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Solemne y emocionado adiós al presidente Tito

Francisco G. Basterra

Las sirenas de todo el país sonaron ayer a las 16.15 (hora de Madrid), mezcladas con salvas de artillería disparadas en las seis repúblicas, mientras el cadáver de Josip Broz ,Tito, presidente de Yugoslavia presidente de la Liga de los Comunistas, mariscal y comandante supremo de las Fuerzas Armadas, era depositado en su tumba en el patio deljardín, rodeado de dalias, cedros y abetos, de la que fuera su residencia en Belgrado. Los principales dirigentes de Oriente y Occidente asistieron a la escena que cierra una época de la historia de este país.Ocho hombres vestidos de negro, los sucesores de Tito, fueron los últimos testigos de la bajada del féretro, ante el que minutos antes el primero de ellos, Lazare Kolisevski, presidente de la presidencia colegiada, prometió públicamente seguir gobernando Yugoslavia en nombre de Tito; esto es, defender la independencia nacional, la igualdad entre las diferentes nacionalidades, la autogestión y la política internacional de no alineamiento respecto a los dos grandes bloques.

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«Estamos decididos», dijo Kolisevski, «a continuar siendo los dueños soberanos de nuestro destino». Hasta 1983 este colegio presidencial dirigirá el país por consenso, y a partir de entonces iniciarán su tarea de gobierno los nuevos líderes que no vivieron la guerra de liberación nacional contra el ocupante alemán.

Los sollozos incontenidos de Jovanka, la tercera mujer de Tito, que recorrió cuatro kilómetros a pie tras el cadáver del hombre con quien vivió veinticinco años, hasta que el presidente la abandonó, cerraron la ceremonia. Después, con Leónidas Breznev a la cabeza, desfilaron los representantes de más de un centenar de países.

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Yugoslavia se paralizó para presenciar uno de los más espectaculares entierros del siglo

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Desde el presidente chino, Hua Guofeng, hasta la primera ministra india, Indira Gandhi, pasando por los reyes de Suecia, Bélgica y el presidente español, Adolfo Suárez, pasaron en silencio ante la sobria lápida de mármol blanco: «Josip Broz Tito. 1892-1980». Minutos antes se escucharon los acordes de La Internacional, interpretada por el coro del Ejército.

El país siguió en silencio y pegado a los televisores la ceremonia del entierro, uno de los más espectaculares de este siglo. La actividad laboral se paralizó completamente, y ni un solo coche circuló por Belgrado durante las tres horas largas que duró el acto.

Cientos de miles de personas ocuparon desde primeras horas de la mañana el recorrido del cortejo, cubierto por el Ejército v la milicia, que discurría a lo largo de cuatro kilómetros, desde el palacio de la Asamblea Nacional, en el centro del viejo Belgrado, hasta el barrio residencial de Dedinje.

En un espacio no superior a mil metros cuadrados se concentraron, desde las once y media, reyes, jefes de Estado y primeros ministros de naciones, a menudo enfrentadas, para asistir al comienzo del entierro. El canciller alemán federal, Helmut Schmidt, hombro con hombro con su colega de la RDA, Erich Honecker, o el duque de Edimburgo junto a Hua Guofeng. En ningún momento se vio, sin embargo, juntos al presidente de la URSS, Leónidas Breznev, y al vicepresidente de Estados Unidos, Walter Mondale.

Precisión militar

A las doce en punto del mediodía, la precisión militar y la perfecta organización fueron las constantes del acto; sonó la marcha fúnebre dedicada a Lenin en el momento en que ocho generales de las tres Armas sacaron el féretro de Tito de la Asamblea Federal Veintiuna salvas, de 48 piezas de artillería, se mezclaron con la música, mientras el batallón de la Guardia Presidencial presentaba armas.

El féretro fue colocado sobre un pequeño armón de artillería arrastrado por un jeep ligero, de color verde. Oficiales portando las condecoraciones de Tito se situaron delante del vehículo. Diez metros detrás del mismo, Jovanka, acompañada por los dos hijos de Tito -de sus dos primeros matrimonios-, Zarko y Miza.

Con la comitiva formada, y después de escucharse el himno nacional, el presidente de la Presi dencia del Comité Central de la Liga de los Comunistas, Stefan Djoronski, pronunció el primer elogio fúnebre -el segundo lo diría Kolisevski ante la tumba- Djoronsky recordó que al fallecido mariscal no le gustaban los dogmas e insistió en que Tito, en 1948, no se sometió (no citó a la URSS ni a Stalin) y defendió la soberanía nacional y la vía independiente hacia el socialismo. «Los principios de independencia y no interferencia en los asuntos ajerios», recalcó el dirigente comunista, «son también importantes para las relaciones entre los países socialistas y entre los partidos comunistas».

«Nuestro futuro descansa en permanecer como no alineados; en ser nuestros propios dueños en nuestro país», concluyó afirmando Djoronski. A cien metros de distancia, Breznev escuchaba impasible, de pie. El cortejo inició una marcha muy lenta por la ciudad. Cinco obreros metalúrgicos y cinco mineros caminaban junto al armón, representando al, pueblo trabajador y en recuerdo de que Tito fue, en su juventud, también metalúrgico (cerrajero).

La procesión iba encabezada por 365 banderas, correspondientes a las unidades de la guerra de liberación, a la que seguían cien héroes nacionales de aquella época, una unidad combinada de los ejércitos de tierra, mar y aire y las coronas ofrecidas a Tito.

Inmediatamente después del féretro y de la familia, formaban la presidencia colegiada, los dirigentes del partido, representantes de todas las repúblicas, del legislativo, de los tribunales, de los sindicatos, los cabezas de las distintas confesiones religiosas (entre ellas, la católica) y, curiosamente, el equipo médico que atendió a Tito durante su agonía de cuatro meses.

Mientras desfilaba por la calle Kneza Milosa y el bulevar de la Revolución de Octubre, los jefes de Estado y primeros ministros entraron en el recinto de la Asamblea Federal, donde, sin periodistas, pudieron celebrar reuniones informales para tratar de los asuntos mundiales. Los rumores que circularon sobre un posible contacto entre Gotzadegli, ministro de Asuntos Exteriores iraní, y Mondale, no pudieron ser confirmados.

En nombre de Tito y aplicando fielmente su doctrina, el país inicia una nueva etapa política. Sin duda alguna, sus sucesores gobernarán en su nombre durante bastante tiempo. Es pronto aún para que los políticos se atrevan a hablar por sí mismos. Cualquier ambición prematuramente expresada sería suicida. Ninguno de los sucesores tiene una base de poder propia. Habrá que esperar meses, o quizá años, para ver si funciona el sistema de dirección colegiada, y si éste es capaz de mantener incólumes la unidad nacional y la independencia de Yugoslavia.

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