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Los acontecimientos de Irán y Afganistán vistos por Marx y Engels

La reciente publicación por parte de dos distinguidos ensayistas de origen alemán, los señores Karl Marx y Friedrich Engels, de varios artículos consagrados a los acontecimientos de Irán y Afganistán en los que se critica con aspereza la intervención actual de las superpotencias en aquella zona ha sido acogida de forma diversa en los círculos políticos de Washington, Londres, Pekín y Moscú. Mientras los observadores anglosajones ocultan como pueden su incomodidad tras una máscara de prudente reserva y los chinos aplauden ruidosamente su alegato contra los que denominan «los tigres de papel», los principales órganos de la prensa soviética acaban de lanzar sobre dichos autores el grueso de su artillería pesada. Sin ánimo de intervenir en la polémica en curso, nos limitaremos a extractar aquí las opiniones de los señores Marx y Engels expresadas en los artículos «La guerra contra Persia» y «El tratado con Persia» -publicados por el primero en el New York Daily Tribune- y «Afganistán» y «La expansión de Rusia en el Asia central» -aparecidos, respectivamente, con la firma del segundo, en New American Cyclopoedia y el ya citado NYDT. Como dichos ensayos contienen un cierto número de anacronismos -bastaría con citar el hecho de que aparecen fechados con más de un siglo de retraso- e inexactitudes históricas -vrg., la frecuente confusión de Inglatera con EE UU y la URSS-, hemos sustituido, señalizándoles con corchetes, los términos manifestamente erróneos con que han llegado hasta nosotros por ignorancia o descuido del linotipista y/o corrector.Los actuales preparativos militares de Estados Unidos -o, por mejor decir, de los monopolios petroleros norteamericanoscontra Persia son la reproducción -ahora fallida-, dice el señor Marx, «de una de esas tretas astutas y temerarias de su diplomacia asiática, en virtud de las cuales han extendido sus posesiones en ese continente. Tan pronto como (los monopolios) ponen su mirada codiciosa en cualquier región cuyos recursos sean apreciables, se acusa a la víctima de haber violado tal o cual convención real o imaginaria, de haber transgredido una promesa, de haber cometido alguna nebulosa ofensa, y entonces se le declara la guerra, y la eterna injusticia, la fuerza eterna de la fábula del lobo y el cordero, se encarna nuevamente en la historia nacional».

«Desde hace muchos años, prosigue el articulista (América), codicia una posición en el golfo Pérsico». Los consejeros de la presidencia en asuntos de seguridad se han referido a menudo a la importancia vital de este área geográfica para su país, por considerarla como «punto central» de su estrategia de defensa, y en consecuencia EE UU «se ha esforzado continuamente por establecer su predominio en el Gabinete de los shas de Persia». Ahora bien, según el ensayista, dicho predominio «no dependía del derecho, sino de la fuerza». Por lo demás, agrega el señor Marx, si en la corte del sha hubiese encontrado albergue algún Grocio habría explicado al mundo que «de acuerdo con el jus gentium, toda estipulación conforme a la cual un Estado independiente otorga a un Gobierno extranjero el derecho de inmiscuirse en sus relaciones internacionales no tiene validez».

Aunque el autor del artículo no comenta directamente lo ocurrido en Irán en el curso de los dos últimos años y omite toda referencia al asunto de los rehenes, parece no obstante aludir a él cuando evoca el conflicto surgido tiempo atrás con el embajador (norteamericano) en Teherán: para lavar la ofensa inferida a mister Murray -motejado de «hombre tonto, ignorante y ridículo» por un funcionario iraní-, el Gobierno que representaba, en lugar de aceptar las excusas propuestas, exigió que se organizar una «entrada solemne» de dicho caballero, en la capital «al son de cuernos, flautas, arpas, trombones, címbalos, cítaras y otros instrumentos musicales». Dentro de tal perspectiva de humillaciones históricas, la actitud de los estudiantes islámicos resulta más comprensible. Por otra parte, como observa el señor Marx, al terminar la evocación del lance, el diplomático en cuestión «no puede inspirar al público oriental un concepto demasiado elevado sobre el desinterés y la dignidad de sus compatriotas, debido a que mientras fue cónsul general en Egipto aceptó regalos personales del general Barrett; de que en su primera estadía en Bushir despachó el tabaco que le fue regalado en nombre del sha, para que lo vendieran directamente en el mercado, y de que fue galán de una dama persa de dudosa reputación». Aunque el nombre de mister Murray no coincide con el del embajador nombrado por Nixon, los lectores subsanarán fácilmente el error: las revelaciones de este último a la Comisión de Encuesta del propio Congreso norteamericano confirman en líneas generales la verosimilitud de semejantes hechos.

