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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El testamento de Comín

«Cada vez más la gente quiere usar la cabeza. Eso no es la nueva filosofía, sino, de nuevo, la filosofia». Comín hubiera suscrito -estoy seguro de ello- esta frase de Glucksmann en conversación con Max Gallo, incluso no siendo Glucksmann, como el resto de los nuevos filósofos, santo de su devoción. Si acaso, hubiera sustituido la palabra filosofía por libertad, seguramente en mayúscula. Y tiempos atrás -cuando aún ciertas palabras no se nos habían aún gastado-, posiblemente no hubiera dudado en emplear, junto a la libertad y como sinónimo último y expresivo de ella, la palabra teología.Y es que lo que mal entiende la mayor parte -la casi totalidad- de los comentarios que se han hecho estos días de Comín es que Alfonso Carlos era antes que nada, vital e intelectualmente, un teólogo, si por teologia se entiende lo que ésta realmente es, la intelligentia fidei. Es decir, la búsqueda permanente, con la cabeza y el corazón (aquí sí que se separaría de Glucksmann) del sentido de la vida desde la ultimidad del Misterio (con mayúscula, y, para Comín, con nombre, misterioso, pero nombre, el de Dios). Su activismo político, decidido y entregado, ha impedido a muchos, con los árboles, ver aquel bosque que configuraba -y configura- su vida. Todo lo más -y es algo que han subrayado la mayoría de los comentarios, incluso los de agencias- se ha visto en Comín al teórico empeñado en compatibilizar y hasta en articular la esperanza cristiana con la esperanza marxista. Pero lo que se escapa, a mi juicio, en ese concreto subrayado, es que eso, siendo verdadero, fue sólo una anécdota concreta de su vida en el sentido d'orsiano, no la categoría definidora de ella como camino. Un camino hecho al andar, como nos enseñó Machado a todos los de la generación de Comín, pero un camino hecho, también y sobre todo, desde el norte -inaccesible desde el lado de acá de la muerte- del misterio de Dios.

La fe necesaria para huir del suicidio

«Yo diría que su muerte es obscena y reaccionaria», ha escrito Vázquez Montalbán a propósito de la muerte de Comín, en uno de los comentarios más sinceros y directos que han aparecido estos días. El agnosticismo, gauchista y estetizante, de Vázquez Montalbán se expresa bien en esta frase. Lo que no sé si se expresa es el significado que la muerte tenía para Comín desde la vida. «Si yo no tuviera fe, me suicidaría». La frase -no sé si la conoce Vázquez Montalbán, supongo que no - es del propio Comín, quien se desnudó así ante todos -algo impúdicamente, me reconoció sonriente un día- en el primer Foro del Hecho Religioso, hace sólo algo más de dos años, condenado ya por el cáncer. Pero esa frase -discutible o no teóricamente- revela el sentido permanente de toda la vida de Comín, mejor que las búsquedas concretas en las que se ha querido fijar su trayectoria. Una lectura atenta de su credo de Desclée eso es lo que revela, más allá (también en el sentido teológico) de las dos partes que estructuraban concretamente su libro, traicionando en gran parte su propio contenido profundo, revelado y no dicho, como yo le critiqué entonces en El ciervo y él me aceptó personalmente. Quizá por algo de eso, Vázquez Montalbán añadió a la frase que he citado más arriba que «estaba seguro de que él (Comin) encontraría argumentos para demostrarle lo contrario».

Los argumentos a que alude, con cariñosa comprensión, Vázquez Montalbán, no son, en Comín, argumentos. Son simplemente vida. Una vida demasiado generosa como para no comprometerse en un partido. Pero también una vida demasiado lúcida e iluminada como para poderse limitar a los planteamientos, por ambiciosos que puedan ser, de un partido. La vida que ha dejado entre nosotros Comín sólo se revela realmente, como proyecto y como camino, desde la fe. La fe fue para él «una especie de metacódigo de los cambios de código posibles», en frase de Clavel, otro «nuevo filósofó», éste cristiano, con el que Comin disentiría en la letra, pero comulgaría en la música.

La vida y su identificación con el misterio de la muerte

Lo de la letra y la música no es un juego de palabras que me invente yo ahora. Fue un registro permanente de nuestras discusiones de los últimos años. El y yo también comulgábamos -en todos los sentidos del término- en la música y nos peleábamos -casi también en todos los sentidos del término- en la letra. Pero ambos presuponíamos cómplicemente que lo esencial era la música. Una música, eso sí, que si expresaba, desvelándolo, el sentido de las cosas, tenía necesariamente que encarnarse (el logos hecho carne del evangelio de Juan, el logos de la filosofía como transformación de la tesis marxiana sobre Feuerbach) en una letra precisa, estructurante y útil, sin la cual la fe, en vez de música y símbolos significantes, sería irremediablemente sólo alienación y escapismo vacíos. Comín buscó siempre esa letra, unas veces acertando y otras equivocándose. Pero la buscó siempre para poder explicitar y desvelar la carga de expresiónInexpresable de aquella música que constituía su vida por dentro y ante la cual la vida y la muerte paradójicamente se identifican. Siento que alguien, al leerme, pueda pensar que esto es una esquela «piadosa». Pero yo sé que traicionaría no su amistad, sino -algo más grave- su pensamiento y su vida, si yo, por pudor, no me atreviera ahora a escribir que el sentido de la vida en Comín se identificaba con el misterio de la muerte. La muerte que le ha venido. La muerte que ahora él «ha vivido» y «vive». Su testamento para nosotros -lo siento por la «moda»- es una teología.

Antonio Marzal es escritor y profesor de Derecho del Trabajo en la Escuela Superior de Administración y Dirección de Empresas de Barcelona.

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