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Tribuna
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Juicio militar contra Pilar Miró

Fuimos una generación muy extraña. Lo somos todavía, supongo. No sabíamos qué hacer con nuestras vidas y comenzamos a encerrarnos en las salas oscuras de los cines; allí nos encontrábamos con parte de la verdad que se nos negaba a pleno sol. También, naturalmente, descubrimos la mentira pero, eran unas mentiras sugestivas, llenas de vida, en forma de guante de Gílda o de mirada ardiente de Marilyn. Nuestra clandestinidad comenzó ya entonces, defendiendo el placer misterioso que emanaba de la pantalla frente a las censuras y monsergas de los curas y censores cotidianos.No nos gustaba el cine español; nunca creímos en sus historias de héroes legendarios llenos de frases rimbombantes y huecas: jamás nos conmovieron las anécdotas sufridas por foIklóricas disfrazadas; lo nuestro era el cine extranjero, y más exactamente -todo hay que decirlo-, el cine americano. Entonces no sabíamos que sería un cine vituperable porque las películas americanas formaban parte de un colonialismo cultural del que nunca hemos conseguido ya desprendernos. No nos importaban esas cuestiones, y cuando comenzamos a planteárnoslas sufrimos escisiones internas muy extrañas e innombrables, ¿cómo podíamos, por ejemplo, rechazar películas del tipo de Sólo se vive una vez o Furia, ambas de Fritz Lang, cuando en ellas nos estaban contando las injusticias que pueden cometerse con seres inocentes acusados de asesinatos que nunca han cometido?

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El cine nos ayudó a descubrir la vida. Con sus contradicciones, sueños y mentiras. Pero el cine nos acercaba a lo que ocultaban otros medios. Quisimos entonces ser mejores y luchamos como pudimos por lograr que en nuestro entorno no se produjeran las injusticias que las películas relataban en ocasiones. Sabíamos de ellas por las largas tardes de cine-clubes; aprendimos que ya en 1899, cuando el affaire Dreyfus estaba vivo en la conciencia colectiva de los ftanceses, se había hecho una película sobre- el tema; vimos luevo cómo esa misma historia se volvía a contar en otras producciones más recientes: La vida de Emilio Zola, de Dieterle, y Yo acuso, de José Ferrer. El cine era, por tanto, un lugar de reencuentro con la Historia, con la claridad. Desde las películas que nos gustaban se nos señalaba cuáles eran los errores que no había que volver a cometer. Algunos eran imaginarios; otros, no. Soñábamos con la posibilidad de que también en nuestro país pudieran contarse alguna vez historias como las de Hitchcock en Falso culpable, Goulding en No estamos solos (vistas recientemente en TVE) o Montaldo en Sacco e Vanzetti. Eran envidiables esos pueblos donde se permitía que sus ciudadanos recordaran cuanto les había ocurrido desde un ángulo que podía contradecir la versión oficial, pero que era compatible con las películas de héroes, de victorias, de sacrificios míticos y bodas ordenadas. Nosotros, con nuestro folklore y nuestros niños-prodigio, sólo teníamos un lado -el peor- de cuanto en el extranjero se hacía.

Admirábamos que se concediera un oscar a la actriz que había interpretado el personaje de Bárbara Graham, aquella mujer que murió condenada en la cámara de gas por un crimen que no había cometido: Susan Hayward en ¡Quiero vivir! estará siempre viva en nuestra memoria. Como Bette Davis en Su propia víctima o Marléne Dietrich en Testigo de cargo, películas que recogían, todas ellas, claras advertencias de posibles o ciertos errores judiciales. Los norteamericanos encausaban su propio sistema dentro del sistema. Rodaban sus películas las estrenaban y recibían premios oficiales por ellas. Aún lo hacen: en las últimas nominaciones para los oscar, Justicia para todos (actualmente en cartel), donde se desvela la corrupción de un alto magistrado, ha estado a punto de lograr los máximos galardones de la Academia. De la misma forma que Orson Welles fue internacionalmente reconocido como genio cuando dirigió e interpretó a aquel policía corrupto de Sed de mal, o cuando William Wyler dirigió, sobre parecido tema, la espléndida Brigada 21.

