El derecho al juez ordinario
Desde distintas posiciones colectivas y personales se viene coincidiendo en que en los últimos meses el grado de disfrute de las libertades públicas alcanzado durante el período de transición y el proceso constituyente, mayor o menor en términos comparativos, se ha reducido sensiblemente.Una de las libertades que se están viendo más afectadas por actos concretos, e incluso, diríamos, por la actitud general de ciertos poderes públicos, es la libertad de expresión, sobre cuyo carácter fundamental e imprescindible en toda sociedad minimamente democrática se ha abundado en este y en otros medios de comunicación social.
Este hecho es tanto más preocupante en cuanto que no han transcurrido ni siquiera dos años desde la promulgación de la Constitución, que, con todas sus limitaciones, fruto de una transacción entre fuerzas desiguales, al menos es contundente en la protección del ejercicio de un conjunto de derechos individuales básicos.
Esta contundencia político-constitucional se traduce en el terreno de su instrumentación jurídica en dos manifestaciones sustanciales: a) un riguroso sistema de garantías de estas libertades, y b) la aplicación inmediata y directa de las normas constitucionales que las recogen, que vinculan a iodos los poderes públicos desde la entrada en vigor de la Constitución. Ello supone que no es necesario esperar a que el Parlamento elabore leyes específicas de regulación del ejercicio de estos derechos fundamentales ni, en consecuencia, que acometa una reforma de la legislación anterior, inspirada en principios bien distintos, para que el contenido material de las normas constitucionales que versan sobre estos derechos y libertades se aplique directamente.
Otras normas constitucionales, la mayoría, necesitan, en cambio, leyes de desarrollo, bien porque contengan principios generales y abstractos que es necesario concretar, bien porque impliquen reformas institucionales más o menos complejas. En estos casos la inactividad del Parlamento -y del Gobierno, al que corresponde de hecho en su mayor parte la responsabilidad de la iniciativa legislativa- puede dar lugar a una perpetuación de la vigencia de leyes preconstitucionales.
Este problema es el que actualmente se plantea en relación a determinadas actuaciones de la jurisdicción militar que están incidiendo en el ámbito de la libertad de expresión, como ocurre en los procesamientos de Pilar Miró y Miguel Angel Aguilar por dicha jurisdicción. La argumentación que se ofrece para justificar estas actuaciones consiste en sostener la vigencia de la totalidad de los preceptos del Código de Justicia Militar, que permite el procesamiento de civiles por dicha jurisdicción en caso de presuntas injurias a las Fuerzas Armadas.
Desde un punto de vista político, esta posibilidad de autotutela de la respetabilidad de la institución militar frente a cualquier ciudadano constituye un residuo histórico cuyos antecedentes se remontan, como es sabido, a la promulgación de la ley de Jurisdicciones de 1905, que pretendía conceder un plus de protección al estamento militar frente a las críticas de que pudiese ser objeto Pasa a página 12
El derecho al juez ordinario
Viene de página 11por parte de cualquier civil y, en especial, por la prensa. De hecho, la atribución a una institución o estamento significa una anomalía desde el punto de vista de juzgar lo que se considera como injurias a la propia institución o estamento significa una anomalía desde el punto de vista de los principios de un Estado de derecho. Nótese que esta capacidad de autoprotección no se otorga en nuestro ordenamiento, ni en cualquier otro que pueda considerarse democrático, a ninguna otra institución, ni siquiera a la más alta magistratura del Estado.
De ahí que la Constitución establezca, en su artículo 117.5, el principio de unidad jurisdiccional, limitando la jurisdicción militar al «ámbito estrictamente castrense», a no ser en supuestos de estado de sitio. El mencionado precepto, cuyo carácter organizativo es dudable, se remite a una posterior ley de desarrollo que ha de reformar el Código de Justicia Militar. En consecuencia se ha querido entender que mientras dicha reforma legislativa, hoy en trámite en las Cortes, no sea definitivamente aprobada la totalidad del viejo código se mantendría en vigor, intacto en sus fundamentos e inmune al contagio del nuevo espíritu constitucional.
