El Tribunal Constitucional
A FALTA DE los magistrados que deben ser designados por el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional entra hoy en funciones para desempeñar su papel de «intérprete supremo de la Constitución». El acuerdo alcanzado por centristas y socialistas para elegir a los diez magistrados de propuesta parlamentaria -ocho- y gubernamentales -dos- significó un buen comienzo para este alto organismo, si bien la ausencia de juristas identificados con los problemas de las comunidades autónomas empañó de alguna forma el acierto global en la formación del Tribunal. La práctica unanimidad de los magistrados para elegir como presidente a Manual García-Pelayo, eminente constitucionalista sin compromisos pasados o presentes con el poder y con los partidos, ha ratificado, en cualquier caso, la voluntad del Alto Tribunal de situar los «principios de imparcialidad y dignidad» por encima de toda maliciosa sospecha. Nunca se insistirá lo suficiente en que una institución como el Tribunal Constitucional, dotado de amplias y decisivas competencias, debe conquistar el indiscutible reconocimiento de su autoridad, mas allá de su poder, mediante la estricta aplicación de criterios jurídicos a los litigios políticos que le sean sometidos y mediante el enérgico rechazo de cualquier intento del Gobierno o de los partidos de instrumentalizar sus decisiones. Sin duda, las tentaciones de las gentes que ocupan el poder o que aspiran a lograrlo de servirse del Tribunal Constitucional para sus fines, van a ser irreprimibles y vigorosas. pero no deben ser irresistibles.La notable preparación jurídica de los magistrados es la mejor garantía de que será el derecho el principio orientador de sus decisiones y el muro de contención ante las ofensivas intimidatorias o manipuladoras que les aguardan. Pero, además, el historial de los miembros que actualmente forman el Tribunal y su explícito compromiso con los valores de la democracia parlamentaria y con las libertades ciudadanas disipan cualquier temor a que la letra de la ley pueda matar el espíritu de la Constitución o a que el formalismo jurídico predomine sobre los principios generales del derecho.
Que el Tribunal Constitucional esté sobre aviso de las presumibles presiones que ha de recibir no significa que tenga que caer en la tentación, simétricamente opuesta, de situarse por encima de los demás órganos constitucionales como un poder político autónomo y hegemónico. Tan negativo como su mediatización por los partidos sería su aspiración de invadir ámbitos y funciones que no le corresponden. Al fin y al cabo, el Parlamento es la representación de la soberanía popular y el órgano del poder legislativo, capacitado para la libre creación de normas dentro de ese marco constitucional que el Alto Tribunal debe interpretar con arreglo a criterios jurídicos para evitar que sea rebasado o burlado.
El Tribunal Constitucional es, ciertamente, un defensor de la Constitución, cuya primacía debe garantizar mediante el enjuiciamiento de la conformidad o disconformidad con ella de las leyes, disposiciones o actos impugnados. Sería, sin embargo, un dislate que los demás órganos del Estado asignaran al Alto Tribunal el papel de único defensor de nuestra norma fundamental y se reservaran el derecho picaresco de transgredirla y burlarla a su conveniencia, con la esperanza de que sus abusos no sean denunciados o sólo sean condenados cuando el trasfondo del tiempo se haya encargado de quitarles importancia. El respeto a la Constitución debe ser interiorizado por todos los ciudadanos, especialmente por quienes hacen las leyes, tienen a su cargo el poder ejecutivo, han recibido de sus compatriotas el privilegio y la carga de la defensa militar de nuestras fronteras y del orden público o imparten la justicia ordinaria. La simple idea de atribuir al Tribunal Constitucional la protección exterior de nuestra norma fundamental, en tanto que diputados, ministros, altos mandos o magistrados pudieran considerarse libres para conculcarla a sus conveniencias, mientras no se les agarre con las manos en la masa, sería una aberración.
El Tribunal Constitucional tiene que ser, en suma, la jurisdicción constitucional de la libertad. Una Constitución no es, al fin y al cabo, más que un sistema de limitación y distribución del poder. De aquí que el conocimiento de los conflictos de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas, de éstas entre sí y de los órganos estatales entre sí, constituya una competencia del Alto Tribunal casi tan importante como el recurso de inconstitucionalidad de las leyes. Al igual que el recurso de amparo por la violación de los derechos y libertades públicas garantizados en el título I de la Constitución, tendrá una crucial importancia en la actividad del Tribunal, último baluarte de los ciudadanos frente a las arrogancias, caprichos e invasiones de los poderes públicos.
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