Helsinki, hace ya cinco años
El día 1 de agosto de 1976, coincidiendo con el primer aniversario de la firma en Helsinki del acta final de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, publiqué en las páginas de este mismo diario unas líneas de reflexión y de balance que llevaban, por título «El más importante intento de ordenar las relaciones con el viejo continente». Escribía yo allí entonces: «La CSCE, para los supremos escépticos, debiera tener al menos el valor negativo de haber adelantado un paso más en el camino que nos aleja de la confrontación. No es únicamente el irónico dictum de Churchill- "es mejor hablar y hablar que disparar y disparar"-, sino, también, la posibilidad de un foro de negociación con vocación de continuidad que puede contribuir a reforzar relaciones, a proscribir aventuras, a fomentar la sensación y la realidad de una seguridad».Son ya cinco años los transcurridos desde aquel día 1 de agosto finlandés de la irrepetible «foto de familia», y si en el primer aniversario intenté que mis palabras estuvieran teñidas de una profunda sobriedad, lejana de cualquier ilusa celebración del aniversario, no es ocioso hoy hacer uso de la misma y, si cabe, reforzada sobriedad para intentar un balance sucinto de las consecuencias de un texto. Balance que ciertamente cobra una dimensión muy especial, ya casi en vísperas del comienzo de la reunión, que en Madrid constituye la tercera etapa del camino comenzado en la capital finlandesa.
No son estos, desde luego, los manes propicios que en 1975 posibilitaron la cumbre de Helsinki y la firma del Acta Final. Para todos los que de una manera directa participamos en su elaboración, poniendo en ello entusiasmo y esperanza, resultó siempre, sin embargo, evidente el grado mínimo de exigibilidad de las disposiciones del Acta. Era y sigue siendo un juego frágil oscilante entre las grandes palabras y los compromisos políticos. Creímos muchos que, a pesar de esa fragilidad, a pesar del grado mínimo de influencia que la conferencia podía tener sobre la evolución de la vida internacional y de sus relaciones, algo habíamos adelantado todos en la definición de un estado de seguridad que no por ser calificado de europeo habría de aplicarse exclusivamente a las naciones del viejo continente, que no por partir del pie forzado de la distensión habría de impedir el flexibilizar las relaciones entre los bloques, que no por verse distorsionado por la interesada propaganda de unos y de otros dejaría de tener una profundización en el tiempo y en el espacio.
Lo menos que hoy podemos decir, cinco años después, es que el optimismo histórico no estaba justificado. El balance quinquenal de las relaciones internacionales ha tocado quizá el peligroso fondo, la tenue frontera que separa la paz de la guerra. El recuento -Angola, Etiopía, Afganistán...- nos llega a ofrecer la sospecha de que tras 1975, tras la «pacificación europea», se trataba de forzar las posibilidades de reacomodo en zonas a las que no hubiera sido aplicado el reparto de influencias. A un imperialismo sucedería otro; a una voluntad de imposición, otra; a unos Estados Unidos en pérdida de velocidad, una Unión Soviética en trance de reafirmación.
Epoca quinquenal que, a pesar de las prédicas en contrario, ha visto reforzada la creencia e n las alianzas militares y en su efectividad -sobre todo para aquellos que en ellas pusieron libremente su voluntad de acción conjunta-. Época intoxicativa durante la que, y quizá como nunca antes, se habló de paz, distensión y desarme, mientras arreciaban los conflictos periféricos, la distensión se vaciaba de contenido, el rearme alcanzaba niveles de puro escalofrío. Epoca incierta, que quizá nos haya servido para distinguir «las voces de los ecos», apreciar en su sentido más profundo la libertad, reconocer a sus sojuzgadores, enterrar definitivamente las vanas ilusiones. Y también para continuar buscando «condiciones en las que los pueblos puedan vivir en una paz auténtica y duradera, libres de toda amenaza o atentado contra su seguridad», como reza el mismo comiento del Acta Final de Helsinki.
En este quinto aniversario, en estas vísperas madrileñas, ¿existen todavía resquicios para esa improbable y, sin embargo, cada vez más necesaria búsqueda?
Reconozcamos, ante todo, los perfiles insolubles de un dilema: una paz injusta, la paz a cualquier precio que buscará Chamberlain, constituye una peligrosa ilusión; pero ¿quién se atrevería a propugnar la necesidad de la guerra? El Acta Final de Helsinki, en su triple vertiente -político-militar, cooperación, derechos humanos- ha sido sistemáticamente violada, pero ¿no es acaso mejor mantener el proceso de negociación a que ha dado lugar? ¿Quién ganaría con su interrupción sino los desalmados? ¿No son acaso éstos los que más tienen que perder en un proceso de clarificación, en un foro válido tanto para la confrontación como para el eventual diálogo?
El grado sumamente imperfecto de institucionalización de la sociedad internacional impide que sus organizaciones -sean éstas la CSCE o la ONU- cuenten con medios coercitivos para aplicar sus principios o hacer respetar sus decisiones. Shakespeare, en la versión de un cínico, todavía tiene razón: «Palabras, palabras, palabras». No es inútil, sin embargo, que en la acumulación de vocablos sean los relativos al hombre y sus derechos los que ocupan plaza primordial; que, en la definición de un código de conducta para las relaciones entre los Estados, las obligaciones de éstos sean cada vez más y mejor definidas; que de la distensión no se intenten separar los aspectos militares... Madrid existe y es de nuevo un foro de negociación.
Es el mundo europeo antimágico por convicción y cultura; un mundo que cree en las palabras como definición de realidades, no como creación de las mismas, como vehículo de obligación y compromiso, no como subterfugio y trampa. Me conformaría con que este ambiguo quinquenio cambiara su signo ahora, en nuestra capital, con una reafirmación de esa vieja realidad continental, dando contenido concreto a compromisos necesarios, aliento verdadero a una aventura de paz, definitivo reconocimiento al hombre, sus libertades, sus derechos. Porque de la distensión se podría predicar lo del latino: Homo sum et nihil humanum ame alienum puto.
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