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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El proyecto sobre divorcio y causas de separación conyugal

En medio de una gran polémica a favor y en contra del divorcio, y habida cuenta del fracaso jurídico-legal del Decreto-Ley 22/1979, de 29 de diciembre pasado, que no ha servido ni para solucionar con carácter transitorio el vacío legal de derecho sustantivo producido al cesar en la competencia para las separaciones matrimoniales los tribunales eclesiásticos, españoles, el Gobierno, con fecha 25 de enero de 1980, aprobó en Consejo de Ministros el proyecto de ley «por el que se modifica la regulación del matrimonio en el Código Civil y se determina el procedimiento a seguir en las causas de nulidad, separación y divorcio», enviándolo al Congreso de los Diputados el 29 de febrero de 1980.La controversia va a centrarse una vez más, como ocurrió ya en 1932, en torno a la familia y al orden moral dominante y al desmoronamiento que a dichas instituciones se auguran desde los estamentos más regresivos de la sociedad, que, sin embargo, no tienen pudor alguino en aceptar nulidades de matrimonio otorgadas en condiciones bochornosas de irregularidad, siempre y cuando sea una ínfima parte de la sociedad, la clase socio-económica alta, la que se beneficia de ello y siga controlada por temor, ignorancia y falta de medios económicos, la gran mayoría de la comunidad.

El proyecto de ley se compone de 96 artículos que reforman el título IV del Libro primero del Código Civil, rubricado con la denominación «Del matrimonio», prologado por una memoria explicativa y concluido mediante unas llamadas «observaciones finales».

La memoria explicativa inicia su discurso reconociendo el mandato constitucional recogido en el artículo 32 de la Constitución y la obligatoriedad consiguiente de adaptar las leyes civiles a los nuevos principios aprobados que reconocen la igualdad de los cónyuges dentro del matrimonio y el derecho a la disolución del vínculo o divorcio, para, a renglón seguido, traer a colación el principio, también constitucional, de protección social, económica y jurídica a la familia, queriendo situarse como opción puente entre el divorcio y la defensa del matrimonio y la familia tradicional. Consecuente con este ambiguo planteamiento, el proyecto de ley, temeroso de herir susceptibilidades entre las filas de la Iglesia y su ámbito de influencia, y reacio a reconocer el divorcio como un derecho civil básico, se debate entre hipócritas alusiones a la buena o mala fe de los cónyuges, queriendo configurar la institución como divorcio remedio, es decir, como derecho que se reconoce sólo a aquellos matrimonios «inexcusablemente rotos» como dice la propia memoria.

El proyecto dedica sus treinta primeros artículos a regular los requisitos para contraer matrimonio, la forma y lugar de la celebración del mismo, su inscripción en el Registro Civil y los derechos y deberes de los cónyuges, a los que equipara, al menos en el texto de la ley.

En esta parte del proyecto de ley se produce una modificación importante con respecto a la situación anterior, lógica consecuencia de la separación entre la Iglesia católica y el Estado español y la aconfesionalidad estatal también refrendada constitucionalmente. Modificación que, aunque importante, deja mucho que desear en cuanto situación óptima. Así la reforma introduce el llamado sistema matrimonial «facultativo», consistente en la posibilidad de contraer un matrimonio civil o religioso con efectos civiles, a elección de los contrayentes, frente al sistema anterior de «matrimonio civil subsidiario», por el cual los bautizados en la Iglesia católica hablan de contraer matrimonio canónico, al que se reconocían efectos civiles automáticos, salvo que demostraran, de acuerdo con los requisitos exigidos en cada momento, la no pertenencia a la Iglesia católica, en cuyo caso podían contraer matrimonio civil. La situación óptima a la que nos referimos anteriormente consistiría en la implantación del llamado sistema de «matrimonio civil obligatorio», por el cual cualquiera que quiera contraer matrimonio ha de hacerlo civilmente, con independencia de los ritos y liturgias a que quiera someterse de acuerdo con sus creencias religiosas, a las que el Estado no da fuerza de ley, es decir, efectos civiles. La implantación de este sistema se ha reclamado insistentemente desde los grupos más progresistas de la colectividad, por entender que en un país secularmente católico su imposición restaría influencia a la Iglesia católica sobre una institución que vigila y controla desde hace siglos y en la que impone sus caducos principios, desfasados de la realidad social. Es evidente que en este punto, como en tantos otros en los que ejerce su influencia, la jerarquía eclesiástica del Estado español y la Santa Sede han desplegado todas sus fuerzas, influencias y presiones a fin de que no se les escapara baza tan importante como el mantenimiento del reconocimiento de efectos civiles al matrimonio canónico.

De la nulidad al divorcio

El proyecto de ley contempla cuatro supuestos de cesación de la vida en común de los cónyuges: la nulidad, la separación legal, la separación de hecho y el divorcio.

La nulidad del matrimonio está concebida en términos parecidos a la situación anterior, canónica o civil, aunque estableciendo, a nuestro juicio con buen criterio, una serie de garantías que impidan acudir a la nulidad de matrimonio en cualquier caso, y reproducir el denigrante espectáculo de las nulidades concedidas por los tribunales eclesiásticos. Probablemente, la nulidad de matrimonio pasará a ser una causa excepcional.

