Contribuir da derecho a exigir
AYER CONCLUYÓ el plazo para la presentación de las declaraciones del impuesto personal sobre la renta. La campaña del Gobierno, dirigida a que los ciudadanos acepten el pago de los impuestos no sólo como un deber legal (cuya infracción puede incluso ser delictiva), sino también como decisión voluntaria y obligación moral, ha tenido el apoyo de muchos medios de comunicación, incluido el de este periódico. Por eso, los planteamientos críticos a la política tributaria de la Administración no pueden ser ya mal interpretados como un llamamiento al boicoteo del pago de los impuestos. Ha llegado así el momento de extraer las cónclusiones del lema publicitarío Contribuir da derecho a exigir. Muchos funcionarios, empleados y trabajadores, a los que se habían aplicado ya las retenciones al rendimiento del trabajo personal, se han encontrado, en el momento de cumplir con sus obligaciones fiscales, ante la desagra dable sorpresa detener que pagar una abultada cantidad complementaria, que ha dejado tambaleante, cuando no bajo mínimos, su escuálida economía familiar. Bien es verdad que ello se debe, en parte, a una equivocada política de retenciones, error que en el futuro promete solventar el ministerio. Pero aun así pensamos que es un hecho que las familias de la clase media han sido las más afectadas por la reforma impositiva. Por otra parte, el adelanto de un mes para la presentación de las declara ciones, que sin duda mejorará la liquidez del Tesoro, no ha hecho sino anticipar a los contribuyentes su disgusto.
Algo no marcha como debiera en la aplicación de la reforma fiscal. Los zurrados contribuyentes no pueden sino sentir agravios comparativos y agravios absolutos en el momento de hacer el balance de sus aportaciones a Hacienda. Por un lado, las operaciones más simples de aritmética demuestran que la evasión fiscal de unos ciudadanos aumenta la presión de Hacienda sobre el resto de sus compatriotas. Por esta razón, resulta inevitable el sentimiento de agravio comparativo de quienes, atrapados en las nóminas de la Administración -salvo en el caso de aquellos determinados funcionarios que han recibido anticipos a cuenta para el pago de los impuestos- o de las empresas privadas, o expuestos a la mirada pública en los escenarios, las pantallas de cine, los escaparates de librerías, los estadios o las plazas, saben a ciencia cierta que gentes mucho más ricas -al menos lo suficiente como para asignar una parte de sus ingresos a preparar su protecci iscal- pagan absoluta o relativamente menos al Tesoro. Bien sea evasión fiscal pura y simple, bien se trate de un astuto aprovechamiento de los intersticios de la ley, resulta difícil que los contribuyentes que cumplen religiosamente con sus obligaciones fiscales no se resientan frente a quienes eluden sus contribuciones.
Hay otros motivos de disgusto. Por ejemplo, mientras la adquisición de inmuebles desgrava el pago de impuestos, las deducciones por inversiones en capital humano de educación y cultura son un auténtico enigma fiscal. No deja de ser un sarcasmo que Hacienda amnistíe un porcentaje del dinero utilizado para pagar la estancia en un colegio mayor de un muchacho de provincias y desconozca los gastos realizados por los contribuyentes para mejorar o simplemente solucionar la educación de sus hijos.
El fisco desconoce así a todos los efectos la defectuosa estructura educativa de nuestro país, y no pocos ciudadanos pagan de esta forma por dos o tres veces el colegio de sus hijos. A esta falta de sensibilidad social de la Hacienda pública frente a un problema político real se le puede añadir el hecho de la cotización por las plusvalías de inmuebles -lo que supone un impuesto sobre la inflación-, siendo este lugar adonde ha ido la mayor parte del dinero del pequeño ahorrador español; mientras, se favorecen las minusvalías en Bolsa, lo que origina el que conocidos millonarios de este país presenten una declaración negativa.
Pero, a la postre, siempre resulta obvio que pagar es un acto doloroso y es lógica la protesta, ya que se paga, y no la sonrisa frente a Hacienda. Sin embargo, este país, sus clases medias fundamentalmente, se habían dispuesto a hacer este acto voluntario y moral de rescate de los valores cívicos, y lo han cumplido en gran parte. Pero el Gobierno no ha hecho casi nada visible por devolver en servicios y mejoras públicas el verdadero esfuerzo personal de millones de españoles que han secundado la voluntad recaudadora. Si contribuir da derecho a exigir, creemos que ha llegado el momento de hacerlo seriamente. De otra manera -y no es esta responsabilidad prioritaria ni única del Ministerio de Hacienda- se podrá asegurar que cuando estas exigencias no son correspondidas por el Gobierno eso dará derecho a no contribuir. En una palabra: si el despilfarro incontinente e inmoral del gasto público sigue en adelante como hasta ahora, habrá que acusar a los señores ministros de estar sentando las bases de un más que justificado movimiento de des-obediencia civil frente a los impuestos.
La triste realidad es que los equipamientos colectivos y los servicios sociales siguen siendo escasos y proporcionan una oferta de mala calidad e inferior a la demanda; las inversiones estatales productivas siguen orientadas por el principio de la ineficiencia y se les hurta o dificulta la posibilidad de denunciar ante los tribunales o ante la opinión pública los casos de corrupción y desperdicio amasados con el dinero de todos. Los contribuyentes españoles, en verdad, tienen serios motivos de queja por la forma en que la Administración dilapida su dinero. La pésima infraestructura en las zonas rurales, el lamentable estado del sector público de la enseñanza, la ineficiencia y alto costo de la sanidad, la desolación de nuestros espacios urbanos, la insuficiencia de los transportes colectivos y el desprecio por el fomento del deporte y del ocio constituyen motivos para la irritación y la queja de los contribuyentes. ¿Alguien puede pagar de buen humor su impuesto sobre la renta al recordar los multimillonarlos déficit del INI, de Televisión y de la antigua prensa del Movimiento, las cuentas de los colegios privados de sus hijos (por falta de escuelas públicas e institutos suficientes en cantidad y calidad), las facturas de los médicos (por culpa de la hacinada e ineficiente sanidad pública) o la subida de la gasolina para el automóvil propio (que sería sustituible en el caso de que los transportes colectivos funcionaran satisfactoriamente)?
El movimiento contra los impuestos que sacudió hace poco tiempo el Estado de California tal vez debería servir de reflexión a los Gobiernos de toda la sociedad occidental. Porque los ciudadanos empiezan a estar ligeramente hartos de que sus economías privadas y los recursos de la sociedad sean vampirizados por una Administración pública que gasta más y más en su propio mantenimiento o en el de una protección indiscriminada a los grandes intereses de los oligopolios y menos. y menos en ofrecer servicios y garantías a los ciudadanos.
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