La OTAN y la distensión / y 2
Entre los problemas internos que tiene esta Alianza, siempre compleja y difícil de armonizar, están las relaciones entre Estados Unidos y sus aliados europeos, pues está muy claro que dado el estado actual de las cosas, Europa necesita para su defensa de la protección estratégica de éstos. El origen de las tensiones trasatlánticas, en lo que a seguridad se refiere, está en que Europa se decidió, debido a razones económicas, por una estrategia nuclear basada principalmente en el potencial bélico de EE UU, sin querer contribuir en el grado necesario a la defensa convencional.Esto trajo consigo no pocas contradicciones, pues dado el carácter que fue tomando esta relación, Europa temía a un tiempo, no verse protegida por EE UU y verse mezclada en un conflicto ajeno a sus intereses, derivado de una confrontación entre las superpotencias. Este fue el dilema gaullista, cuyos orígenes inmediatos deben buscarse en las crisis de Berlín de 1961 y de Cuba al año siguiente. Con De Gaulle no se trataba de un rechazo de la Alianza Atlántica, sino de una crítica políticamente constructiva de la OTAN.
Más tarde vinieron las preocupaciones europeas en torno a las SALT. El tratado sobre limitación de los sistemas de defensa contra misiles (ABM) permitió una mayor credibilidad de la capacidad disuasoria de británicos y franceses, pero las SALT, en su conjunto, crearon el problema de cómo traducir esta estabilidad a nivel estratégico de las superpotencias a otros aspectos de la vida internacional. La solución, en Europa, eran las SALT-III, y en un ámbito más limitado la reducción mutua de fuerzas (MRF) en el área central. El interés europeo por la distensión y por el control de armamentos tiene muchas facetas, pero, hablando de un modo general, se puede afirmar que Europa ha sacado del proceso mayores beneficios políticos y económicos que Estados Unidos: Francia, la potenciación de su prestigio e imagen independiente; la RFA, la mejora de sus relaciones con la otra Alemania. Con las dudas sobre la validez de la distensión entre los dos grandes y el fracaso de las SALT, en cuyos motivos aquí no entramos, el diálogo trasatlántico está invirtiéndose. Si antes Estados Unidos no querían que los pasos dados por Europa pudieran desestabilizar sus propios andares, se trata ahora para Europa de cómo salvar estos beneficios de la distensión, sin poner en peligro la estabilidad y el equilibrio y sin entrar en un proceso de autofinlandización.
Entre tanto, el discurso estratégico entre EE UU y la URSS ha evolucionado; la doctrina Schlessinger sigue imperando. Estamos presenciando un deslizamiento de la racionalidad de la destrucción mutua asegurada, es decir, de la racionalidad de lo irracional, hacia una racionalidad del equilibrio en la capacidad de control. La credibilidad de la disuasión en Europa se ha convertido en una cuestión de credibilidad europea ante Estados Unidos: véanse los casos de Irán y Afganistán. Políticamente la OTAN está atravesando una crisis muy seria.
Ello no es así desde una perspectiva militar. Los programas siguen adelante, si bien la OTAN sigue gastando más que el Pacto de Varsovia para obtener relativamente peores resultados.
Esta es, precisamente, otra vertiente del conflicto entre Europa y Estados Unidos: la cuestión de la identidad europea. La praxis de los «dos pilares» sigue haciéndose esperar. Entre otras cosas, la Comunidad Económica Europea no incluye a todos los Estados europeos miembros de la OTAN.
Los sucesos del otoño de 1973 -la guerra del Yom Kipur provocó la crisis atlántica más grave desde el asunto de Suez- vinieron a reforzar la dependencia europea en Estados Unidos, y sí bien una balbuciente política exterior europea saló de la CSCE y del diálogo euroárabe, los sempiternos problemas de las consultas interaliadas y las tensiones que en el seno de la OTAN provocan sucesos -geográfica y funcionalmente- externos a su ámbito de acción, han cobrado un renovado vigor. Estos problemas tienden a despejarse cada vez más al margen de la alianza occidental: en la CEE o en las reuniones de líderes occidentales en lugares exóticos.
Hace quince años escribía un, entonces eminente, profesor de Harvard: «El sentido de una entidad europea... podría hallarse en el insistir en un modo específicamente europeo de ver el mundo.... lo cual es otra forma de decir que esta desafiaría a la hegemonía norteamericana en la política atlántica. Este podría ser un precio digno de ser pagado por la unidad europea, pero la política norteamericana ha decido una renuencia a reconocer que hay que pagar un precio». Hoy, la CEE, en plena crisis interna e irritada por las indecisiones de la política norteamericana, no se atreve a hablar como tal,
El debate sobre la entrada de España en la OTAN está ya, bien o mal, a tiempo o a desatiempo, lanzado. Sin embargo, no querríamos hacer aquí un análisis de la cuestión de «España y la OTAN», que requeriría un tratamiento mucho más amplio y elaborado. Sólo se trataba de plantear algunas cuestiones básicas que ayudaran a arrojar cierta luz sobre la decisión que ante sí tiene planteada España, alejándose de un atlantismo o antiatlantismo simplista. Pues quizá al intentar dilucidar estas preguntas resulte que los que se oponen a la entrada de España en la OTAN tengan razón... por motivos erróneos.
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