Además, el proyecto de ley en el capítulo destinado a las nulidades de matrimonio, determina que las resoluciones sobre éstas dictadas por los tribunales eclesiásticos tendrán eficacia en el orden civil, «si se declaran ajustadas al derecho del Estado», reproduciendo de esta forma el apartado 2 del artículo VI de los acuerdos sobre asuntos jurídicos entre el Estado español y la Santa Sede. La mención es de suma importancia y probablemente será origen de las más variadas interpretaciones. Hasta ahora, las sentencias de nulidad dictadas por los tribunales eclesiásticos se ejecutaban en la vía civil, sin que el juez de tal jurisdicción pudiera alegar excusa alguna, produciendo por tanto efectos en el orden civil a solicitud de parte de una forma automática. A partir de la entrada en vigor de los acuerdos (BOE, de 15 de diciembre de 1979), el juez civil, para ejecutar una sentencia de nulidad de matrimonio dictada por un tribunal eclesiástico (a excepción de las causas que ya estuvieran en tramitación con anterioridad a la entrada en vigor de los acuerdos para las que subsiste la situación concordada en 1953), tendrá que analizar si la causa alegada y demostrada se ajusta al derecho del Estado, lo que dará lugar a que muchas sentencias dictadas por dichos tribunales no puedan ser ejecutadas en la vía civil, careciendo, por tanto, de eficacia en dicho orden.

Por su parte, la separación conyugal está prevista en el proyecto de ley también de una forma similar a la situación anterior, a excepción hecha de la introducción de una causa nueva, «la quiebra profunda y difícilmente superable de la convivencia conyugal cuando ambos cónyuges o uno de ellos la solicite mediando acuerdo entre ambos». Esta fórmula prevista en el artículo 81 del proyecto de ley, resultaría positiva como forma de reforzar judicialmente las separaciones amistosas de los cónyuges con ausencia de culpable, si no fuera porque es causa de separación y no de divorcio, y por tanto trámite previo para acceder a éste.

Los casos de divorcio

Con respecto al divorcio y acorde con el planteamiento de la memoria explicativa, el proyecto de ley, indebidamente, recoge como causas de divorcio lo que no son sino requisitos para el divorcio, acciones judiciales y sentencias previas a la propia acción de divorcio.

En efecto, como causas de divorcio, el proyecto de ley establece tres supuestos que no son causas propiamente dichas como decíamos, sino transcursos de tiempo necesarios para ejercitar la acción de divorcio, de los cuales, dos de ellos se refieren a supuestos de separación legal y otro a separación de hecho, estableciendo corno plazo para poder ejercitar dicha acción dos años, en los supuestos de separación legal, y cuatro años en los de separación de hecho. El principio de exigir el transcurso de dos años desde la separación legal como prueba del «cese afectivo de la convivencia» resulta disparatado, y su primera consecuencia previsible será una acumulación de causas de separación ante los tribunales, dada su configuración como requisito previo al divorcio, y unos gastos excesivos para aquel que quiera acceder al mismo, pues en lugar de ejercitar una sola acción por la que se resuelva el problema, habrá de ejercitar varias, todas ellas costosas. A mayor abundamiento, el texto del Gobierno es confuso y no se desprende del mismo claramente desde cuándo se empieza a contar el plazo, si desde la interposición de la demanda de separación o desde la sentencia que ponga fin a la misma, dado que establece el texto que podrá ejercitarse «desde la admisión de la demanda»... «una vez firme la resolución judicial al respecto». Es claro que por lo menos hasta ahora, dada la lentitud que padece la Administración de Justicia, una causa de separación no se resuelve antes de dos años, con lo que la interpretación lógica sería iconsiderar que el plazo comenzaría a correr una vez que hubiera resolución judicial sobre la demanda de separación.

En cuanto a la causa relativa a la separación de hecho de los cónyuges, establece el proyecto que habrán de transcurrir al menos cuatro años ininterrumpidos desde la misma para que resulte acreditado «el cese efectivo de la convivencia conyugal», distinguiendo dos supuestos: uno de separación de hecho sin específica alegación de causa y libremente consentido por ambos cónyuges, y otro, en el que indirectamente hay que demostrar la culpabilidad de uno de ellos, al decir el texto que «quien pida el divorcio habrá de acreditar que el otro estaba incurso al iniciarse la separación de hecho, en causa legal de separación». Tantos plazos, causas y acciones judiciales sólo darán lugar a complicaciones que redundarán en perjuicio de los interesados y en un exceso de trabajo para la Administración de Justicia, bastante sobrecargada ya y escasamente dotada de los medios necesarios para ejercer su función.

No creyendo suficientemente coartado el acceso al divorcio, el texto determina a continuación que «el juez podrá, excepcionalmente, denegar el divorcio cuando se pruebe que ocasiona a los hijos o al otro cónyuge perjuicios de especial gravedad», excepcionalidad que no por ello es menos grave, ya que dada la actual configuración de la Administración de Justicia y las facultades discrecionales excesivamente amplias que al juez le otorga la ley, en la práctica éste podrá denegar el divorcio según su libre entender.

