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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Las gruesas anteojeras del orientalismo / 1

En sus conocidos artículos sobre La dominación inglesa en la India, Karl Marx, después de denunciar con gran dureza los atropellos y abominaciones de aquélla («Las hordas calmucas de Gengis Kan y Timur deben de haber sido una bendición para un país en comparación con la irrupción de estos soldados británicos, cristianos, civilizados, caballerescos y corteses»), llega no obstante a la paradójica conclusión de que Inglaterra, al destruir las bases económicas de la sociedad tradicional hindú, está llevando a cabo («por muy lamentable que sea desde un punto de vista humano ver cómo se hunden esas decenas de miles de organizaciones sociales laboriosas, patriarcales e inofensivas y por muy triste que sea verlas sumidas en un mar de dolor») lo que no duda en calificar de «la mayor, y a la verdad, la única revolución social que se ha visto en Asia».«Bien es cierto», añade, «que Inglaterra actuaba bajo el impulso de intereses mezquinos... Pero no se trata de eso. Lo que cuenta es saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo del estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución».

«En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un viejo mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos derecho a exclamar con Goethe: ¿Quién lamenta los estragos / si los frutos son placeres? / ¿No aplastó a miles de seres / Tamerlán en su reinado?».

Al reproducir algunos pasajes del texto citado -incluidos los versos goethianos del poema A Suleika-, el escritor palestino Edward W. Said identifica el origen del mesianismo redentor que avasalla y finalmente anula los sentimientos personales del autor de El capital ante la rapiña y ferocidad del imperialismo inglés en la India: proviene, dice, de la típica «visión orientalista romántica», embebida de prejuicios y anhelos regeneradores. El desconocimiento por parte de Marx de las realidades culturales y humanas del mundo «no europeo», su falta de contacto directo con el mismo, habrían sido compensados con un léxico, una información y una percepción puramente librescos: los de los orientalistas profesionales de cuyos escritos extrajo el propio Goethe el material e inspiración de sus Divanes. «El vocabulario de la emoción se disipó en cuanto fue sometido a la acción de policía lexicográfica de una ciencia y un arte orientalistas. Una definición de diccionario desalojó a una experiencia: uno casi puede ver lo que ocurrió en los ensayos hindúes de Marx, en los que algo le tuerza a volver corriendo a Goethe y refugiarse allí en la cáscara protectora de un Oriente orientalizado».

La observación es certera: los estereotipos forjados por los orientalistas franceses -de Herbelot a Volney- y la creencia romántica en los valores universales de la modernización y progreso impregnan en efecto los artículos de Marx y Engels sobre el que hoy denominaríamos Tercer Mundo; dicha creencia, heredada del Siglo de las Luces -cuando la ciencia europea procedió a elaborar por primera vez una imagen global y privilegiada de sí misma por obra de la Enciclopedia-, sirvió a la vez, como ahora sabemos, de caución moral e instrumento material indispensable al expansionismo colonial anglofrancés. Pero eso no es todo, y aquí Said, después de haber establecido claramente los hechos, parece vacilar, como en otros pasajes de Orientalism, en sacar las conclusiones que se imponen. Pues ambos elementos son reflejo de -y tienen como denominador común- una visión etnocentrista del mundo que, trasladada al mal llamado «socialismo real», sigue ocasionando, como vamos a ver, auténticos estragos.

Uno de los rasgos más notables de esta proyección etnocéntrica occidental radica en su omnímodo, imperturbable poder generalizador. La especificidad de las distintas culturas y pueblos, las diferencias existentes entre ellos son reducidas y allanadas por un verdadero rodillo comprensor de caracterizaciones esquemáticas e ideas someras que, a fuerza de repetidas y machacadas, se convierten en dogma indiscutible. Ya se trate de la India, la China o el mundo islámico, los tópicos y clisés orientalistas son exactamente los mismos. El arte, literatura, ciencia y filosofla europeos apresan a los pueblos y culturas genéricamente tildados de «orientales» en la cárcel de unas «esencias» más o menos inmutables, de la que sólo podrán escapar, en el mejor de los casos, mediante un arduo y doloroso proceso de desidentificación; esto es, a condición de autonegarse. El genio particular de cada una de estas culturas, sus valores, instituciones, monumentos, obras literarias, etcétera, cuentan muy poco comparados con la «barbarie» y «atraso» contemporáneos al desarrollo de las ciencias orientalistas. La inferioridad de los «no europeos» respecto al progreso que los europeos representan arrambla con todas las peculiaridades y usos mediante los cuales aquéllos se identifican, uniformizándolos y englobándolos en una masa homogénea, en la que una observación sobre los «nativos» de Persia se aplica sin pestañear a los chinos y una caracterización de los hindúes vale para el Magreb. Parodiando el refrán, podría decirse que, en la vasta noche ethocéntrica, todos los «no europeos» son pardos.

