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Tribuna
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Escarabajos sin laureles

Aquello fue como una misteriosa película de Bresson. Lloviznaba en las gradas. Había prismáticos, paraguas, puros y hasta pasteles. Había muchos turistas y ordenadas manolas. Había, sobre todo, odio y amor para deletrear la insolencia probable del saleroso cebo: Curro. Por un lado, la copla retocada de la Piquer: «¡Ay, Curro Romero,/por tu culpa/yo me muero,/muero ... ». Por el otro: «¡Vete a Sevilla! ¡A Sevilla! ». Aquello, para mí, era completamente incomprensible; pero pronto descubrí que la afición taurina, desde las entrañas del éxtasis, prodiga un didactismo ejemplar que para sí quisiera García Calvo. Subrayaban la nada y el todo: «¡ Curro, te faltan c ... ! ». Ese grito de mujer va a recibir muy pronta réplica: « ¡Eso, díselo al toro! ». Y lo decían: « Le hace falta una escayola en la pata derecha! ». O: «Ese toro es subnormal. Parece una albondiguilla ... ». Más aún: «Es una cabrita con chepa». E incluso: «Está drogao... ». De droga iba la cosa, al parecer, entre pañuelos, olés, vino Fino y bronca: «¡Curro, has inventado el rodillo! ». Pero Curro no se inmuta. Y el toro ahora hace el pino. Curro es el gran relámpago central.Hasta cuando no tórea: «Aprende, Curro». O en desagravio: «Si eso lo hiciera Curro, lo mataban». El aspira a jugar, con el dedo y el dado, de espaldas a la muerte, furtivo o de perfil, desdiciéndose o tirabuzonando el cuerpo, con ondulaciones verticales y una elegancia incomparable en el redondo laberinto del error.

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Todo es muy lento. Hay un murmullo de batalla que sirve para realzar el silencio, las pausas, los vacíos más trágicos. La plaza de Las Ventas tiene color de tedio respetuoso. Yo no había visto en ella corrida alguna: sólo plástico sucio, resguardando la arena, y notas delirantes de Chick Corea. A decir verdad, y allá en la adolescencia, sólo había visto otra corrida. Tal vez mi desapego, dentro del remolino psicoanalítico, tenga base y razón de la primera imagen que guardo de mi padre: en las astas de un toro.

Al término, poco cabe entender de este bautismo vespertino. Aquello fue como una misteriosa película de Bresson, pero con los diálogos de Azcona y un temblor de pasión desmedida en torno a Curro Romero. El verde de la muerte era suave, salvo en la espuma de un chaval herido. No cabía estar a favor; tampoco, en contra. Como no se puede zaherir o elogiar la existencia de la jota, de los botijos o de las flores.

Quedaba el rumor tenso de la muchedumbre: «La droga mata». Y esos escarabajos impedían que en el ruedo naciesen coronas.

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