Robert Motherwell: "La guerra civil española fue un símbolo para mi generación"
El artista norteamericano inaugura hoy en Madrid su exposición antológica
Para Robert Motherwell, padre de la Escuela de Nueva York, su arte se consolidó, en parte, gracias a la influencia creadora que sobre él y otros intelectuales de su país tuvieron los ideales por los que lucharon los republicanos españoles durante la guerra civil. A la República española dedicó el señor Motherwell, que hoy abre en Madrid una exposición antológica, una serie de homenajes que fueron el símbolo con el que él recordó aquella influencia. En unas declaraciones que ha hecho durante su actual estancia en Madrid, el gran pintor norteamericano dijo que comprende que resulte chocante que un yankee se mezcle en cuestiones españolas, pero «no quiero proyectar mis ideas sobre España en los españoles».
Hoy, viernes, a las siete y media de la tarde, con una conferencia del crítico Juan Manuel Bonet, se inaugura, en la sede de la Fundación Juan March (Castelló, 77), una exposición antológica del pintor norteamericano Robert Motherwell. Consta la exposición de veinticuatro obras, elegidas entre las más representativas de la producción de este gran artista americano, uno de los fundadores de la mítica Escuela de Nueva York, a cuya influencia se debe no sólo el reconocimiento de un estilo genuinamente americano, sino también el haberlo situado como la referencia paradigmática de lo que más creador se ha hecho en arte durante estos últimos treinta años.La exposición que ahora se presenta en la Fundación Juan March exhibida anteriormente en Barcelona, permanecerá abierta hasta el próximo 6 de junio.
Robert Motherwell nació el 24 de enero de 1915, en la ciudad de Aberdeen (Washington), aunque su infancia y juventud transcurrió en California, donde recibió una sofisticada formación humanística, llegando a doctorarse en filosofía en la Universidad de Stanford. En 1935 realiza su primer viaje a Europa, deteniéndose fundamentalmente en París.
Su primera exposición monográfica se celebra en París en el año 1939, aunque no se puede decir que se dedica por completo a la pintura hasta establecer su residencia en Nueva York, al año siguiente. Fue precisamente en aquella ciudad, que la segunda guerra mundial convirtió en el refugio obligado de los vanguardistas europeos exiliados (Breton, Matta, Dalí, Max Errist, Seligmann, Masson, etcétera), así como en el lugar de cita de un puñado de jóvenes artistas norteamericanos, deseosos de romper con el realismo político y el tono localista de la generación anterior, donde se produjo esa fecunda alianza de los Pollock, De Kooning, Baziotes Rothko, Still, Gottlieb, Hare y naturalmente el propio Motherwell cuyo resultado inmediato será la creación de la Escuela de Nueva York, que se caracteriza genéricamente por difundir ese estilo pictórico denominado un tanto imprecisamente «expresionismo abstracto».
Influencia de España
Con una cultura universitaria y con un gusto artístico extraordinariamente refinado, Motherwell se distingue del resto de sus compañeros de generación por la capacidad de conciliar el impulso espontáneo del gesto con un sabio sentido de la medida. Esta paradoja, que Bárbara Rose definió como «recociliación de los contrarios muy dramática», da ese aspecto de sorpresa meditada a sus cuadros, en los que hasta la pincelada más libre y automática, fruto del puro impulso, fluye con elegancia. Por lo demás, en esta apresurada panorámica hay que recordar también el importante papel que España ha tenido como elemento de inspiración en la pintura de Motherwell: en primer lugar, a través del acontecimiento traumático de la guerra civil, que dio pie a esa importantísima serie titulada Elegía a la República española, pero también por la particular simpatía que siempre sintió hacia la pintura y la poesía españolas.De estos temas precisamente habló el propio Motherwell en persona el pasado miércoles, en una rueda de prensa convocada al efecto por la Fundación Juan March. Durante más de una hora respondió con inteligencia y cordialidad a las más variadas preguntas que inquirían sobre su opinión de España, Picasso o el automatismo. Así, por ejemplo, a la pregunta que le interrogaba sobre lo que quedarla de la pintura americana cuando terminara su influencia actual, respondió que cada generación tenía una versión de la historia según sus creencias y necesidades, pero que, en cualquier caso, como artista internacional que se consideraba, no le gustaba la idea de que existiesen rivalidades artísticas por motivos nacionales.
Al surgir el tema de por qué España había influido tanto en su obra, recordó el clima ideológico y emocional con que se vivió internacionalmente la guerra civil española, donde estaba en juego la supervivencia del ideario igualitario y de justicia en el que se había creído firmemente desde hacía más de un siglo. «Entonces tenía veintiún años y no pertenecía a ningún partido político, pero la guerra civil fue todo un símbolo para mi generación; un poco como ocurriría después, a fines de los sesenta, con la guerra del Vietnam, con la única diferencia de que en la española veíamos el dramático preludio de la segunda guerra mundial. Comprendo que resulte chocante que un yanqui se mezcle en cuestiones españolas, pero no quiero proyectar mis ideas sobre España -mi personal forma de ver las cosas- en los españoles».
De la influencia épica española se pasó a la propiamente artística, respecto a la cual confesó su preferencia por colores como el negro, el rojo o el blanco, que pueden ser considerados típicamente españoles, aunque defendió el carácter espontáneo, instintivo, no preconcebido, de esta inclinación: «Es lo que me sale instintivamente al pensar en España, que resulta muy diferente a lo que resulta cuando lo hago con Francia». Añadió a continuación que, en cualquier caso, siendo la pintura y la poesía metáforas, y no habiendo una correspondencia exacta entre éstas y la realidad, no pretendía, ni mucho menos, que con su pintura sobre España fuera a agotar lo que exactamente era todo nuestro país. Más adelante se refirió también a su atracción por la poesía española de vanguardia -la de la generación de García Lorca y Alberti-, cuyo lenguaje consideraba más rico, aunque menos directo que el americano.
Al compararse la pintura de su generación con la que triunfó después en los años sesenta -la de la pintura pop-, trazó una semblanza histórica con un punto de ironía, en la que resaltó la dedicación puramente desinteresada a la pintura de los artistas de los años cuarenta y cincuenta, todavía ajenos a los montajes comerciales que surgirían después: «A nuestros padres les horrorizaba que nos dedicáramos a la pintura, y nos proponían que hiciéramos cualquier otra cosa, porque entonces ser pintor estaba socialmente mal visto; sin embargo, estas dificultades, esta marginación social, nos permitía, como contrapartida, una gran libertad. La generación del pop, que surgió en medio del boom comercial del arte, tuvo menos dificultades en este sentido, pero también mucha menos libertad y, sobre todo, menos sinceridad creadora. La gente comenzaba a considerar rentable dedicarse al arte y ajustarse a los clichés, como ese que se formó en Europa respecto a lo americano: algo materialista, infantil, dotado de cierto humor, con un sentido de la producción en el que la cantidad era más importante que la calidad, etcétera.
Cuando se le preguntó sobre su opinión acerca de los grandes maestros españoles en la pintura de nuestro siglo, subrayó enfáticamente que consideraba a Picasso como el más grande artista del siglo XX. Había, en realidad, comenzado a calificar a Picasso como el más grande pintor, pero esta cualidad se la atribuyó a Matisse, mientras que a Miró lo calificaba como el mejor entre los que todavía viven, y a Dalí, como «un caso complicado y patético sobre el que prefería no hablar».
Babelia
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