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Moscú en julio, Madrid en noviembre

El verano moscovita parece ser estación agradable; septiembre a noviembre, en Madrid, suele ser época buena. Dos reuniones internacionales, de amplitud y calidad distintas, pueden suspenderse, aplazarse o reducirse, a pesar de la bondad climática. La guerra fría, en su nueva versión, amenaza con congelar veranos y otoños. Con una Olimpiada reducida, en Moscú, mal se ve la convocatoria de la sesión preparatoria de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, en Madrid.Nadie hasta ahora ha alzado la voz contra la celebración de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación (CSCE), sí, ya, sobre su aplazamiento. La distensión parece protegida, en último término, por un pudor colectivo, recuerdo de las heridas históricas bélicas. La inexcusabilidad de preservar esa distensión -no virgen a pesar de virtuosa- se exacerba ante la amenaza. La óptica de Europa continental parece delinear los rasgos definitorios de la distensión, no sólo como resultado del acuerdo bipolar. La distensión y la paz son ruedas de una bicicleta a la que si no se le impulsa cae. Cuando pierde movimiento se hace indispensable la mesa de negociación, en la que no deben quedarse solos los representantes de Washington y Moscú. Hace falta compañía, y Europa, tercera potencia, se presenta no sólo como voluntaria, sino como partícipe obligado.

Se percibe así la resistencia europea a la simplificación kissingeriana del equilibrio a dos, que permite las guerras controladas, las áreas de influencia, las zonas grises, pero que -cuando fallan los mecanismos de control- acercan la tensión de la periferia a las cercanías inquietantes. De Vietnam y Camboya se recalienta el Oriente Próximo y el Africa austral. Nadie asegura que Europa es escenario bélico excluido, teatro de operaciones imposible. No sólo es eso: hay la sensación desasosegante de que Europa, Oeste y Este serán siempre enfrentadas como preliminar y antídotos a la agresión USA-URSS. Es decir, la agudización de la bipolarización tiende a configurar como santuarios a los territorios de las superpotencias y el resto es terreno posible de juego militar. La aceleración del enfrentamiento Casa Blanca-Kremlin puede producir un salto militar cualitativo: la tercermundización del territorio europeo. La CSCE aparece así, progresivamente, más necesaria. En otras palabras: para que se entiendan 35 países, no para que dialoguen, por encima de sus cabezas, dos de ellos.

Para que haya CSCE en Madrid debe haber Olimpíadas en Moscú. Vaya por delante una aclaración: ir a Moscú, a las Olimpíadas de 1980, no es ir a Berlín en 1936. No debe haber complacencia ni concesiones sobre la condena de la invasión soviética de Afganistán. Difuminar con objetivos recortados el papel de los ejércitos soviéticos sería grave para la propia distensión y la viabilidad de un sistema fiable de seguridad. El voto en la Asamblea General de las Naciones Unidas fue explícito y la actitud de los no alineados, en esta ocasión, fue un brillante blanco de prueba de que la equidistancia no está reñida con el sentido común y la razón. Tito ganó antes de morir una última batalla.

En consecuencia, España y todos deberían acudir a los Juegos Olímpicos en Moscú, por varias razones prácticas y a partir de varias ficciones útiles.

Una de las ficciones sería el que los juegos son ocasión de tregua. Así lo entendieron los griegos clásicos. Y la tregua es un estadio más cercano a la paz. Otra ficción es la de que los juegos no se realizan en territorio soviético. Opera aquí una figura similar a la de la vieja concepción de la extraterritorialidad. Es decir, se celebran en territorio neutralizado, donde el Estado que lo cede abdica de ciertos elementos de su soberanía. Aquí sería oportuno presionar y exigir, durante las Olimpiadas, el cumplimiento de los compromisos adquiridos en el tercer cesto de Helsinki.

Una de las consideraciones prácticas es disolver el equívoco de creer que las Olimpíadas van a conceder patente de respetabilidad a un régimen que ha cometido una agresión. Las banderas olímpicas en Moscú -se razona- compensarían la condena en Naciones Unidas. Hitler pudo hacerse la ilusión de crearse, por concesión olímpica, una imagen de respetabilidad para el III Reich; nadie dejó de entrar en guerra con la Alemania nazi por las Olimpiadas. Videla pudo sonar, en el verano de 1978, invierno en el hemisferio sur, que congregando unas docenas de futbolistas internacionales en Buenos Aires revocaba la fachada de su dictadura. No debió durarle la satisfacción mucho al oír, en la misma ciudad, a un cortés, pero valiente, Rey de España, hablarle, poco después, de violaciones de derechos humanos.

Una última consideración a favor de las Olimpiadas en Moscú (que no a favor de unas Olimpiadas de Moscú: ¿cómo explicar al Tercer Mundo que pueden suspenderse o boicotearse las próximas Olimpiadas, mientras Occidente y Oriente, los sistemas blancos, han hecho oídos sordos cuando hace años se pidió la exclusión de los juegos de la República de Suráfrica, uno de los grandes violadores de derechos humanos, alegando que deporte y política son datos heterogéneos?

Si no hay juegos, o se boicotean, o reducen, es probable que haya aplazamiento de la reunión en Madrid. La distensión peligrará y los huevos de las cestas de Helsinki quedarán hueros. Nuestro papel de anfitrión quedaría también en entredicho. La imaginación europea debe huir de satelizaciones y de consideraciones electorales, como son las americanas, y ponerse en marcha para Moscú y para Madrid. España tiene aquí la gran ocasión de coadyuvar eficazmente a desarrollar la distensión, la cooperación y la paz internacionales.

Raúl Morodo es rector de la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo, de Santander.

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