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Tribuna
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Una razón más para continuar

Sartre ha muerto... La noticia ha pasado por las ondas del mundo entero en la noche del martes 15 de abril. Inmediatamente después, ha comenzado, como es norma, el repentino cortejo de elegías, algunas veces algo morbosas (el que escribe no siempre puede esconder la satisfacción de contarse aún entre los vivos o de saber al enemigo desaparecido), pero siempre fatalmente triste. Muchos serán los que sentirán sinceramente el vacío dejado por el Sartre filósofo, muchos también los que deplorarán la muerte de un gran escritor, pero, y esto es indudable, muchos más serán los que se entristecerán visceralmente, los que llorarán en el sentido más real del término, sin vergüenza, la muerte de uno de «sus» combatientes por la libertad, de un hombre testimonio por su obra y, sobre todo, por su constante presencia aparentemente frágil, pero en realidad tan firme, en defensa de todas las causas justas. Serán éstos todos aquellos que, quizá sin haber leído nunca ni La crítica de la razón dialéctica, El ser y la nada, La puta respetuosa, A puerta cerrada o su último libro, El idiota de la familia, sin conocer probablemente nada de la fenomenología y muy poco del existencialismo, le vieron o le sintieron junto a él en las barricadas de aquel sueño colectivo de libertad que fue mayo-68, subido a un barril en la Renault de Billancourt ha blando a los huelguistas, encerrado junto a Simonne de Beauvoir en el Panier á salade por unos guardias nerviosos y visiblemente irritados al sorprenderle vendiendo la Cause du People por las calles parisienses o, más reciente mente, de nuevo junto a ellos, acompañando el cuerpo acribillado de Pierre Goldinan al Pére-Lachais (quizá una de sus últimas salidas públicas. En esta, ocasión Sartre, ya muy delicado, tuvo que retirarse al ser víctima de un repentino malestar). Para estos «aventureros, falsos revolucionarios» (como los definió tan oportuno como siempre George Marchais en L´Humanité, el 3 de mayo de 1968), que quisieron llevar la imaginación al poder, que escribieron sobre los muros de La Sorbonne o sobre las grises paredes de las fábricas la muerte de Sartre significa un angustioso momento de desesperanza, dominado por el fantasma de la soledad, como si el mundo sin él fuera todavía más invivible y el combate más difícil. Quienes contabilizan más sus aciertos que sus errores sienten que con él desaparece un individuo honestamente comprometido con su tiempo, que nunca eludió la responsabilidad ni el riesgo de manifestarse sobre los problemas de su siglo, negándose siempre a reducirse al terreno teórico, pues, como ellos, frente a la teoría, prefirió, sobre todo a partir de mayo-68, la acción, y frente a la algodonada situación de privilegio, las incomodidades de vivir despierto. Sartre es y será (para los excombatientes de tantas luchas, los derrotistas profesionales, los que definen la vida en términos de éxitos o fracasos avergonzándose de estos el símbolo del intelectual deseado por una generación ahíta de la figura del intelectual sectario comprometido con los limitados y con tanta frecuencia mezquinos intereses de su partido, encerrado en un discurso burocrático paralizante, bien acorazado tras las impenetrables defensas de una palabra hipócrita y arribista.Sartre ha muerto... Una razón más para continuar.

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Los sectores políticos e intelectuales elogian la figura de Jean Paul Sartre

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