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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Carter y la calamidad

LA CONVENCIÓN demócrata ha nombrado candidato a la Casa Blanca al actual presidente, Carter. Toda la gran escenografía del Madison Square Garden, todo el carnaval de vitalidad y alegría, fabricados por los especialistas siguiendo una vieja tradición, no maquillan suficientemente la impresión de desaliento y de bache del partido. Muchos de los delegados que apoyaron a Carter en las primarias hubieran quizá deseado volver de una decisión tomada en momentos de alucinación y fanatismo, cuando la momia de Carter parecía volver a la vida, como en una película de Boris Karloff, convertido en un guerrero ocasional y finalmente torpe; pero la regla quinta, que obliga a la fidelidad al voto de las primarias, no ha sido abatida. Y, en todo caso, la opción distinta a la de Carter no ofrecía un atractivo importante: Edward Kennedy aparece como un personaje camp, tratando de rodearse de una aureola que no fue suya nunca y de resucitar un apellido que no traspasa el mármol de las tumbas gloriosas del cementerio de Arlington.Es un consuelo relativo que el enemigo republicano en las elecciones del mes de noviembre sea también un personaje del pasado, el áspero viejo Ronald Reagan. Sólo relativo, porque las encuestas de opinión públicas muestran cada día un alza continua del gobernador de California y una disminución de Carter: la más baja que haya tenido nunca un presidente en ejercicio, incluyendo a Nixon en los vergonzosos momentos del Watergate.

El discurso de aceptación de Carter y, consecuente con él, la «plataforma» o programa electoral con que va a iniciar su campaña el partido constituyen una especie de hibridación entre las propuestas de Kennedy y las suyas propias, con briznas de recuerdo a lo que fue la gran época de su partido, la de Roosevelt, y evocaciones de los tiempos de brillantez de John Kennedy; una dificultad prácticamente imposible de resolver entre una tradición y una doctrina de liberalismo social y una situación conservadora -en el interior y en el exterior- que ha ido planteando Carter en los últimos meses de su primer mandato. Esta fisura entre el sueño americano y la realidad de la Casa Blanca, vulnerada por las últimas tormentas y las últimas defecciones -como la de Cyrus Vance-, más aún de lo que fue herido el Partido Republicano con la caída de Nixon y de Agnew -que, al fin y al cabo tuvo la depuración de sus expulsiones con indignidad-, traspasa la retórica mal soldada de los discursos y pone de relieve la crisis del partido y su división actual. Van a partir los demócratas, aunque tengan la baza de que el poder está en sus manos, con esta desmoralización, frente a unos republicanos sedientos de venganza por las humillaciones pasadas, con un Reagan que está interpretando el mejor papel de su vida de actor.

Para quien hay pocas palabras de consuelo posibles es para el elector americano. Tener que elegir entre Carter y Reagan en un momento de auténtica crisis mundial y nacional, en una época de peligro y de miedo, es una auténtica calamidad.

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