Ni rojos ni muertos
EL EX PRESIDENTE norteamericano Richard Nixon ha pasado por España en una promoción internacional de su último libro: La verdadera guerra; la tercera guerra mundial ha comenzado. Nixon, ese hombre al que nunca adquiririamos un automóvil usado, vuelve a reclamar la curiosidad internacional en su larga carrera de resurrecciones. El ex presidente ha cerrado su casa californiana de San Clemente y se ha instalado en Nueva York en el momento adecuado para intentar retomar algún protagonismo testimonial en la política de su país y de Occidente: en medio de la campaña electoral americana y en plena reedición de la guerra fría. Nixon es un estadista plagado de defectos, pero entre ellos no se encuentra la falta de inteligencia práctica o de astucia. Richard Nixon ha puesto a la venta una mercancía que hoy tiene compradores: levantar el garrote americano ante los soviéticos, en un momento en que Estados Unidos y sus aliados naturales acumulan fracasos y retrocesos estratégicos.Las tesis de este político incombustible a las derrotas electorales, al rechazo de los intelectuales de su país y del mundo, a la vergüenza de una salida de la Casa Blanca bajo amenaza de enjuiciamiento, carecerían de importancia si no incidieran sobre el hecho real de que asistimos a una tercera guerra mundial no declarada, y sobre un estado de opinión latente que puede hacer florecer una nueva generación de halcones entre los dirigentes de Occidente.
Toda la argumentación de Nixon se reclama de la vieja máxima de Douglas Mac Arthur, cifrada en que en la guerra no hay alternativa para la victoria, y con la que el héroe del Pacífico estuvo a punto de llegar a una confrontación nuclear con la Unión Soviética a cuenta de la guerra de Corea. Mac Arthur, en sus últimos años, rectificó su pensamiento. Nixon, en 1980, escribe: «El peligro con que Occidente se enfrenta en lo que queda de siglo no es tanto el de un holocausto nuclear cuanto el de navegar a la deriva hasta llegar a una situación en la que tengamos que elegir entre la rendición o el suicidio, es decir, o rojos o muertos».
Al contemplar la defección para Occidente de Indochina, de naciones africanas, de Afganistán, el derrocamiento del sha, Nixon desprecia los matices y los análisis políticos que ilustran las revoluciones. Su receta consiste en ayudar militarmente a los rebeldes prooccidentales angoleños o en deplorar la falta de una defensa armada del trono iraní; no pretende comprender las peculiaridades de la revolución chiita, no admite diferencias entre el eurocomunismo y el sovietismo; aparta, de su mente hasta la menor especulación acerca de las relaciones sociales y económicas que pueden movilizar las sociedades, y patrocina un maniqueísmo tan candoroso que lo reconoce: «Puede parecer melodramático tratar los polos representados por Estados Unidos y la Unión Soviética como los equivalentes del bien y del mal, la luz y las tinieblas, Dios y el diablo, y, sin embargo, si nos permitirnos pensar en ellos de ese modo, aunque sea hipotéticamente, se aclara nuestra perspectiva de la lucha mundial».
Lo que le aconseja «... restaurar el honor de aquellos que luchan en las guerras de la nación, ya sea con el uniforme de las fuerzas armadas, ya con el traje de paisano, a menudo más peligroso, de la CIA». No se le puede reprochar a Nixon el andarse por las ramas.
El peligro de estas tesis jupiterinas reside en su fácil asimilación por unas sociedades occidentales tendentes a alejarse de la captación intelectual de los problemas que han llevado al mundo a esta situación de guerra con sordina. Siempre es más fácil desenfundar la pistola -aunque sea la pistola nuclear- que encauzar políticamente las revoluciones tercermundistas que acaban alineándose con el mal, las tinieblas y el diablo.
Es cierta esa tercera guerra mundial que aflige al mundo, pero sus causas son otras que el simplista imperialismo ruso (ni siquiera soviético) que aduce Nixon. La batalla por las fuentes de energía que serán necesarias al final del siglo parece haber sido ganada por Estados Unidos, de la misma forma que todo parece indicar que la URSS ha perdido la guerra tecnológica que tenía casi ganada en 1956; el malestar social de las naciones de influencia soviética es mayor (por estar sometido a presión) que el de los países occidentales bajo regímenes de libertades públicas; China es una amenaza cernida sobre la espalda de la URSS, obligada a abrirse paso por Afganistán para finlandizar Pakistán...
Están sentadas las bases para una futura confrontación abierta, pero la resolución de la crisis internacional no debe ser necesariamente la de o rojos o muertos, como para los dirigentes soviéticos deben existir otras opciones que la de o muertos o burgueses. Europa, numerosos países de Africa, el Oriente Próximo y América, la misma China, pueden y deben escapar a esa trampa bipolar en la que no caben más apuestas que las de Washington o Moscú.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.