Un año del PEG. Hay que cambiar de política económica
Se cumple en estos días de agosto un año de la aparición del programa a medio plazo para la economía (PEG). El contexto de esta efemérides no puede ser más negativo, como puede comprobarse a la vista de los datos recientemente aparecidos de la encuesta de población activa del segundo trimestre de 1980. Desde la salida a la calle del PEG ha retrocedido la tasa de crecimiento real de la economía (0,8% fue el aumento del PIB en 1979), han emperado las expectativas empresariales en la industria, la inflación sigue siendo alta, superando en un año el 16% y, por último, han hecho de nuevo su aparición en 1980 los déficit por cuenta corriente de la balanza de pagos española.Salvo en ciertos medios empresariales y entre los serrallos de ideólogos neoliberales, dicho plan nunca levantó precisamente entusiasmos. Siempre fue evidente el conservadurismo dominante del documento en cuestión. El PEG consideraba como instrumento básico para salir de la crisis el «retorno» a la economía de mercado y la reducción del papel del sector público. Por otra parte, y dejando a un lado su contenido ideológico, el PEG, al igual que el discurso de Suárez ante el voto de censura, era un híbrido de programa económico, declaraciones de principios y juicios de valor con apariencia de afirmaciones rigurosas.
Tanto el PEG como el citado discurso aparecen como comentarios distanciados de la evolución económica, hechos por alguien que no tiene responsabilidad alguna en la política seguida; algo así como si la política económica realizada en los últimos años no fuese cosa de UCD.
Este tono de distanciamiento, de resignación ante la grave situación económica, ha sido y es la característica más llamativa de la política económica y de la política en general del Gobierno. La sensación de impotencia que con tales actitudes se inocula en la sociedad es el peor caldo de cultivo para la democracia.
La imaginación y el coraje político han brillado por su ausencia en momento en que ambos eran, y son, imprescindibles.
Así, son de destacar algunas muestras significativas dentro de la propia filosofía de las «líneas básicas» descritas en el PEG.
En lo relativo a la política de empleo, son llamativos el escaso alcance de los programas de empleo seguidos y el carácter técnicamente dudoso de los mismos. Para mayor abundamiento, la ley básica de Empleo no garantiza una mejora en dichos programas, y va a suponer, cuando se aplique, un brusco descenso en la cobertura del seguro de desempleo.
La línea a seguir respecto a la reestructuración de los sectores en crisis no estuvo nunca clara en el PEG, y en la práctica la política de parcheo ha sido la dominante. Eso sí, se ha aplicado con rigor la nueva ley estructurante de la economía española: nada se crea, nada se destruye; todo pasa por Castellana, 3; los tiras y aflojas de empresarios, trabajadores, ayuntamientos, autonomías y otros entes en torno a la mesa camilla del vicepresidente para asuntos económicos dan idea, no sólo de una muy particular forma de gobernar, sino, y sobre todo, de una desorientación suicida.
En cuanto a la financiación de la inversión, no se han reducido en nada los altos costes de financiación, no ha mejorado la financiación a la vivienda, centrada hasta ahora en los préstamos a constructores, y no se alcanza a ver en qué ha quedado el objetivo de «perseguir una mayor competencia» en algo tan oligopolístico como el negocio bancario.
Lo menos que puede decirse de la gestión del sector público es que ha sido poco afortunada. El gasto corriente, en contra del objetivo perseguido, ha crecido mucho más que el gasto de inversión en 1979 y 1980. La inversión pública experimentó una variación real negativa durante 1979, y en 1980 está creciendo a un ritmo inferior al presupuestado. Incluso el Gobierno parece haber abandonado un punto contemplado en el PEG: el estatuto de la empresa pública.
Todo ello, en el contexto de una Administración ineficaz que amenaza, si las autonomías siguen por el camino que se anuncia para Cataluña y el País Vasco, con tragarse el país sin que el Gobierno quiera o pueda entender que no podrá haber un Estado distinto sin una profunda reforma de la Administración.
Al comenzar el segundo semestre de 1980, la economía española aparece profundamente debilitada, y aunque la situación de los países industriales ha empeorado en 1980, dado el comportamiento de la economía española en los últimos anos, se ha llegado a una situación relativa aún más deteriorada respecto al conjunto de países de la OCD. En dicha área, la economía ha crecido en 1979 en torno al 3,5%, la inversión, pública y privada, han creado puestos de trabajo, muy al contrario de lo acaecido en España.
La reaparición del déficit exterior en 1980, hace más complicado el llevar a cabo una política de reactivación; pero, con todo lo complejo que esto último resulte, el país necesita dicha política y es preciso abandonar como objetivo básico la reducción del diferencial de inflación, porque el diferencia¡ de paro en España con la OCDE es ya aterrador. Falta una estrategia económica que debe pasar, necesariamente, por un estímulo global a la economía, sin perder de vista el déficit exterior. Hay que hacer un plan económico que abarque a los sectores público, exterior y privado, y se hacen precisas políticas, tanto monetarias como de precios y rentas, que se orienten a la consecución de tasas positivas de inversión, para frenar el aumento del paro. En una palabra, tiene que haber una política económica puesta en práctica con coraje, eficacia e imaginación. Los lamentos, la impotencia y las vagas declaraciones de principios, decididamente, no sirven para nada.
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