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Los Reyes reciben a los escritores en el palacio de la Zarzuela

Jorge Luis Borges se sentó al lado de la chimenea apagada, y apenas se levantó en las dos horas que duró anteayer la recepción real en el palacio de la Zarzuela, con motivo del Día del Libro. Allí, flanqueado por la austera y blanca figura de María Kodama, su secretaria, y un sillón vacío, recibía homenajes uno a uno, -«Maestro, mi hijo le admira todavía más que yo»-, acariciando sin cesar un grueso y sombrío bastón labrado en espiral. Gerardo Diego, el otro protagonista, plantado como un ciprés, se esforzaba en sonreír a quienes se le acercaban con sus felicitaciones.

Don Juan Carlos y dolía Sofía recibieron, uno a uno, a los participantes en la recepción, varios centenares, que abarrotaban el pequeño y modesto salón de audiencias de la Zarzuela. Por el ventanal abierto se podía salir al jardín, y hubo quien lo hizo, pero la noche era fresca y los aventureros no tardaban en regresar al calor del hogar. Académicos, profesores, escritores, intelectuales y periodistas se disgregaron pronto en grupos fluidos, que se intercambiaban sus miembros con facilidad; los mismos Reyes pronto se separaron, entablando conversaciones diversas. Mientras dolía Sofía escuchaba atentamente al filósofo Julián Marías, don Juan Carlos bromeaba con el editor Lara -siempre en busca de nuevas memorias para colmar su inagotable capacidad editorial- o charlaba en catalán con Baltasar Porcel.Francisco Umbral se dejó la bufanda en guardarropía, pero como por ensalmo tenía el abrigo a mano. Juan Cueto, que había llegado a Madrid en pantalones vaqueros solamente, tuvo que alquilar aprisa y corriendo un traje oscuro cruzado de corte italiano. Manuel Halcón respiraba blancura y Pedro Laín cordialidad, mientras el ministro de Cultura no se separaba toda la noche de la señora de De la Cierva. José Luis Castillo Puche arrastraba su afonía y sus melenas grises, hablando de su próxima novela, que, cierra una trilogía. Carlos Bousoño anunciaba para finales del mes que viene la lectura de su discurso de ingreso en la Real Academia. Pedro de Lorenzo lucía una tez cinceladamente bronceada y Luis María Ansón apretaba manos sin cesar.

Faltaban Dámaso Alonso -que está en Lima-, Vicente Aleixandre -en cama- y Rafael Alberti -en Roma-, pero tal vez nadie más. Las informaciones hablan de que, por fin, se dio entrada a los jóvenes. ¿Jóvenes? Tal vez Benet i Jornet o Terenci Moix, recién llegados calentitos y, de Barcelona, pero hay que forzar para ello la cronología implacable. Hasta Porcel, Umbral, Ríos Ruiz superan ya la cuarentena. Pepe Hierro se había dejado en casa el caballo, y Jesús Femandez Santos la mordacidad y el popular de Pueblo. Pero Carmen Conde llevaba la academia puesta mientras Elena Soriano sostenía a Rosa Chacel, animada por Luis Rosales. Alfonso Grosso habla regresado de Alejandría en compañía de Gloria Fuertes, mientras Concha Castroviejo cercaba tenazmente a Antonio Gala. Victoria Rodríguez vigilaba el numero de pipas de Antonio Búero Vallejo y hacía propaganda de cómo dejar de fumar fumando. José María Alfaro se abrigó bien a la salida, con abrigo y sombrero, mientras Juan Bonet y Marta Portal recordaban tiempos mallorquines, desafiando el fresco nocturno. Camilo José Cela estaba en plena forma, mientras Castellet seguía inclinándose, impertérrito, sobre la realidad, o lo real en este caso.

Cándido aparecía cada vez más miope, tal vez deslumbrado por los fluorescentes indirectos del salón, bajo los que circulaba Forges a toda velocidad. Había mucho ruido. «El Japón es un país silencioso», dijo Borges, «y eso que son 120 millones». Los Reyes despidieron a los asistentes otra vez, uno a uno. A la salida era ya de noche, y Madrid, a lo lejos, aunque parezca mentira, brillaba todavía.

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