Pero no eran sólo los americanos. También Italia, después de asombrar al mundo con la sinceridad del neorrealismo, incidió en los temas judiciales con rigor y seriedad. No sólo ya recogiendo épocas pretéritas (Galileo, de Liliana Cavani), sino comprometiéndose con la inmediata realidad de nuestros días (Confesiones de un comisario, de Damiani; Investigación sobre un ciudadano fuera de toda sospecha, de Petro, y tantas y tantas otras: los italianos han convertido en género su intento de plasmar la verdad). Vimos también películas francesas como las de André Cayatte (Justicia cumplida, No matarás) y Costa Gavras (Section Speciale, donde se nos desvelaba la corrupción del Gobierno de Vichy).

Conocimos igualmente películas donde se nos mostraba a militares que traicionaban su propia causa: en Italia, Uomini contro, de Francesco Rosi; en EEUU,

Paths of Glory, de Stanley Kubrick; en Inglaterra, Por el rey y por la patria, de Joseph Losey...

Nos entusiasinó el cine y quisimos hacerlo igual que ellos, suponiendo que, como a ellos, nos acompañaría la comprensión de un replanteamiento de hechos pasados o una crítica a un personaje concreto no implica subversión alguna, sino una aportación positiva a nuestro mejor entendimiento. Pero nos equivocamos. Pilar Miró está, procesada.

Teníamos que haberlo previsto. Cuando a Basillo M. Patino se le ocurrió agrupar las canciones populares de la posguerra, estuvo prohibido durante cinco años; cuando Mingote hizo el guión de Soltera y madre en la vida, donde el «malo» era un practicante, sufrió el ataque furibundo de todo ese gremio, que se sintió absurdamente aludido; cuando a Buñuel se le ocurrió ganar la Palma de Oro del Festival de Cannes, por Viridiana, se le excomulgó y tuvo que continuar su exilio durante diecisiete años más; cuando a Forqué le interesó hablar de las minas de Río Tinto en Amanecer en Puerta Oscura, se encontró con problemas insolubles, porque o bien la Guardia Civil no disparaba al asesino (lo que no tenía lógica) o, si le disparaba, tenía que darle (con lo que se acababa la película a los diez minutos de comenzar); cuando Berlanga decidió sonreír con los milagros organizados, le obligaron a bajar a la tierra a un santo auténtico para que la risa no llegara al río (Los jueves, milagro); cuando al mismo Berlanga se le ocurrió decir que no le gustaba la pena de muerte (en El verdugo), le obligaron a eludir el garrote y afingir un final feliz, y cuando Borau quiso sacar a un gobernador civil en Furtivos, sufrió un retraso de meses para estrenar la película. Nada era posible. Sigue sin serlo. Para encontrar una conexión entre el cine y la realidad hay que remontarse de nuevo al cine extranjero, incluso para que hablen de nosotros, mismos, como, por ejemplo, en la recientemente estrenada... Y llegó el día de la venganza, prohibida en su día porque no era posible que un guardia civil concreto quisiera vengarse de un maquís.

Decía Summers que una película dura más tiempo que un censor y que, por tanto, todas acaban por estrenarse. En muchos casos, sin embargo, es a costa de un deseaste personal y legal abrumador. Nunca pudimos sospechar en nuestras salitas oscuras que la lícita y hermosa pasión por el cine y por la vida acarreara tantos problemas, tantas angustias,

En los cines de España pueden verse ahora películas como La question, de Heynemann, donde se comprueban las torturas realizadas por el Ejército francés durante la guerra de Argelia; Todos los hombres del presidente, de Pakula, donde se reflejan los abusos de quienes detentan el poder en EE UU; La patrulla de los inmorales, de Aldrich, donde se habla de la corrupción de unos policías concretos en un Estado norteamericano; Violette Noziere, de Chabrol, donde se habla de la facilidad para juzgar sin pruebas en Francia; De aquí a la eternidad, incluso en TVE, donde se concretan hechos violentos ocurridos en el interior del Ejército americano; The Front, de Ritt, con Woody Allen, y Hollywood on trial, donde se juzga violentamente la época del senador McCarthy...

No puede verse, en cambio, El crimen de Cuenca, donde Pilar Miró se ha limitado a reproducir unos hechos auténticos acaecidos hace setenta años.

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