Lo que ocurre es que la Constitución no sólo ha pretendido aportar un nuevo espíritu, sino que además, en determinados aspectos, se ha cuidado de materializarlo. Y esto es lo que sucede en el tema de los derechos y de las libertades a las que se refiere su artículo 53. Como decíamos más arriba, estos derechos y libertades han sido dotados de una fuerza de aplicación inmediata, lo que supone la derogación de todos aquellos preceptos de las leyes anteriores que se opongan a su ejercicio. En este sentido ha sido interpretada la disposición derogatoria tercera de la Constitución, que en caso contrario quedaría vacía de contenido, así como el artículo 53.1 de la misma, por la doctrina más coherente. Como señala García de Enterría, «cualquier tribunal de cualquier orden que esté entendiendo de cualquier proceso en que tengan incidencia directa los derechos fundamentales proclamados en la Constitución deberá aplicar directamente ésta y atribuir al derecho fundamental de que se trate la totalidad de su eficacia, no obstante cualquier ley anterior». Doctrina esta que se ha visto confirmada por recientes pronunciamientos jurisprudenciales.
Pues bien, por lo que se refiere al ámbito de la competencia reservada a la jurisdicción militar, está claro que la norma del artículo 117.5 no es sino una ulterior especificación del derecho fundamental de toda persona al juez ordinario, que sanciona el artículo 24.2 de la Constitución, precepto este que debe entenderse inmediatamente vigente, pues contiene una proposición concreta, un derecho fundamental, que vincula a todos los poderes públicos,- como prescribe el artículo 53.1. La solución al problema jurídico de si es o no posible enjuiciar por la jurisdicción militar un presunto delito de injurias a las Fuerzas Armadas no puede buscarse, pues, en una interpretación del artículo 117 y su grado o forma de vigencia, sino en el artículo 24.2. En consecuencia, la futura reforma del Código de Justicia Militar abarcará todos los aspectos del mismo que hayan de modificarse en base a la Constitución, pero algunas de sus prescripciones, entre ellas la que permite encausar a un civil por la jurisdicción militar, han sido ya derogadas por la entrada en vigor de la Constitución.
Toda persona tiene derecho a ser juzgada por el juez ordinario; y no cabe duda que el juez ordinario al que corresponde juzgar un presunto hecho delictivo cometido por un civil es el juez penal, en base al principio de unidad jurisdiccional, interpretación que se refuerza en virtud de lo dispuesto en los artículos 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de La ONU y 6.1 de la Convención Europea para la Protección de los Derechos Fundamentales, instrumentos estos conforme a los cuáles debe interpretarse la tabla de derechos contenida en nuestra Constitución, según dispone el artículo 10.2 de la misma. Ello nos lleva a una ulterior conclusión. Si la justicia ordinaria no ordena el procesamiento de una determinada persona es porque entiende que no ha cometido ningún hecho que pueda considerarse delictivo y, por tanto, no existe delito alguno jurídicamente apreciable.
Desde el punto de vista de la técnica jurídica, no existe, a nuestro juicio, ningún tipo de argumento que pueda oponerse válidamente a la tesis que mantenemos en estas líneas, es decir, a la aplicación inmediata y directa de los derechos fundamentales garantizados por la Constitución. Parece dificil sostener, por tanto, que la jurisdicción militar sea todavía hoy competente para juzgar actos realizados por un civil no estando vigente el estado de sitio.
Ahora bien, la técnica jurídica es un instrumento práctico que en muchas ocasiones se utiliza como pantalla ideológica legitimadora para encubrir un conflicto entre instituciones. En nuestro caso se trata de aducir, contra toda lógica, que no - es posible una aplicación directa de la Constitución para justificar así la persistencia de un fuero privilegiado. Esto equivale a una derogación tácita de la Constitución, al margen, obviamente, del procedimiento establecido para la reforma constitucional.
Por ello resulta inaceptable que el partido del Gobierno y otros grupos de la derecha institucional, que han tenido un protagonismo esencial en el proceso constituyente, y que forman parte del Parlamento, único titular de la iniciativa de revisión constitucional, no se hayan pronunciado sobre este tema.
La congelación que está sufriendo el desarrollo de los principios constitucionales más progresistas, cuya responsabilidad es atribuible en primer lugar al Gobierno, no hace sino disminuir progresivamente la identificación del cuerpo social con el modelo constitucional. Este, sin embargo, garantiza, al menos, el respeto a ciertos derechos de la persona, lo que constituye uno de los pocos aspectos en que puede apreciarse algún cambio real en las relaciones entre el poder y los ciudadanos.
Toda actitud de silencio frente al desconocimiento de tales garantías significa tanto como reducir la Constitución a pura ideología, y no creemos que la función del jurista deba ser precisamente la de un productor de ideología.
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