Tres años de política exterior
Una de las escasas oportunidades que legó el franquismo a la democracia española fue la de poder construir, en el corazón de Occidente, un Estado nuevo y capaz de asumir las experiencias favorables de otros países, incorporando a sus estructuras las perspectivas e innovaciones, geopolíticas y tecnológicas, de nuestro tiempo. La definitiva ubicación de España en el concierto internacional de naciones constituía una de las piezas clave del reto de audacia e imaginación al que se enfrentó el primer Gobierno democrático- en junio de 1977. Las enormes posibilidades que entonces se abrieron a la que pudo ser una fácil y brillante acción política no han encontrado en el seno del Ejecutivo la oportuna respuesta. Fallaron, desde el principio, la homogeneidad en el partido, la planificación y la capacidad de decisión, sumida en muchas ocasiones en intrigas y absurdas competencias administrativas y personales. Después de tres años, la política exteriores pañola aparece sumergida en la mayor de las confusiones, plagada de vacíos y contradicciones. Podría decirse, no sin malicia, y, desde luego, salvando los comportamientos democráticos, que en lo esencial se encuentra tal y como la dejó Franco. Con tensiones terroristas al norte de los Pirineos, con presiones de fuerza al sur del Estrecho, y por el conflicto del Sahara, sin perspectivas inmediatas de ingresar en las Comunidades Europeas, cultivando la hispanidad en el Cono Sur americano y el entusiasmo proárabe como castigo a Israel.
La repentización y los bandazos fueron las constantes de una acción de parcheo exterior que hoy impide saber cuál es el exacto lugar que España ocupa en el mundo. Y en esta oscuridad, el anuncio de que España presentará en 1981 su candidatura a la OTAN no ha sido, en absoluto, clarificadora, sino todo lo contrario: el Gobierno descubre su acercamiento a la Alianza Atlántica en el mismo momento en el que la Europa comunitaria decide bloquear el proceso de la incorporación de España a la CEE. ¿OTAN a cambio de la CEE? Por mucho que se matice y se condicione la iniciativa atlántica, difícil será justificarla en pleno frenazo al acercamiento hispano al Tratado de Roma.
Porque, aparte de los incomprensibles triunfalismos de los ministros ante las declaraciones de Giscard y Schmidt, si algo está ahora claro es que el eje París-Bonn parece decidido a reformar las políticas presupuestaria, agrícola y mediterránea de la CEE antes de que los españoles puedan sentarse en el sillón del Consejo de Ministros comunitario. El parón, pues, permanece y, lo que es peor, no sólo impregnado del electoralismo giscardiano (lo que no sería excesivamente caótico), sino incrustado en una voluntad política de reformar reglamentos comunitarios que pueden retrasar hasta los años noventa el ingreso en la CEE.
Ante esta poco halagadora perspectiva, el Gobierno anuncia su deseo de incorporarse pronto a la OTAN, siempre y cuando los temas CEE y Gibraltar tengan visos de solución próxima. ¿Cómo se mide esto? ¿No bastan las claras palabras del canciller y del presidente, o los retrasos que ya sufre la negociación en su primer análisis de conjunto? ¿Es que no son públicas las declaraciones de los dirigentes gibraltareños y claro su preámbulo constitucional?
Me atrevería a decir que el chupinazo OTAN ha sido, como lo fue en su día el de la CEE, el resultado de los agobios de la política interna. El presidente Suárez y su ministro de Exteriores han decidido, simplemente, soltar lastre por la derecha, en vísperas de la llegada del presidente Carter a Madrid, y en pleno acoso de las tendencias de su partido y de los grupos de la oposición. Para desgracia de nuestra política exterior en temas tan impor tantes como el atlántico y el europeo, la planificación brilló por su ausencia. En julio de 1977, el recién estrenado Gabinete democrático presentó su candidatura en Bruselas sin haber evaluado ni discutido las consecuencias políticas, económicas y sociales que se derivarían de esta candidatura, tanto para España como para la propia Comunidad. Tampoco hubo análisis ni evaluaciones en el tema atlántico, cuyo calendario se ha hecho público cuando el Gobierno no sólo no lo ha debatido en profundidad -ni tampoco el partido centrista-, sino que aún no concluyó la redacción del plan de defensa nacional. España no tiene un plan defensivo moderno y adecuado a las necesidades del momento, y ya está en puertas de la defensa multilateral de Occidente.
Pruebas irrefutables de estas graves improvisaciones las constituyen las anécdotas, nada despreciables, de que, tanto en los casos de la CEE como de la OTAN- varios ministros de entonces y de ahora, e importantes dirigentes de UCD, tuvieron conocimiento de estas iniciativas Suárez-Oreja por la Prensa.
Esperaban el presidente y su ministro que el lanzamiento de la cuestión OTAN iba a servir para borrar, de un plumazo, la confusión que nacía de la inclusión de esta perspectiva atlántica en el programa del Gobierno y de la asistencia y coqueteos en las rueniones de los países «no alineados». De momento ha servido para todo lo contrario, y, entre otras cosas, porque el ministro, en sus declaraciones recientes, se negó a excluir la futura presencia de España en el primer foro del Tercer Mundo y se limitó a decir que el Gobierno decidirá en cada caso su asistencia. Como siempre, a por todas y sin ninguna.
El presidente Suárez definió su política exterior como occidentalista, europea y con proyecciones en América Latina y países árabes. Ahora, el occidentalismo se sabe que es atlántico, lo europeo palidece y lo americano y árabe queda, donde siempre, en románticas e inoperativas declaraciones. Pretender Madrid solucionar el conflicto del Oriente Próximo cuando se es incapaz de salir del Sahara resulta casi una broma, en la que el no reconocimiento de Israel se convierte en una absurda rémora que no soportaría ningún país europeo ni atlántico. Mientras tanto, en América se quiere dar cursillos de democracia a los procesos revolucionarios del centro y mantener una silenciosa cortesía con las dictaduras del Sur.
En definitiva, un quiero y no puedo permanente, plagado de parches y sometido al desconocimiento profundo de la geopolítica que se tiene en el palacio de la Moncloa y en sus inmediatas asesorías y a la poca capacidad de movimiento e iniciativa del palacio de Santa Cruz, que tan generosamente repartió sus competencias en menoscabo de la unidad de la acción exterior. El calendario de la cuestión, atlántica, al margen de su oportunidad política y del sistema de mayorías que el Gobierno desea utilizar para someternos pronto al Tratado de Washington, no ha servido para clarificar nada. Lo único que urge esclarecer, en este momento, es el tema europeo, en el que España tiene comprometidas muchas esperanzas. Y cuando esto se haga será necesario, de una vez para siempre, que se inicie un auténtico diseño de los compromisos y obligaciones que España debe y puede asumir en el mundo.
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