Prudentemente, Karl Marx deja en manos del lector la tarea de formular sus conclusiones y se abstiene de todo vaticinio; pero aún dentro del carácter meramente descriptivo de sus artículos, su clara denuncia de los peligros del aventurerismo -avalada, claro está, por el desastre de la «operación Rescate»-, muestra, que «la ganancia neta de la expedición a Persia» se reduce a lo siguiente: el «odio que se ha granjeado en toda Asia central»; el «descontento de la India»; y, finalmente, el refuerzo de la innuencia rusa en la totalidad del «mar Caspio y el límite costero del norte de Persia». Pese a su antigua rivalidad, persas y afganos habían tenido siempre, como recuerda el articulista, «un punto de contacto: su hostilidad común a Rusia ... El recuerdo de los despojos territoriales del pasado, de las amenazas que Persia debía soportar en el presente y el temor de las invasiones en el futuro contribuian en igual grado a provocar un odio mortal hacia ella. Los afganos, por su parte, estaban habituados a considerarla como el enemigo secular de su religión, el gigante que devoraría Asia». A causa de sus repetidos desaciertos y errores, la política americana en Persia habrá actuado así, en opinión de Marx, en provecho exclusivo de su poderoso enemigo del norte.

A diferencia de los artículos que acabamos de reseñar, los ensayos del señor Engels trazan un breve pero esclarecedor boceto del carácter nacional indígena y examinan minuciosamente los acontecimientos que han sacudido la región en los dos últimos siglos:

«Los afganos son un pueblo valiente, enérgico y amante de la libertad; sólo se dedican a la ganadería o a la agricultura y evitan a toda costa los oficios y el comercio, ocupaciones que miran con desdén, y dejan en manos de los indios y otros habitantes de las ciudades. La guerra es para ellos distracción y descanso de sus monótonas actividades económicas. Se dividen en clanes, sobre los cuales sus diversos jefes ejercen una especie de dominación feudal. Sólo su odio indomable al poder del Estado y el amor a su independencia personal les Impiden convertirse en nación poderosa, pero precisamente esta modalidad espontánea y la inconstancia de su conducta los torna vecinos peligrosos, sujetos a las variaciones de su estado de ánimo, fáciles de conducir por los intrigantes políticos que atizan hábilmente sus pasiones».

A continuación, en un obvio paralelo histórico con la actual intervención militar de los dirigentes del Kremlin, el ensayista describe el fracaso de la anterior tentativa británica de asentar su dominio en el país, a través de un Gobierno títere; el del sha Shudja, predecesor histórico de Babrak Karmal y sometido como él a las presiones e intereses del gauleiter Macriaghten, nombrado por la potencia ocupante:

«La conquista de Afganistán parecía terminada, y gran parte de las tropas fue enviada de regreso. Sin embargo, los afganos no se conformaron con hallarse bajo el poder de los feringhee kaffirs (europeos infieles) y en 1840 y 1841 las sublevaciones se sucedieron en todas las comarcas del país. Las tropas angloindias tuvieron que mantenerse en permanente movimiento. No obstante, Macnaghten declaró que tal era el estado habitual de la sociedad afgana, y escribió a Inglaterra que las cosas marchaban a las mil maravillas y que la autoridad del sha Shudja se fortalecía. Las advertencias de los oficiales británicos y de otros agentes políticos fueron vanas. En octubre de 1840 Dost Mohammed se rindió a los ingleses y fue enviado a la India; todas las sublevaciones que se produjeron en 1841 fueron aplastadas después de afortunadas operaciones, y en octubre, Macriaghten, designado gobernador de Bombay, se propuso partir hacia la India con otro grupo de tropas. Pero entonces estalló la tormenta. La ocupación de Afganistán costaba al Tesoro indio 1.250.000 libras esterlinas anuales; había que cubrir los gastos ocasionados por el mantenimiento de 16.000 soldados ingleses e indios en Afganistán y por las tropas del sha Shudja... Se informó a Macriaghten que era imposible seguir gastando dinero en tales cantidades. Intentó aplicar economías, pero la única vía para realizarlas era la suspensión del pago de subsidios a losjefes. Y el mismo día en que intentaba

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tomar esta medida, los jefes tramaron una conspiración para exterminar a los ingleses, de modo que el mismo Machaghten fue el elemento de unión de las fuerzas rebeldes que hasta entonces luchaban solas contra los conquistadores, sin cohesión ni acuerdo alguno; por lo demás, también es indudable que el odio de los afganos a la dominación británica había alcanzado a la sazón su punto culminante».

