La OTAN y la distensión / 1
La historia de la guerra fría y de la Alianza Atlántica, por tanto, se volverá a escribir una y otra vez, pues nunca se logrará un acuerdo completo sobre los términos de la discusión. Aun a costa de falsear la esencia al resumir lo esencial, como hubiese dicho Adorno, debemos mirar brevemente hacia el pasado para comprender nuestro presente. Hace ya más de tres décadas, el 4 de abril de 1949, y a instancias de ciertos europeos, se firmaba el Tratado del Atlántico Norte, que poco después, mediando la guerra de Corea, se materializaría en un organismo cuyas conocidas siglas en castellano son OTAN. Naturalmente, se trataba de defender un sistema social y económico, si bien el río sonaba y el cauce era más profundo de lo que una visión maniquea pudiera sugerir.El estado debilitado de la Europa de la segunda posguerra y su consecuente dependencia en Estados Unidos, la necesidad de poner un freno a una turbia política exterior soviética y, en suma, la búsqueda de un orden internacional llevaron a la creación de un sistema asimétrico de alianzas en Europa. Para explicarlo no hacen falta teorías sobre conspiraciones en Yalta o Potsdam: las corrientes históricas están ahí para mostrarnos unos desarrollos temporales y geográficos, en donde buscar el origen de muchos de los problemas con que hoy se enfrenta Europa y, por tanto -suponemos-, España.
Con unos Estados Unidos superiores en el terreno nuclear y una Unión Soviética localmente superior en términos convencionales, la estabilidad europea se mantuvo por medio de la amenaza de la guerra, una guerra que ambas partes, cada una a su manera, podían ganar. De ahí las alianzas y la situación de Europa como rehén. Toda una serie de cuestiones vinieron, pues, a converger sobre la OTAN y el Pacto de Varsovia, viniendo a formalizar esta última organización el sistema soviético de alianzas bilaterales, como reacción al rearme y al ingreso de la República Federal de Alemania en la alianza occidental. Efectivamente, en la base del sistema de alianzas estaba no sólo la contención de la Unión Soviética, sino también la contención del problema alemán, el problema europeo, como inteligentemente vieron De Gaulle, y, desde una perspectiva diferente, los socialdemócratas alemanes.
Este problema, al que hay que añadir, claro está, los factores geoestratégicos y la doctrina OTAN de la defensa avanzada, hizo que dicha alianza se fijara, para usar el lenguaje de Clausewitz, un centro de gravedad: el área central. Esto no dejó -y no deja- de conllevar serios problemas para los flancos, especialmente el flanco sur, en el que España se integraría si decidiese ingresar en la organizúción . La doctrina oficial (la citada defensa avanzada y, desde 1967, la idea de respuesta flexible) ha dejado de discutirse dadas las tensiones que creaban las discusiones sobre uso de armas nucleares. Esta carencia de claridad, sólo en parte pali,ada por la creación del grupo de planificación nuclear, pudo relajar las inquietudes de los países situados en el área central, pero no dejó de ser preocupante para el área mediterránea. El hecho de que este problema -que implica distribución de fuerzas y recursos- esté presente muestra una vez más la dialéctica de lo político y lo militar en el seno de la OTAN.
Como decíamos, pues, el sistema de alianzas, ese «encuentro de dos policentrismos», posibilitó la creación de un orden europeo que, si bien, «anormal», sentó las bases de una posible distensión, cuyo punto álgido llegó con los diversos acuerdos que la República Federal firmó con la URSS y con la República Democrática Alemana, y con el acta final de la Conferencia sobre la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE). El Acta de Helsinki vino a suplir el inexistente tratado de paz de la segunda guerra mundial, fijando las fronteras en Europa.
Pero si algo significa la distensión, y la década de los ochenta comienza con serias dudas sobre su significado, no es el fin de la guerra fría sino su factorialización o multiplicación por división. Ahora nos damos cuenta de que la bípolarización del mundo es a la vez más real que nunca -por vez primera, ambas superpotencias tienen una capacidad global de intervención- y más ficticia, pues el proceso de la distensión ha hecho que disminuya la posibilidad del control del entomo internacional por parte de los dos grandes.
En los años sesenta quedó claro que si la distensión había de proseguir en el viejo continente debía hacerlo basándose en la aceptación del estado actual en la Europa del Este. Pocos meses después de la crisis checoslovaca del verano de 1968, el proceso de distensión proseguía con las conversaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética sobre limitación de armamentos estratégicos -SALT-, que habían quedado momentáneamente interrumpidas. Parecía que las superpotencias compartían, al menos, un interés por la estabilización del medio ambiente estratégico, evitando una posible confrontación que entrara en el campo de lo irracional.
Este proceso de distensión podía, sin embargo, llevar a un debilitamiento de las estructuras, con una consecuencia mayor: la de que, no habiendo estructuras alternativas reales en el campo de la defensa, los conflictos entre terceras partes, o al interior de los sistemas, podían irrumpir con más facilidad. En tiempos anteriores, muchos conflictos preexistían reprirnidos por la guerra fría. Portugal, Grecia y España son ejemplos claros de lo positivo de la distensión, mientras que el caso de Chipre sería un caso negativo. Los conflictos pueden, a su vez, destruir las bases de la distensión y, para salvaguardarla, las estructuras han de ser reforzadas. El mito de Sísifo sigue vigente. Esto los eurocomunistas lo saben mejor que nadie, pues la distensión, que en cierto modo ha legitimizado este fenómeno, podría hacer peligrar lo que queda de ella y, esta vez, no porque la OTAN se viera debilitada, sino porque el eurocomunismo en el poder se convertiría en una amenaza para los sistemas que se autoprociaman socialistas en la Europa del Este. Es el viejo conflicto entre las necesidades sociopolítícas y las realidades geoestratégicas, que ilustran claramente que las relaciones entre Estados son de otra índole que las relaciones entre sociedades.
En 1967, poco después de su polémico viaje a Canadá, De Gaulle visitó Polonia. Un prestigioso diario francés publicó un chiste en el que se veía al presidente francés al pie de la escalerilla del avión, a su llegada a Varsovia, recibido por una multitud polaca que gritaba, enfervorizada: «Vive la Pologne libre! ». El general, molesto, poniendo el dedo índice sobre sus labios decía: «Silencío, por favor».
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