéis que comer muchos erizos de mar». Dice eso mientras acaricia el cabezal altamente erótico de su gran cama original.

Junto al amor, la guerra: « ¡Ay, la guerra! Es el mal teatro de la vida. En una noche yo me volví de golpe un hombre. Contemplé un fusilamiento de esos de cuidado. Era en Mahón: setenta hombres, como monigotes cayendo, con los uniformes empapados de sangre. Al día siguiente yo era un hombre distinto. Todo en esta vida es dramático. Basta con mirar el rostro hermoso de una mujer; nadie puede salvarlo de las arrugas ni de la muerte».

El, en cambio, ágil y vivaracho, parece a salvo de esos dramas. Y recuerda: «Yo hice un viaje a Barcelona con setecientas tortugas. Porque en Barcelona están chiflados por tener tina tortuga en el piso. Y tardamos en llegar cuatro días. Eran setecientas tortugas y sólo teníamos cuatro sacos de lechuga. Al tercer día de navegación tuvimos que soltar a las tortugas por el barco, al menos para que respirasen... ¡Qué follón! Pero tenía una cierta poesía aquel tiempo».

Sigue teniéndola Ciudadela, con sus playas casi vacías, sus limpias callejuelas, su quietud y su sentido de la fiesta. Pero los ciudadelanos insisten: «Contad cualquier burrada, pero, por favor, que la gente se desanime. No queremos que vengan más». Dicho queda. Pero ustedes verán lo que hacen cuando, empiecen a hacer proyectos cara a las próximas vacaciones en familia.

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