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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contradicciones de UCD

AYER FUE enviada al Congreso la comunicación del Gobierno previa al debate sobre política general que se abrirá pasado mañana. La comparecencia del presidente del Gobierno ante los representantes de la soberania popular, constituidos en poder legislativo, que no sólo aprueba las normas, sino que también nombra o destituye y, en cualquier caso, controla al jefe del poder ejecutivo, resulta una estampa tan habitual en los paises de vieja tradición parlamentaria que el alboroto, las carreras y el suspense producidos por el descenso del señor Suárez al Congreso es un espectáculo que ofende al buen sentido de los ciudanos y bordea el ridículo nacional.El macrodebate que comienza el martes, y que sustituye indebidamente a la serie de debates parciales que no llegaron a celebrarse, amenaza con producir esa misma sensación de pies fríos y cabeza caliente, de atiborramiento de información y de confusión de juicios, que registraban los malos estudiantes al final de curso.

Los dieciséis puntos de la comunicación del Gobierno se ocupan, sobre todo, de las lecciones del programa que tratan de la violencia terrorista, la situación económica y las autonomías. Sin embargo, la escalada contra la libertad de expresión, y a través de ella contra todas las libertades, que se extiende como una marea negra por ese mar de los derechos ciudadanos que algunos desearían convertír en un estanque de aguas por ellos bendecidas, sitúa bajo los focos los temas retórica y superficialmente aludidos en los tres puntos del documento, un texto, por lo demás, que sólo toca cuestiones de politica internacional de forma lateral y secundaria.

La declaración invita a todos los españoles a realizar «un gran esfuerzo colectivo» para «enraizar profundamente en la sociedad el sentido democrático y el régimen de libertades públicas», objeto al que loablemente se considera «irrenunciable en términos absolutos». El Gobierno, por su lado, se compromete a «hacer el esfuerzo precíso para fortalecer las instituciones democráticas y para garantizar las libertades públicas» y anuncia su propósito de «delimitar los ámbitos de licitud e ilicitud en el ejercicio de la libertad mediante un estatuto de las libertades públicas que regule el amparo judicial ordinario». Pese a las palabras del vicepresidente en el Pleno que debatió el secuestro de El crimen de Cuenca, también se pronuncia por « la primacía de la Constitución » y en favor del acatamiento por «todos los órganos del Estado» de las normas vigentes. Ahora bien, quien avisa no es traidor, y la comunicación, consciente de que las cosas del palacio de la Moncloa van despacio en todo aquello que no sea fortificar su propio poder, advierte que el desarrollo legislativo de la Constitución, para transformar «un Estado moderno construido en un molde autoritario y centralista» en un sistema democrático, exige un período de tiempo «dilatado».

Se trata, evidentemente, de una actitud tan sensata como llena de cinismo. Hace unos días aludimos a las responsabilidades del Gobierno, por omisión y por acción, en la actual ofensiva contra las libertades. Por omisión: al retrasar o paralizar el desarrollo de la Constitución, al situar en el limbo de las normas formalmente vigentes, pero materialmente anticonstitucionales, buena parte de la cosecha de las Cortes orgánicas, al carecer del valor cívico y del coraje político suficientes para remozar las cúpulas de algunas instituciones. Al utilizar la dependencia orgánica del ministerio fiscal respecto al Gobierno para intímidar y coartar el derecho a la información y la libertad de opinión y al emplear los poderosos medios del Estado para simular que la paz reina en Varsovia y denigrar, con argumentos tomados de Sigmund Freud o de John Le Carré, a los discrepantes.

La invención, dífundida desde los cenáculos centristas, y acogida estos días en la prensa del antiguo régimen, de que nadie como UCD ha defendido ia democracia en este país y de que la escalada involucionista y autoritaria es una maligna fantasía ideada por la izquierda o por una conjura exterior, con sus agentes a sueldo y todo, sería risible si no resultara premonitoria de tiempos todavía peores.

Las responsabilidades del partido del Gobierno en este avance elástico sobre la retaguardia no pueden ser minimizadas. Es cierto que personas de los sectores liberales y socialdemócratas de UCD, con el ministro Leal, propusieron hace una semana que el partido hiciera una decla ración en favor de la libertad de expresión, iniciativa que, al parecer, fue torpedeada por la corriente democristiana, que acaudilla el señor Lavilla y que ha venido a reforzar el Gabinete en la última crisis ministerial. Lo lamentable es que otros diputados del partido del Gobierno, incluidos democristianos no colaboracionistas, como Fernando Alvarez de Miranda, que fueron perseguidos, reprimidos, encarcelados o exiliados por el régimen anterior, mues tren hoy tan poca sensibilidad y coraje para la defensa de las libertades y los derechos humanos, por los que tan valientemente lucharon. Esos diputados asisten inmutables al procesamiento por la jurisdicción militar de Pilar Miró, Miguel Angel Aguilar y Germán Alvarez Blanco, participan sin sonrojarse en la cobardía del poder civil para hacer acatar la Constitución a otras instituciones y cúbren con su silencio atropellos y violaciones de derechos humanos perpetrados desde el aparato del Estado o los servicíos paralelos. Por esta razón. el debate que se inicia el martes tiene interés, en lo que al capítulo de las libertades se refiere, por la actitud de los bancos centristas. La impresión de que el partido del Gobierno ha tirado la toalla en la defensa de los derechos humanos y las libertades y que comienza a ver -pero ¡caramba!, otra vez- masones y comunistas por todas partes se extíende como una mancha de aceite por la sociedad española y por la comunídad democrática occidental, y es registrada por órganos de prensa como The Times, de Londres, Le Monde, de París, y New York Times. Nadie puede decir que esto sea positivo, y mucho menos esperanzador, para la Monarquía parlamentaria. Porque, aunque son una abrumadora mayoría los españoles dispuestos a hacer ese «gran esfuerzo colectivo» para enraizar el sentido democrático y el régimen de libertades públicas en nuestro país, no es fácil que puedan contribuir a esa tarea común desde el banquillo, las cárceles o el exilio interior.

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