Enfrentados a la hostilidad de todo el país y a una persistente actividad guerrillera favorecida por la configuración de terreno y ante la cual las armas sofisticadas que poseían resultaban vanas, los ocupantes, recuerda el señor Engels, se vieron obligados a evacuar el territorio invadido:

«El frío y la nieve, como la escasez de víveres, tuvieron el mismo efecto que, durante la retirada napoleónica de Moscú. Pero en vez de cosacos que se mantenían a distancia respetuosa, los ingleses eran acosados por encarnizados tiradores afganos, armados de mosquetes de largo alcance y ocupando todas las alturas. Los jefes que habían firmado el tratado de capitulación no podían ni deseaban contener a las tribus montañesas. El desfiladero de Kurd-Kabul fue la tumba de casi todo el Ejército, y los pocos sobrevivientes -menos de doscientos europeos- fueron aniquilados en la entrada del paso de Jagdalak... Así terminó la tentativa de los ingleses de instalar a su protegido en el trono de Afganistán».

El señor Engels abandona aquí sus especulaciones sobre un futuro todavía imprevisible y remoto, para examinar las consecuencias inmediatas del golpe de Kabul. Su análisis de la situación creada por el Kremlin concuerda en líneas generales, como vamos a ver, con el de los dirigentes de China, país al que, según oportunamente recuerda, Rusia «despojó de un territorio tan grande como Francia y Alemania juntas y de un río de la longitud del Danubio». Como era de prever, la prensa de Pekín se ha apresurado a reproducir el párrafo de «Los éxitos de Rusia en el Lejano Oriente» en que, refiriéndose al tenaz punto muerto de los trabajos de la comisión ruso-china para la demarcación de los límites entre ambos países, Friedrich Engels comenta sarcásticamente: «Todos sabemos qué significa semejante comisión en manos de Rusia». De ahí a sostener la teoría maoísta de un imperialismo en decadencia (el americano) y otro en pleno auge y por consiguiente más amenazador (el soviético) media sólo un breve trecho que los habituales panegiristas de Pekín han salvado con rapidez.

«En vista de semejante expansión de Rusia en el centro de Asia», escribe el señor Engels, «el plan de atacar a la India desde el norte sale del reino de las especulaciones vagas y adquiere casi una forma concreta». Tras la instalación de un Gobierno fantoche en Kabul, el viejo sueño zarista de acceder a los mares cálidos ha pasado a ser algo factible: «Desde Balk a Kabul hay apenas más distancia que de Kabul a Peshawar, y este solo hecho muestra cuán reducido se ha vuelto el espacio neutral entre Siberia y la India... Si el avance ruso prosigue al mismo ritmo y con la misma energía que durante los últimos veinticinco años -observa- oiremos a los moscovitas golpear a la puerta de Delhi».

Para Engels no ofrece dudas el que Rusia está destinada a convertirse en «la primera potencia asiática», Sus recientes conquistas en Asia central, dice, han extendido «el imperio ruso desde la nevada Siberia hasta la zona templada». Las posiciones estratégicas ganadas de este modo son tan importantes en Oriente como las de sus glacis protector en Europa: «La posesión de Turán amenaza a la India; la de Manchuria, a China. Y China y la India son actualmente los países decisivos de Asia».

La revelación por el semanario Newsweek de que los artículos del New York Daily Tribune y New American Cyclopoedia, profusamente subrayados, figuran sobre la mesa de trabajo del ex secretario de Estado Henry Kissinger y han jugado un papel no desdeñable en el reciente conflicto de estrategias entre el dimitido Cyrus Vance y el consejero presidencial Brzezinski ha provocado una respuesta contundente por parte de la prensa soviética. Para la agencia Tass, «los señores Marx y Engels se han quitado la máscara seudorrevolucionaria con que hasta hoy intentaban cubrirse para mostrar su verdadero y odioso rostro de agentes provocadores al servicio de la reacción, puesto que no dudan en unir sus voces al coro destemplado e histérico del antisovietismo más sobado en compañía de los revanchistas de Bonn, los renegados de Pekín y los estrategas de la CIA y el Pentágono». Pravda, por su parte, les tilda de «revolucionarios de salón y defensores del capital monopolista, cuya alianza non sancta con China descubre sus verdaderos intereses de clase». En la Literaturnaya Gazeta, en fin, un editorial firmado por J. Ivanov plantea la pregunta: «¿A quién aprovechan estas elucubraciones?» «A la reacción internacional», responde el propio editorialista. «Quienes tan aficionados se muestran a denunciar la praxis social de los demás, harían mejoren examinar la suya propia». Según J. Ivanov, Engels es «un conocido explotador de la clase obrera británica, cuyo izquierdismo de fachada no engaña ni a los ciegos». En cuanto a Marx, «judío cosmopolita de origen alemán» -alusión transparente a su parentesco espiritual con Cohn-Bendit- «ha vivido toda su vida de la apropiación de la plusvalía de los obreros de Engels». Uno y otro, concluye el editorial, «están condenados a caer, si no han caído ya, en les poubelles de l'histoire.

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