En lo relativo a los efectos comunes a la nulidad, separación y divorcio, es decir, la parte relativa a las relaciones con los hijos, el ejercicio de la patria potestad sobre los mismos, el uso de la vivienda familiar, las cargas derivadas del matrimonio y el régimen económico conyugal, establece que el juez aprobará, si lo hubiere, el acuerdo al que hayan llegado los cónyuges, imponiendo de nuevo la absurda excepción de que éste fuera dañino o perjudicial para los hijos o uno de los cónyuges, en cuyo caso el juez puede modificarlo.

Relaciones con los hijos

El texto dedica varios artículos al tratamiento de las medidas judiciales en relación con los hijos comunes, en los que otorga, una vez más, excesivas facultades al juez, quien en cada caso podrá decidir según su criterio. A este respecto, es de lamentar que no esté prevista en el proyecto la existencia de un grupo de asesores, psicólogos o sociólogos, cuyo informe fuera vinculante para el juez y paliara la libre discrecionalidad de éste.

Es en este epígrafe de los efectos comunes a la nulidad, separación y divorcio, donde introduce el proyecto de ley el ya denostado término de buena o mala fe, concepto general del derecho que sustituye al anterior de culpable o inocente, y que en la práctica por los efectos que de dicha calificación se derivan, va a resultar idéntico. De esta forma, el ahora llamado cónyuge de mala fe, pierde el derecho a participar en las ganancias obtenidas por su consorte dentro del «régimen económico de participación en las ganancias», que introduce la reforma sobre el régimen económico conyugal ya enviado al Congreso de los Diputados en septiembre de 1979, discriminación que significa una auténtica penalización con respecto al cónyuge que la sentencia declare de mala fe, y que supone un retroceso con respecto a la situación actual.

Por otro lado, y en relación con el tan debatido tema de las pensiones entre cónyuges, el proyecto -sin especificar si será el marido o la mujer el beneficiario- establece que «el cónyuge al que la separación o divorcio produzca un desequilibrio económico en relación con la posición del otro, tiene derecho a una pensión». Hoy por hoy, desgraciadamente, la realidad social es tal que las mujeres, por distintas razones de dedicación al hogar y los hijos, abandono del trabajo, falta de promoción en el mismo y un largo etcétera de todos conocido, resultarán las afectadas por la situación de desequilibrio económico a que alude el texto. Sin embargo, este enfoque del problema tiene dos quiebras importantes: la primera, el reconocimiento del derecho a la pensión, viene condicionado directamente con la situación de cónyuge de buena o mala fe al decirse que se tendrá en cuenta para fijar la misma, «los hechos que hubieren determinado la separación o el divorcio y la participación de cada cónyuge en los mismos», y por otro lado, nada establece el proyecto de ley en relación con las garantías necesarias para que dichas pensiones se hagan efectivas. A lo que hay que añadir el anacronismo que determina la pérdida del derecho a pensión del cónyuge beneficiario si llevase vida «notoriamente deshonesta». Puede decirse que la idea tal como se establece en el proyecto está bien concebida, pero coartada de tal modo en cuanto a las posibilidades reales de percepción, que su eficacia será nula en la práctica, a lo que habría que añadir que al establecerse implícitamente la culpabilidad y de una forma clara la referencia a la vida deshonesta, personas que tendrían en justicia que percibirlas podrán verse privadas de este derecho, según el criterio que sobre estos temas tenga el juez.

En cuanto a las medidas provisionales en relación con los cónyuges, que son aquellas que rigen en tanto se dicte sentencia definitiva sobre el fondo de la cuestión, viene el texto a mantener la situación actual con ligeras modificaciones, una de ellas de sumo interés, relativa al deber de convivencia de los cónyuges, que permite al cónyuge que se proponga demandar salir del domicilio conyugal presentando la demanda en plazo de treinta días, evitando de este modo la situación actual que producía verdaderos problemas, sobre todo a la mujer, que podía ser acusada del delito de abandono de hogar si no acreditaba haber interpuesto al tiempo de la salida del domicilio conyugal demanda de medidas urgentes de separación conyugal.

Privilegio para ricos

Puede decirse, en resumen, que el texto es poco valiente, bastante confuso y que no va a solucionar, en la práctica, la enorme cantidad de casos pendientes. Muy al contrario, va a sumir a los que se aventuren a divorciarse en un caos de demandas, pruebas y acciones judiciales interminable que, además de aumentar la desconfianza ya bastante extendida hacia la justicia, será sólo accesible a unos pocos. El tema creemos, que merece un esfuerzo por parte de los grupos parlamentarios de la oposición, y en general de los grupos feministas, a fin de conseguir modificaciones sustanciales en el texto, pues en otro caso, si prosperara el proyecto del Gobierno sin modificaciones, el divorcio en este país será sólo un privilegio para ricos, como las famosas nulidades eclesiásticas.

Cristina Alberdi Angela Cerrillos y Consuelo Abril forman el Colectivo Jurídico Feminista.

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