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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

"¡Ay Rocío, no te rajes!"

A mil pelas la copa. La Riviera se llena de un público popular que quiere dejar de serlo; quizá por eso, los camareros miran con desdén y sirven vasos ya llenos con bastante pereza.En el escenario hay jaranga y pandereta hasta que sale ella, «¡Rosío Durcal!», dice el locutor confundiendo acentos regionales y gramáticos; aparece la estrella con un traje bastante feo e inmediatamente canta lo de la línea de los labios fría. Hay un pequeño desconcierto en el respetable.

«En la primera parte», dice ella, «cantaré varias cosas; luego, con el mariachi, hasta que os canséis....». Casi nunca explica lo que va a interpretar, lo que transforma el recital en un long-play sorpresivo de carne y hueso. Habla poco. Da la impresión de que está tanteando nuevas posibilidades para su futuro: de ahí, por ejemplo, la samba, para la que demuestra tener voz suficiente, aunque a veces se le escape un poco todavía.

Esta chica puede cantar lo que quiera. No le falta coraje. Sólo, quizá, un poco más de libertad: la técnica profesional acaba ahogando a veces sus posibilidades. El personal aplaude encantado, sobre todo cuando interpreta algo más conocido: Más bonita que ninguna, El Pichi (que le enseñó en directo Celia, pero para el que Rocío tiene mejor voz, mucha mejor voz) y algo muy hortera de La chica del trébol...

La segunda parte es ya más delirante. Salen una decena de mexicanos -el mariachi del 1980-, y la Rocío luce un traje aún más feo que el anterior. En las mesas se oyen comentarios felices: «Lo hace mejor que la Pradera o la Massiel, aunque las comparaciones sean odiosas». (¿Quién habrá dicho que lo son cuando pueden resultar tan divertidas?) Pero es cierto. La Dúrcal canta bien. Muy bien incluso. En las rancheras hasta vocaliza bastante, lo que es un alivio. No ayuda nada a la audición el constante zumbido de los altavoces, que oirán también desde fuera los que se han arremolinado en la puerta para ver entrar a los famosos: Pajares, Camilo Sesto, me parece que el Abraira, Sergio Facheli, Gonzalo, Manolo de Vega...

«Yo ya había actuado en Madrid, pero este público también es Madrid», dice la estrella. Y la verdad es que se esfuerza dando cuanto de profesional tiene. Las mujeres, en este país, cantan más que los muchachitos de moda. Se arropan menos porque tienen algo que dar. En una ranchera, por ejemplo, la Dúrcal se suelta un desmelene flamenco que no molesta nada. Al contrario. Quizá por eso una voz perversa dice a mi alrededor: «Me encanta oír en español a alguien que no desafina».

Cuando acaba el espectáculo (que acaba pronto y no «hasta que os canséis»), el personal aplaude, se tiran flores (nunca sabré de dónde las sacan), y tiene ella que repetir otra ranchera. Inmediatamente, el público se va corriendo a la cama, porque seguramente hay que levantarse mañana temprano. Los artistas invitados corren al camarín a felicitar los primeros. En la calle ya no están los mirones del principio.

Estos espectáculos tienen la sosería de la falta de espectáculo. Pero Rocío Dúrcal tiene tablas para dar y tomar, sabe lo que se hace y economiza sus registros con maestría. Por eso, uno piensa que si un día se emborrachara y se liara a cantar en privado, su recital tendría el desgarro y la espontaneidad que pueden echarse de menos en el espectáculo. De modo, Rocío, que si un día te empapuzas y cantas, llámame, por favor. Gracias.

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