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La ley de Jurisdicciones o razones de un pesimismo

El capitán José Luis Pitarch, viejo compañero del que esto escribe en el batallar sobre la separación de la jurisdicción militar de la civil, se muestra optimista en cuanto al final feliz de tan ardua y dilatada lucha. En un artículo suyo, aparecido en EL PAIS del 24 de mayo último, llega hasta entonar el réquiem por la ley de Jurisdicciones. Confieso que este optimismo, que yo compartí en un tiempo, se ha ido tornando en sólo tibia esperanza, pues hace ya dos años que se viene machacando sobre el tema con escasos resultados. Bien es verdad que la unidad jurisdiccional que nuestra Constitución previene en su artículo 117 empieza a plasmarse en su lógico desarrollo orgánico, cosa que se ha hecho esperar bastante, pero entre las espantadas a que nos tiene acostumbrados UCD y la proclividad de algunos de sus miembros más conspicuos a ponerse firmes ante la voz castrense, uno no acaba de creerse tal belleza hasta que no luzca en las columnas del Boletín Oficial.Y he de pedir perdón al lector si hago una pequeña historia de la degradación de mi optimismo respecto al tema de la justicia militar. Quizá con el nacimiento de nuestra borrosa democracia cometimos la ingenuidad de confiar demasiado en el poder de la palabra escrita. Hoy no puedo por menos de sonreír conmiserativamente de mí mismo recordando la celeridad con la que preparaba yo en 1977 la documentación que me habría de servir de base para mi libro La ley de Jurisdicciones, temiendo que saliera a la luz después de ser aprobada la reforma del Código de Justicia Militar. O la ilusión con la que esperaba la publicación en EL PAIS, de un avance del libro que yo había remitido, junto con una estadística sobre la situación de la justicia militar en Europa y que Fue congelado por largo tiempo en la redacción del periódico, precaución normal en tales tiempos al manipular tan peligrosa materia informativa. Y fue el proceso militar seguido al director del grupo, escénico Eis Joglars el que propició, por fin, la publicación de dicho artículo, que salió a la luz el 28 de diciembre de 1977, en un día de los Santos Inocentes, cosa que no presagiaba nada bueno. Y otro artículo mío, más adelante, en Sábado Gráfico, y, por fin, el libro, y las altas esferas que uno esperaba ver tambalearse permanecieron incólumes como si tal cosa. Y los efectos de aquella «batalla perdida por la libertad de expresión», como se subtitulaba el mismo, siguieron golpeando a actores, escritores, periodistas; y directores de cine sin que el artículo 117 de la Constitución saliera de su aparente papel de principio programático vago y nebuloso.

Así pues, esta bendita ley de Jurisdicciones, nacida en infausto mes de marzode 1906 con una aplicación concreta y una prometida provisionalidad, ha resistido incólume más de setenta años, descontando el breve período de la II República. Y esto la pesar de sus múltiples defectos de fondo y aplicación. Porque no sólo nació con esa especie de pecado original jurídico, cual es que el estamento juzgador sea juez, y parte al mismo tiempo, sino que no fue ni siquiera necesaria. El problema principal residía en el hecho de que las injurias al Ejército, realizadas comúnmente: a través de periódicos barceloneses, quedaban a menudo impunes, ya que los jurados que habían de juzgarlas raramente condenaban a los ofensores. Ante esta situación, nada más fácíl que sustraer a la acción de los mismos los delitos en cuestión mediante la ley oportuna, exactamente lo mismo que a principios de 1933 hizo la II República con los delitos de terrorismo, por el hecho de que los jurados eran a menudo objeto de coacciones y amenazas. Y precisamente algo parecido fue lo que el claudicante Segismundo Moret, jefe del Gobierno a la sazón, ofreció a los militares. Una especie de procedirriiento sumarísimo claramente dirigido contra la prensa -«toda publicación que no sea libro hecha por la imprenta», decía textualmente- cuando hubiera sospecha de ataque al Ejército o a la integridad nacional, pero siempre dentro de la jurisdicción civil, solución de compromiso que no fue aceptada por los militares. Estos habían empeñado todas sus fuerzas en conseguir la ley que pusiera en sus manos el juicio y castigo de estas ofensas, y lo hicieron con tal tenacidad y seguridad en el triunfo que más parecían legisladores que peticionarios. Así, la revista El Ejército Español, en su número del 23 de diciembre de 1905, decía textualmente: «La ley es necesaria, es urgente y esa ley se hará».

Y vaya si se hizo. El 18 de marzo de 1906 se aprobaba en una Cámara dividida y destrozada. De más de 400 diputados sólo había presentes 194, de los que se abstuvieron once y el resto votó a su favor. Los demás habían renunciado a los debates y al sufragio. Unos días después -el 25- escribía Luis Soler, en un Abc mucho más liberal que el de nuestro tiempo, un profético artículo de fondo cuyos augurios desbordaban su estricto niarco temporal y geográfico - 1906 y Cataluña- para ser paradigma de la fatal tendencia de nuestros Gobiernos a emplearlas medidas de fuerza en vez de las políticas. «Si no se comienza a gobernar en Cataluña, y eso fuera ya gobernar para España, la ley de iepresión tiene escasa importancia... Dentro de seis nieses resurgirá el problema fundamental con mayor gravedad que en el presente. Para un estado de excitación no basta la camisa de fuerza... Restaurar un fuero jurisdiccional no es restaurar la paz ... ».

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A partir de tal fecha se extiende un profuso anecdotario de dudosas interpretaciones de tal fuero cuya recopilación, aún no intentada por nadie, sería una valiosa aportación al estudio del espinoso tema de la jurisdicción militar. Digamos brevemente que, por ejemplo, en 1919, Milans del Bosch, capitán general de Barcelona, se negó a excarcelar detenidos de la CNT, según órdenes del Gobierno, y los juzgó por la ley de Jurisdicciones (1).

Que sobre el sujeto pasivo de las ofensas o injurias se ha actuado de modo confuso y, muchas veces, equivocado. La injuria ha de referirse a miembros de las Fuerzas Armadas constituidos en autoridad (2) o al Ejército español concretamente. No obstante esto, un periodista fue condenado por referirse a militares aisladamente -caso de los supuestos sobornos de la Lockheed- y otro, con una posible injuria aún más vaga e indeterminada, por escribir que «algunos meublés de Barcelona eran propiedad de viudas de oficiales». La ofensa en sí ha sido también sacada a menudo de sus límites razonables y una sentencia del Consejo Supremo de Justicia Militar de 24 de septiembre de 1940 consideraba como tal, y por tanto sujeta a pena, la frase «por culpa de los militares he es tado dos años detenido».

Finalmente, se ha tenido muy poco en cuenta el contenido de la famosa sentencia del Tribunal Supremo del 9 de julio de 1908 que, refiriéndose a la interpretación de la ley de Jurisdicciones, recomienda que «se tenga presente como exposición de doctrina la orientación a la que obedeció el Gobierno al presentar el proyecto que dio lugar a aquella ley». Recalca al efecto el coronel auditor Fernando de Querol la importancia «de los antecedentes históricos inmediatos a una disposición jurídica, al tratar de determinar su significado e interpretación» (3).

Terminemos diciendo que en la Europa occidental no hay ya ningún Ejército que juzgue las ofensas dirigidas a sus Fuerzas Armadas o a la Patria y que ni siquiera existen tribunales militares en Alemania Federal, Austria, Dinamarca, Noruega o Suecia. Bien es verdad que este argumento, si tenemos en cuenta la tradicional ortodoxia hispana y aquello del mantenella y no enmendalla, no es para alentar ningún optimismo.

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