El reductivismo generalizador común a la casi totalidad de viajeros y estudiosos del mundo afroasiático (dejaremos de lado ahora el indoamericano y el de Oceanía) imbuye no sólo en las opiniones de Renan y Stuart Mill, de Víctor Hugo y de Byron, sino también, por muy chocante que resulte a algunos, en las de Engels y Marx. Recorrer los escritos de estos últimos sobre el colonialismo europeo es tropezar, junto a enérgicas y elocuentes denuncias de sus abusos y crueldades, con una masa de tópicos y-clisés orientalistas -de un Oriente «orientalizado» por los orientalistas- sobre la «vida sin dignidad estática y vegetativa» de los «na¡ivos» de Persia, China o la India; de la «forma pasiva de existencia» de las «naciones bárbaras»; de la obstinada y necia oposición al progreso «por parte de la ignorancia y prejuicios orientales».

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Los ejemplos de un vocabulario despreciativo tocante a las culturas y sociedades afroasiáticas son en verdad abundantísimos. Engels habla de «los celos, las intrigas, la ignorancia, la codicia y la corrupción de los orientales», del «fatalismo oriental», de los «abrumadores prejuicios, estupidez, docta ignorancia y barbarie pedante» debidos al «fanatismo nacional chino»; los árabes argelinos no salen mejor librados: según nuestro autor, «se distinguen por su cortedad, si bien conservan al mismo tiempo su crueldad y espíritu de venganza». Marx celebra el hecho de que, gracias a la brutal intervención inglesa en el Celeste Imperio, se rompiera su «bárbaro y hermético aislamiento frente al mundo civilizado»; las antiguas comunidades rurales hindúes constituían, en su opinión, «una sólida base para el despotismo oriental» y restringían «el intelecto humano a los límites más estrechos, convirtiéndolo en un instrumento sumiso de la superstición, sometiéndolo a la esclavitud de las reglas tradicionales y privándolo de toda grandeza e iniciativa histórica»; es más, con la llegada del imperialismo inglés a China, ésta sufrió, dice, «la disgregación de una momia cuidadosamente conservada en un ataúd hermético. Ahora bien, una vez que Inglaterra provocó la revolución en China, surge el interrogante de cómo repercutirá con el tiempo esa revolución en Inglaterra y a través de ésta en Europa».

Las últimas citas -y podríamos, desde luego, espigar muchas más- enfrentan al lector, cuando menos al lector afroasiático, a una evidencia innegable. En primer lugar, momia o bella durmiente, la sociedad oriental no puede «despertar» al progreso, sino gracias a la varita mágica del Occidente industrializado. En segundo lugar, cuando Marx alude a la falta de «grandeza» e «iniciativa histórica» de los pueblos sumidos en el «fatalismo oriental» es obvio que estas críticas operan en función de una serie de valores europeos subyacentes -la mayor dinámica y agresividad de la sociedad occidental, por injusta y cruel que sea-, y no de los valores de una cultura no obstante milenaria como la china. En tercer lugar, la presunta revolución ocasionada por la intervención británica en el Celeste Imperio -cifrada en un cúmulo de cadáveres y ruinas- no vale tanto por sí misma como por su repercusión en Inglaterra y Europa: es decir, los posibles beneficiarios futuros de ella son en primer término los proletarios europeos, y sólo de forma subsidiaria y remota, los propios chinos.

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