El huevo de la serpiente
LOS INDICADORES económicos hace tiempo que están haciendo sonar con estrépito los timbres de alarma para advertir al Gobierno, a la clase política y a la sociedad españoles del aumento incontenible del paro. Las desenfadadas tentativas del Ministerio de Trabajo para restar importancia a la marea negra del desempleo, mediante el cubileteo de cifras y porcentajes, se han saldado con un fracaso. La encuesta de población activa del Instituto Nacional de Estadística correspondiente. al segundo trimestre de este año (véase EL PAIS de 6-8-1980) revela que el número de desempleados en nuestro país se acerca ya al millón y medio (y lo rebasa si se incluye a los jóvenes entre catorce y dieciséis años) y que la tasa de paro supera el 11% y casi dobla a la de Alemania Occidental, Francia y Gran Bretaña.A lo largo del primer semestre de 1980, 180.000 nuevos desempleados se han incorporado a ese sombrío elenco. El consuelo de que se aprecie una cierta desaceleración en los aumentos del nivel de desempleo en términos relativos se disuelve como un azucarillo ante la evidencia del crecimiento en términos absolutos de la cifra de hombres y mujeres que no encuentran trabajo. En el análisis de la estadística produce, por lo demás, un particular sobresalto que más de la tercera parte de los afectados -casi medio millón- sean gentes en busca del primer empleo, en su gran mayoría jóvenes. Excluida del subsidio de paro, esta población, obligada por la falta de demanda a instalarse en los extramuros de la actividad productiva, se halla condenada a la atrofia de sus capacidades, al empobrecimiento de su experiencia, a la oxidación de sus conocimientos y al deterioro de su voluntad, como consecuencia de la residencia forzosa en el ocio. El análisis de las estadísticas de paro desde 1976 hasta finales de 1979 (véase la página 33 de este mismo número) muestra que, en el cuarto trimestre del pasado año, el 34,4% de los desempleados tenía menos de veinte años y el 57,4% menos de veinticinco, y que la tasa de paro de los jóvenes entre los quince y los diecinueve años superaba el 30%. Escalofriante panorama que, a lo largo de 1980, no hará más que empeorar.
Nadie debería olvidar que el huevo de la serpiente del nazismo se incubó en el nido del desempleo masivo y de la desmoralización de una juventud sin salidas durante la República de Weimar. La subcultura de la desesperación y la falta de horizontes del paro es la cantera apropiada para que tanto la ultraderecha violenta como la ultraizquierda revolucionaria recluten militantes y activistas. Si la retórica decimonónica argumentaba a los trabajadores empleados que nada tenían que perder, salvo las cadenas, los parados, especialmente los jóvenes, podrán ser fácilmente movilizados en cualquier dirección y bajo cualquier bandera con la consigna del derecho a un empleo digno.
El problema del paro navega así entre los peligros que originan la indiferencia, la irresponsabilidad o la incapacidad de los estrategas e instrumentadores de nuestra política económica y los riesgos que pueden crear la manipulación, la demagogia y el oportunismo. En medio de la corriente se halla el hambre real de muchas familias y la desesperanza de gran número de jóvenes, que no ven siquiera un destello de luz al fondo del túnel de su ociosidad forzosa. La distanciada frialdad con la que contemplan la suerte de cientos de miles de hombres y mujeres algunos políticos, expertos o técnicos de la Administración invita a recordarles que los nada desdeñables ingresos que perciben por sus servicios les obligan no sólo a describir los males, sino también a buscarles remedio con algo más que la vaga receta -preconizada por la furiosa fe de los conversos al neoliberalismo- de que los agentes económicos se las apañen. El despilfarro en gastos corrientes de una considerable parte del gasto público y la utilización del dinero de los contribuyentes por los altos cargos para tejer tupidas redes de servicios personales que funcionan como economías externas de sus economías familiares o para colocar paniaguados y clientes políticos en las nóminas de una Administración ya sobrada de funcionarios públicos constituyen pésimas tarjetas de visita a la hora de pedir a los parados calma y paciencia, sobre todo cuando éstos recuerdan que los empleos en la Administración pública lo son para toda la vida no exigen grandes esfuerzos y están a salvo del despido.
La transparencia en el manejo del gasto público y la reforma de la Administración, a fin de darle eficacia y de cortar la hemorragia del despilfarjo, son imprescindibles para cerrar el paso, con autoridad moral, a las corrientes demagógicas que, a la derecha y a la izquierda, afirman, con maliciosa mala voluntad o con estúpida buena conciencia, que el problema del paro se puede resolver fácil y rápidamente con un cambio de Gobierno o con la destrucción del régimen democrático. El entrelazamiento del desempleo con la inversión remite a las complejas interrelaciones entre el sector público y la iniciativa privada, a la manera de asignar racionalmente los recursos y a la lucha contra la inflación. Y también al aumento de nuestra capacidad exportadora, a su vez conectada con la mejora de la competitividad y de la productividad de la economía española, no siempre compatible, a corto plazo, con la ampliación de las plantillas y la creación de nuevos puestos de trabajo.
Finalmente, ni la izquierda parlamentaria ni los sindicatos mayoritarios, hasta ahora cautelosos por el justificado temor a la imparable lógica de los planteamientos demagógicos, deben olvidar que la población empleada puede hacer crecer la cifra de parados si se aferra a criterios corporativistas en la defensa de sus intereses sectoriales, y puede disminuirla si modera el gremialismo de sus reivindicaciones en aras de la solidaridad. Pero, aunque los sindicatos tengan notables responsabilidades en este terreno y aunque la iniciativa privada deba afrontar el desafío de que sus intereses de conjunto y a medio o largo plazo prevalezcan sobre ventajas sectoriales y coyunturales, pocas dudas caben de que al Gobierno y a los partidos con representación en las Cortes Generales les incumbe la principal tarea en la lucha contra el paro, ya que en sus manos está el manejo de algunas variables independientes, de las que la inversión privada y la estrategia sindical sólo son simples funciones.
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